CAPÍTULO ELIMINADO
El
parto de Penélope
Londres, 23 de abril de 1819
A priori, observando
la fecha que era; el día 23 de abril del año de 1819, debía ser un día normal y
no tendría por qué destacar o sobresalir de entre el resto de los días que conforman
el calendario.
Es decir y en otras
palabras, era el típico día de primavera londinense, con las temperaturas cada
vez más agradables, pero como buena primavera londinense, en cualquier momento
podía ponerse a llover de repente (cuando no ser un día lluvioso de inicio).
Pues bien, en este caso el 23 de abril resultó ser uno de los días que salieron
lluviosos desde primeras horas de la mañana.
Aunque la climatología
adversa nunca había sido un obstáculo o un impedimento para que la población
londinense, de los alrededores y de toda Gran Bretaña en general continuase
haciendo su vida normal y actividades cotidianas: así, los artesanos y
comerciantes abrieron sus tiendas y locales comerciales a sus horas habituales,
los agricultores cultivaron y estuvieron pendientes de sus tierras, las
prostitutas callejeras salieron a las vías a ejercer su profesión (eso sí, o
bien ataviadas con prendas de telas impermeables o bien pasando la mayor parte
del tiempo guarnecidas bajo los salientes de algunos balcones de callejones y
calles) y los nobles…
Los nobles se dividían en tres grupos:
-
Los que
dormitaban hasta tarde porque habían asistido a una fiesta la noche anterior;
como los casos de lady Baker o Patrice Storm.
-
Los
encargados de administrar sus numerosas fincas y propiedades o los que tenían
un oficio, el cual era el que le permitía vivir y subsistir y que era el motivo
principal por el que tenían que madrugar; como el caso de Christian Crawford.
-
Y por último, un escaso número de nobles, los
cuales, debido a sus fortunas y por tanto, a su importancia y destacamento
social (cuando no por amistad íntima y directa con el regente) formaban parte
de la Cámara de los Lores, debían madrugar al ser un día laborable (viernes)
para asistir a una nueva sesión parlamentaria.
En este último grupo se encontraban nobles
como el duque de Dunfield y su primogénito y heredero Jeremy Gold, el duque de
Greyford o el duque de Silversword; William Crawford, para su desgracia.
Y escribo su desgracia no porque fuese
desdichado o desgraciado por este motivo, ni mucho menos.
Es más, era al contrario.
A William Crawford le gustaba participar en política.
Y sobre todo le encantaba ejercer la
abogacía, especialmente cuanto mayor era la dificultad del caso y el sujeto a
defender.
Casi tanto como le gustaban antaño una buena noche de farra y juerga
con sus amigos.
Pero ese año no: estaba casado.
Y ese mes precisamente menos que nunca.
¿Por qué?
Porque su esposa Penélope está embarazada.
Muy embarazada de hecho.
De casi nueve meses para ser exactos.
En otras palabras: a punto de dar a luz.
Ese era el motivo real y principal por el cual no deseaba ir al
Parlamento: el miedo.
El miedo y la corazonada (además del peligro
real) de que en cuanto plantase un pie en la calle y se alejase más de dos manzanas
de su casa de Oxford Street, Penélope rompería aguas y se pondría de parto.
No la vagancia o la dejadez, tal y como daba
la sensación e impresión a la sociedad en general últimamente.
¿Cómo había llegado la gente a esa conclusión?
Porque en el último mes se había saltado ya
varias sesiones (e incluso el propio Prinny le llamó la atención sobre este
asunto) alegando múltiples excusas, razones y motivos.
Pues bien, toda esta retahíla de
dispensadores absurdos, irrelevantes (y totalmente disparatados e inventados)
hoy no le valían ni servían para nada, ya que hoy el monarca había decidido
poner punto y final como colofón a la semana de presentaciones de jóvenes
debutantes en sociedad, sometiendo a votación nuevas leyes para el país.
William maldijo en cuatro idiomas y se acordó
de la familia al completo del futuro monarca británico (incluyendo a Jorge III,
rey actual) cuando se enteró de la convocatoria parlamentaria.
Tenía sentimientos encontrados acerca de la asistencia a la sesión.
·
Por un
lado deseaba ir y participar bastante activamente para intentar convencer a los
tories para que votasen afirmativamente y la ley consiguiera ser aprobada.
·
Y por el
otro (casi en el mismo porcentaje de deseo que la otra opción) no quería
perderse nada acerca del futuro (e inminente) nacimiento de su primogénito. Y
más, después de conocer de primera mano todo lo que le sucedió a su amigo
Jeremy con la pequeña Francesca.
Un primogénito del que desconocía el sexo (lo
cual tampoco le importaba demasiado. Bastaba con que viniese bien y estuviese
completamente sano) y del que por tanto no habían tratado seriamente el tema
del nombre del pequeño.
Ese
pequeño ser que crecía en el interior de Penélope y que pese a que le
era completamente desconocido; ya le quería.
Le quería tanto que incluso por él que
incluso por él había cambiado drásticamente la disposición y trazados
laberínticos de su casa, sustituyéndolo por un hogar más accesible y cercano
para todos.
Decisión que conllevó la contratación e
instalación en Crawford Hall a un equipo completo de albañiles justo después de
regresar de su luna de miel seis meses atrás.
¡Un equipo al completo!
En otras palabras ¡una cuadrilla!
¡Más materiales!
Desde pequeño nunca le habían gustado los
albañiles porque eran: ruidosos, sucios y porque su transcurrir del tiempo y la
velocidad eran diferentes a los del resto de personas habitantes del mundo.
Lo cual le exasperaba hasta el extremo
porque, en este caso se traducía en un incremento considerable del gasto de
dinero total del presupuesto que en un principio habían pensado para el bebé.
Y no es que el dinero le preocupara, porque
no lo hacía dado que era rico. Lo que realmente le desagradaba era la idea de
que un grupo de hombres trabajando sin ninguna vigilancia (o muy poca) en una
casa donde había mujeres.
Su mal presentimiento e idea preconcebida
inicial se vio confirmado cuando comprobó la manera en que ellos miraban a su
esposa. Especialmente desde el día en que ejerció de perfecta anfitriona y les
ofreció algunas de sus exquisitas galletitas y algunas cervezas.
Con esto acabó por ganárselos, consiguiendo
que el enfado de William para con ellos se incrementó porque no solo gracias a
esta primera vez se malacostumbraron a al descanso diario (descendiendo
consecuentemente el número de galletitas que él podía ingerir) sino que encima,
cada vez que Penélope aparecía cerca de donde ellos estaban, se escuchaba una
oleada se suspiros conjuntos y numerosos eran los litros de babas que
chorreaban de sus bocas; con el consecuente retraso de su ritmo de trabajo).
Definitivamente, si malo era tener albañiles
en casa, pésimo era tenerlos babeantes y medio enamorados de tu esposa.
Por suerte para él, cumplieron su parte y las
obras concluyeron dentro del tiempo establecido para ello. Ayer concretamente.
Por lo que pudo tener un agradable, tranquilo
y sobre todo, silencioso despertar tras mucho, mucho tiempo.
Aunque tranquilo y agradable hoy no eran
sinónimos de buen humor por su parte, ya que desde que se declarase un
fervoroso creyente de las coincidencias y casualidades hacía poco más de un
año, no dejaba de prestarles la máxima atención y hacerles el mayor caso
posible.
Y hoy, casualidad o coincidencia, ambas o
ninguna, coincidiendo con el final del embarazo de Penélope se conmemoraba el
aniversario de la muerte de William Shakespeare y Miguel de Cervantes[1]; autor español de Don
Quijote de Mancha, libro que Penélope acababa de terminar de leer no hacía
mucho.
¿Qué mejor día para el nacimiento de un bebé
que la conmemoración de la muerte de dos grandísimos autores para dos
apasionados lectores como ellos dos?
“Todo sea por el rey, por tu patria y por la
amistad” bufó en la puerta antes de salir de su casa.
En cuanto escuchó el
sonido de la puerta principal de la entrada cerrarse, una Penélope; quien hasta
entonces había fingido dormir, se levantó de un salto (entendiéndose salto como
la mayor velocidad posible que sus piernas y sobre todo, su abultadísima
barriga de embarazada de nueve meses que la hacía parecer una ballena y andar
como un pato escocido montado a lomos de una tortuga le permitieron) y comenzó
una cuenta descendente desde el número cuarenta…
Cuenta descendente que
no era para controlar mejor las respiraciones y estar mejor preparada para
cuando llegase la hora del parto, según le había indicado la señora Potter.
No.
En absoluto. Porque
pese a que según sus propias cuentas y cálculos aproximados acerca de su
embarazo, hacía ya varios días que había cumplido los nueve meses (y por tanto,
había salido de cuentas) aún no había manifestado ninguno de los síntomas o
dolores propios del parto.
Claro que, ella
tampoco había sido una embarazada muy al uso, especialmente si la comparabas
con sus dos referentes más cercanas en este asunto: sus amigas Ronnie Gold y
Rosie Appleton. Al contrario que ellas no había tenido ningún tipo de náusea o
vómito a ninguna hora del día.
Tampoco había tenido
ningún tipo de antojo o predilección por algún tipo de alimento o guiso en
particular.
No.
Sus
ganas de café, chocolate, sándwiches de foie o Sally Lum Bum continuaron dentro
de los parámetros de normalidad de la etapa inmediatamente anterior a su
embarazo.
Y por último, y bastante relacionado con lo
anterior, sus ganas de comer y su apetito no se habían disparado alcanzando el
nivel de voracidad de sus amigas. Es más, a ella el hambre y las ganas de comer
se habían reducido con el paso del tiempo. De hecho, se obligaba a comer por el
bien del bebé que llevaba en su seno.
En resumen, que si no fuese por su
considerablemente aumento de peso (18 kilos) y la redondez y abultamiento de su
vientre, nadie que observara el comportamiento de Penélope Crawford hubiese
sospechado de su embarazo.
¿A qué se debía la cuenta atrás entonces?
Era una especie de código que formaba parte
de un plan secreto llevado a cabo con varias personas, entre las que se
encontraba quien estaba a punto de visitarla en cuanto la cuenta atrás llegase
a cero.
Plan trazado por supuesto espaldas del duque
de Silversword, ya que si se enteraba de lo que ella hacía cuando él estaba
fuera de casa, estaba segura de que no le gustaría nada; lo cual le obligaba
por tanto, a ocultarle muchas cosas.
Así por ejemplo; William desconocía que, pese
a que se lo prohibió terminantemente, Penélope había dado su consentimiento a
Greyford para que hiciese anotaciones y comentarios científicos sobre su
embarazo.
Anotaciones y comentarios entre los que se
encontraban el pesarla y medirle mes a mes su barriga, ir plantando delante de
sus narices distintos tipos de alimentos para observar la reacción de su cuerpo
ante ellos (aspecto en el que no le había sido muy útil, todo sea dicho) o el
que probara con diferentes sonidos para comprobar con sus propios ojos si el
bebé reaccionaba o tenía algún tipo de estímulo ante alguno de ellos en
particular.
Y otro ejemplo de su vida oculta y paralela
estaba muy relacionado con Christina Thousand Eyes y la ayuda que le había
estado prestando. En otras palabras, su trabajo como correctora de artículos.
Trabajo.
Tema tabú y motivo recurrente de su nueva (y
corta) vida de casados. William no quería que ella trabajase y ella por el
contrario, se mostraba entusiasmada con la perspectiva de seguir siendo el
ángel Inspirador de Christina.
Algo que William no entendía.
No era por el dinero o
los libros que este pudiera proporcionarle. Ambos argumentos inútiles desde que
se había convertido en duquesa. Era porque para ella su trabajo como correctora
de artículos le permitía mostrarse igual de apasionada (y le gustaba tanto)
como a William ejercer la abogacía, aunque fuesen en ámbitos mucho más privados
y permaneciese en secreto.
Motivo por el cual se
negó en rotundo a dejarlo y por el que continuaba ejerciéndolo en la
clandestinidad.
La única pega del plan
era que desde su séptimo mes de embarazo, su velocidad se había retardado
sobremanera y no podía abandonar la casa con el cien por cien de seguridad de
regresar a tiempo antes que William.
La solución a este
problema vino de manos de la señora Pine, quien le mostró su apoyo y
complicidad al introducir furtivamente y a escondidas a Sarah Parker en la
casa.
Efectivamente, era a Sarah Parker a quien estaba esperando.
¿Por qué tenía que entrar en la casa de esa manera?
Porque tanto Penélope como la señora Pine no
se fiaban del mayordomo personal de William.
Un mayordomo que llevaba ejerciendo su
profesión durante bastantes años y al que por tanto, le unía una relación de
cariño, respeto y cercanía bastante considerables con el duque (no así con la
duquesa, quien al fin y al cabo era una “recién llegada” a sus ojos). Por
tanto, esa fidelidad para con el señor era lo que le garantizaba a Penélope que
si Sarah Parker entraba por la puerta principal portando unos documentos, el
mayordomo tardaría menos de dos segundos en ir dondequiera que fuese o
estuviese William en ese instante para
informarle de la novedad.
Toda esta excesiva sobreprotección con ella
desde su séptimo mes de embarazo venía a cuento por su otro gran tema de
discusiones: su familia; es decir, su madre y su hermana, ya que, desde que
intentara hacer que perdiera el bebé hacía ya casi siete meses; ella había
cortado todo tipo de relación con su madre.
No así con Patrice.
Una Patrice de la que William aún no
terminaba de fiarse del todo y por tanto, la continuaba considerando un esbirro
de los malvados planes de lady Baker.
Motivo por el cual
temía y bastante, que cualquier día su hermana intentase matarla envenenándola
o asfixiándola y no permitía que se quedasen las dos encerradas a solas en la
misma habitación.
Si a esa situación le
añadías además que hacía dos meses que el doctor que le llevaba la vigilancia
de su embarazo le había recomendado algo de reposo delante de la presencia de
su marido… el último trimestre del embarazo se había convertido para Penélope
en una pesadilla.
¿Por qué?
Porque en la mente de William algo de reposos
se traducía en estar tumbada en la cama las 24 horas del día sin hacer nada;
con las únicas excepciones del tiempo diario destinado a su aseo e higiene
personal y a sus continuas y numerosas visitas al baño.
Ni más ni menos.
¡Si incluso había establecido un número y tiempo de duración para las
visitas!
Penélope se desesperaba porque estaba
encerrada en una jaula de oro, en contra de su voluntad y sin entender muy bien
el motivo.
Podía comprender su entusiasmo ante el nacimiento
de su primogénito; puesto que ella estaba igual de entusiasmada (sino más) pero
lo que aún no entendía era su excesiva preocupación.
Quizás era por su estatura, que le confería
una apariencia más frágil y por tanto, no acababa de creerse que en su pequeño
cuerpo pudiese alojarse otro pequeño ser…
O quizás fuese que la ansiedad por conocer el
rostro de su primer vástago juntos lo hubiese dominado por completo,
impidiéndole actuar con raciocinio (su actitud y comportamiento habituales)
Penélope suspiró y se miró la tripa.
A ella también la
dominaba la ansiedad a veces. Pero si tuviera que elegir un estado de ánimo
para describir su embarazo era la tranquilidad.
“Y la curiosidad” añadió mentalmente de inmediato.
Si bien es cierto que
ella tenía un lado curioso muy desarrollado aunque oculto la mayor parte del
tiempo, éste se había disparado y había salido a la luz durante estos últimos
meses. Tuvo dos tipos de curiosidad:
-
Curiosidad
externa porque en ese período de tiempo asaltó a preguntas a sus amigas
continuamente.
-
Y
curiosidad interna y el desconcierto más total y absoluto consigo misma cuando
comprobó que el método (hasta entonces infalible) para descubrir el sexo del
futuro bebé con ella no había funcionado.
No es que alguna de las dos plantas le lanzase algún mensaje
contradictorio.
No.
Es que directamente ¡no germinaba ninguna! ¡Ni el trigo ni la cebada!
Confundida ante la
falta de respuestas y pensando que había adquirido granos de malas cosechas,
decidió intentarlo con granos procedentes de otras cosechas más lejanas. Por
este motivo, al final acabó por adquirir y comprar granos de trigo y cebada
procedentes de todos los puntos de Gran Bretaña.
Obteniendo en todos los intentos el mismo resultado: ninguno.
Bastante enfadada con
las plantas y con el comportamiento que habían tenido con ella a la hora de no
darle resultados ni respuestas a su pregunta acerca del sexo del bebé, decidió
no darse por vencida y buscó información acerca de otros posibles métodos
caseros para descubrirlo.
Probó con: el anillo[2], la aguja [3], la forma de la barriga[4], los cubiertos[5], el aceite[6]… y ¡nada! ¡Ningún
resultado!
¿Qué demonios?
Era obvio que estaba
embarazada y que su bebé estaba vivo en su interior. Así lo manifestaban sus
continuas patadas. Entonces ¿por qué las plantas y algunos objetos cotidianos
se habían puesto de acuerdo a la hora de proporcionarle resultados?
Los únicos indicios
fiables y resultados se los había proporcionado su cuñado Christian mediante
las matemáticas. Éstas eran las únicas que habían arrojado resultados.
Resultados contradictorios.
Contradictorios porque primero realizó el
cálculo de la tabla china[7], la cual establecía que
habiendo concebido en el mes de julio y teniendo veintiocho años, el sexo de su
bebé sería masculino.
No conforme y bastante poco satisfecha con
los resultados que ésta le había proporcionado (ella quería una niña) para
refutarlo realizó otro método casero también basado en las matemáticas (aunque
en su opinión mucho menos fiable): el método gitano[8].
Penélope echó cuentas nuevamente y…
De refutar nada.
Al contrario.
Añadió más confusión y leña al fuego porque…¡salió femenino!
¡Femenino!
Pero… ¿qué demonios nuevamente?
¡No podía tener un bebé con dos sexos a la vez!
Así que… ¿qué sexo iba a tener su hijo? ¿Sería niño o niña?
Eso se preguntaba continuamente a sí misma y,
como era incapaz de proporcionarse una respuesta convincente, aquí estaba
embarazada de nueve meses y en la inopia más absoluta acerca de cuál los
numerosos nombres que rondaban en su cabeza como definitivos para un bebé,
acabaría resultando ganador.
Un tema – el de los nombres – que también
había traído cola entre ambos, ya que tras muchas discrepancias (que no
discusiones) ambos habían alcanzado una tregua firmando un acuerdo en forma de
contrato.
Acuerdo consistente en que el bebé no se
llamaría ni tendría el nombre de ninguno de sus progenitores. (Es decir, que no
podría llamarse ni Penélope, Ann, William, Arthur o Gunther) Por mucho que
alguno de ellos encantase a sus padres.
Cosa que de hecho sucedía, puesto que a
William le fascinaba el nombre de Penélope. Nombre que quedó descartado de
inmediato en cuanto Rosamund lo escogió para su hija (quien además era la
ahijada de Penélope) Por tanto, iban a ser demasiadas Penélopes juntas en un
muy pequeño radio de territorio y provocarían demasiada confusión y equívocos a
su alrededor.
Eso por no hablar de que el nombre Penélope
horrorizaba (y traumatizaba gracias a lady Baker) a la futura mamá.
Y en cuanto al nombre de Ann…a William
tampoco le disgustaba la idea de utilizarlo como segundo nombre, pero la madre
se negaba así que… descartado quedaba también.
Lo mismo sucedía a la inversa.
A Penélope le encantaba el nombre de William
porque (aparte de parecerle un nombre elegante y musical al pronunciarlo) era
muy masculino, elegante, determinado y poderoso (rasgos de los que ella
carecía) en su significado: Al que su
voluntad protege.
Pero el padre se negaba en rotundo.
¿El motivo?
Pese a que los argumentos de Penélope eran
bastante válidos, no eran lo suficientemente aceptables para él, pues se negaba
a que su hijo tuviese uno más nombres de origen germano y que hiciesen
ostentación excesiva y manifiesta de masculinidad; tal y como le sucedía a él.
Por estas mismas razones el nombre de Gunther
quedaba igual de descartado; ya que era de origen germano y significaba batallador y guerrero (por mucho que apareciese en el Cantar de los Nibelungos[9]
y que Penélope se pasase horas recitándole versos como método de
presión e intento de hacerle cambiar de
parecer, ese no iba a ser el nombre por el cual iban a discutir).
William quería que el nombre de su hijo o
hija tuviese un nombre de origen latino, griego o celta, pero en ningún caso
germano.
Entonces ¿por qué no Arthur?
Arthur tenía origen celta o latino según algunas
versiones (Arcturus) significaba Guardián
de la Osa Mayor (y por tanto, nada a priori, masculino) y tenía como
referente válido al archiconocido rey Arturo, libro que a ambos les encantaba,
y que era una de los principales personajes semihistóricos en los orígenes de
Gran Bretaña.
El motivo para rechazarlo fue porque William
era “excesivamente exquisito” a este respecto en opinión de Penélope y no
quería nombres repetido entre sus allegados. Y como él ya se llamaba así,
quedaba descartado de antemano.
Este era el argumento más flojo de todos los
que William había expuesto. No obstante, había quedado reflejado en el contrato
y como tal, tenía plena validez legal.
Viendo que iba a ser imposible llegar a un
acuerdo en este aspecto debido a la cabezonería extrema de ambos, decidió tomar
como referencia una forma de gobierno procedente del mundo grecorromano, la
tiranía, para dar con una solución al respecto.
Un nombre (de mujer) había resultado victorioso sobre el resto.
Amanda.
Si el sexo del bebé era femenino (opción que
más deseaba la madre) y que según uno de los métodos era el resultado final y
correcto, se llamaría Amanda.
No porque tuviese un origen latino (que lo
tenía) y su significado indicase amor, cariño y aceptación (requisito que
también cumplía, puesto que significaba La
que debe será amada o digna de amor) sino
porque a ella le gustaba mucho.
Le gustaba tanto que de hecho, no pensaba
añadirle un segundo nombre; ya que este le afearía. Y como había sido ella
quien la había tenido en su interior durante nueve meses, el resto de personas
debería aceptarlo sin rechistar; tanto si les gustaba como si no.
El problema se planteaba si el sexo del bebé
era masculino; algo perfectamente plausible y seguro según el otro método
matemático utilizado para averiguarlo.
Dicha noticia sería una alegría para la
señora Potter; quien aún no había atendido ningún parto de varón de ninguna de
las cuatro y algo fantástico para el ducado de Silversword, puesto que así se
aseguraría el deseado heredero y continuador del linaje familiar por línea
directa (y no tendría que cederse por tanto a una rama lejana y paralela de la
familia).
Misma noticia que estaba segura de que a
William le produciría indiferencia, puesto que sólo estaba preocupado porque el
bebé viniese sano.
Misma noticia que para ella sería un auténtico quebradero de cabeza
porque…
Cero.
“¡Ding dong!” El ruido del timbre resonó
primero en su mente y en la realidad poco después.
Si el sexo del varón era masculino, improvisaría sobre la marcha.
Eso era lo que pensaba iniciando la marcha en
dirección a la biblioteca, ya que solo en el instante en que concluyó la cuenta
atrás, se dio cuenta de que en ningún momento había abandonado la habitación
matrimonial.
Justo en ese momento
sintió un fuerte tirón (con el consecuente dolor) en la barriga.
“Demasiadas tostaditas y sándwiches de huevo
para desayunar” se reprochó mientras se frotaba el vientre con cariño y salía
al encuentro de Sarah Parker en la biblioteca.
En realidad, en cada
una de sus visitas se repetía la misma situación: Penélope utilizando la mesa
del escritorio como despecho mientras que Sarah inspeccionaba su biblioteca o
se entretenía leyendo algunos de sus numerosos volúmenes.
Así había sucedido hoy también.
Al menos al principio.
Ya que desde que sintió ese primer tirón, su
sensación de incomodidad y el pequeño dolor de su barriga había ido
incrementando poco a poco su intensidad.
Síntomas inequívocos de que el desayuno no le
había sentado nada bien y de que, por tanto, le había provocado unos gases
enormes.
Muerta de vergüenza porque uno de sus
numerosos gases se le escapase en presencia de Sarah Parker (con el consecuente
olor nauseabundo y vomitivo que este acarreaba) Penélope decidió ponerle
remedio de inmediato y de la manera habitual, tumbándose o recostándose ya que,
en esta posición, sus gases no escaparían hacia fuera y explotaban en su
interior.
Efectivamente.
En cuanto se recostó en el diván sus gases
desaparecieron y ella pudo concentrarse completamente en la lectura y
corrección del nuevo artículo de Christina Thousand Eyes que tenía entre sus
manos.
Artículo que en esta ocasión versaba sobre la
semana de presentación de nuevas jovencitas debutantes y donde, para su total sorpresa
y extrañeza, Katherine Gold no era reseñada por ninguna acción reprobatoria.
Sin embargo, hoy, cuando llegó a la mitad del
primer folio, los calambres y dolores provocados por los gases, volvieron a
aparecer. Y con más fuerza que antes. Aunque también cabía la posibilidad de
que fueran patadas del bebé. Algo no muy habitual dadas las horas que eran,
pero no descartable al cien por cien.
Decidió asegurarse y cubrir todas las
posibilidades existentes, dirigiéndose amablemente a su bebé, pidiéndole que
parase:
-
Para un
momento del día que puedo dedicarme a mí solo en exclusiva, no me agrada en
absoluto que me lo fastidies – le dijo. – Así que para por favor – le susurró.
“O el bebé no me ha oído u hoy está
especialmente juguetón” pensó Penélope algo enfadada tras haber dejado
transcurrir el tiempo durante un buen rato y comprobar cómo ni el dolor ni los
golpes habían cesado.
Por eso, cambió de
táctica y pasó de la amabilidad a la amenazas, aunque ambas tuvieron el mismo
resultado: ninguno.
-
Como no
dejes de golpearme interiormente, juro que no haré caso de las negativas
rotundas de tu padre y buscaré y bucearé en los libros de su linaje familiar en
busca de otro antepasado célebre de origen prusiano – le dijo, siseando entre
dientes y amenazando a su barriga con el dedo índice.
“Voy a ser una madre sin ningún tipo de poder
o capacidad amenazante” pensó Penélope como conclusión final al comprobar cómo
el bebé le ignoraba deliberadamente.
“No” añadió con firmeza pasado un rato. “Unos
gases enormes y dolorosos que no quieren ser expulsados” se quejó. “Pero los
echaré” concluyó. “Los echaré” repitió. “Aunque sea lo último y único que haga
hoy y por ello tarde cuatro horas en leer el artículo de Christina Thousand
Eyes” apostilló.
Y con este hilo de pensamientos en su cabeza
comenzó a apretar con toda la fuerza que tenía mientras se posicionaba como la
que ella creía como la mejor postura para la expulsión gaseosa.
Postura que funcionó… para mal.
Penélope consiguió su propósito de expulsión de algo que estaba dentro
de ella.
Aunque no fueron sus ansiados gases, sino que fue… ¡pis!
Un pis no excesivamente grande (todo sea
dicho) pero cuya expulsión la extrañó y confundió inmensamente; ya que en
ningún momento había sentido ganas de ir al baño.
Además de extrañarla y confundirla, también
la avergonzó en ingentes cantidades, alcanzando sus cotas máximas de vergüenza
vital; ya que, como venía siendo habitual y una tónica en su vida, su micción
se escapó justo cuando Sarah Parker apareció ante ella con el libro que había
escogido para pasar su tiempo esa mañana.
-
¿Penélope?
– le preguntó con la ceja enarcada y algo de reproche.
-
¿Sí? -
le respondió ella insegura muerta de vergüenza e incapaz de mirarla a los ojos.
Penélope intentó alargar el instante de tener
que sostenerle a mirada y encararla frente a frente lo más que pudo. No obstante,
y dado que un silencio bastante incómodo se había instalado entre ellas por su
culpa, al final tuvo que levantar la cabeza y asumir la culpa.
-
¡De
acuerdo! – reconoció – Se me ha escapado el pis – añadió cabizbaja. – Pero…
¡mírame! – exclamó señalando su barriga. - ¡Estoy muy embarazada y no controlo
mis esfínteres! – añadió a modo de justificación y algo desesperada. - ¡Au! –
se quejó.
Sarah Parker en ningún momento le dijo nada,
solo continuaba mirando con (excesivo) interés el charco que se había formado a
sus pies, provocando que la confusión y vergüenza de Penélope fueron
incrementándose a medida que la situación se iba desarrollando.
-
¿Qué?
¿Regodeándote en mi charco de la vergüenza? – le preguntó ella, incorporándose
ligeramente del diván, con el consecuente dolor que ella le provocó. Dolor que
hizo que volviera a quejarse.
-
¡No me
regodeo! - protestó Sarah de inmediato. – Es solo que… me resulta extraño –
añadió. – Es demasiado perfectamente – añadió inmediatamente.
-
¿Demasiado
perfecto? – preguntó Penélope confundida parpadeando compulsivamente. - ¿Qué
quieres decir con eso? – quiso saber. - ¿Cuántos charcos de micciones has visto
y comparado en tu vida para llegar a tu conclusión? – le preguntó entre
sorprendida y horrorizada porque su mente había comenzado a desarrollar
distintas escenas en las cuales Sarah inspeccionaba con interés distintos
charcos y restos de meados.
Hilo de pensamientos interrumpido de repente
por uno de sus gases; el más doloroso hasta entonces.
-
¡Au! –
gritó de dolor. – Malditos gases – se quejó, maldiciendo entre dientes
frotándose la barriga para descubrir de dónde procedían.
-
Un
momento – dijo Sarah, provocando que la mirase - ¿Te duele? – le preguntó
acercándose a ella. -- ¿Cuánto hace que te duele? – exigió saber, preocupada.
-
Tranquilízate
Sarah – le dijo Penélope haciendo gestos de negación con las manos. – Es un
ataque de gases que me ha dado esta mañana por desayunar tostaditas de foie –
le explicó. - ¡Au! – volvió a quejarse.
-
Ataque
de gases – repitió ella, mirando alternativamente al charco y a Penélope.
-
Ya –
añadió, asintiendo.
-
¿Qué
pasa? – preguntó Penélope desconcertada por la incredulidad de Sarah antes sus
palabras.
-
¿No se
te ha ocurrido otra posibilidad? – le preguntó Sarah con los brazos en jarras a
la espera de que Penélope cayese en la cuenta de lo obvio por sí misma y esto
se reflejase en su rostro. Al ver que esto no sucedía pasado un tiempo, decidió
informarla ella misma:
-
¡Que has
roto aguas! – gritó.
-
¡¿Qué?!
– gritó Penélope en el mismo tono de voz que Sarah y horrorizada por sus
palabras, incorporándose de golpe, provocando que acto seguido tuviera que
volver a su posición anterior por el calambre que sintió en su barriga. - ¿Qué
tonterías estás diciendo? – le reprochó. - ¡Eso es imposible! – exclamó.
-
¿Lo es?
– le preguntó ella con algo de superioridad en el tono de voz.
-
Bueno… -
titubeó. – No lo es – reconoció al momento Penélope, contradiciendo su
respuesta anterior. – Estoy de nueve meses y en teoría en cualquier momento
podría… pero no – se reafirmó en su respuesta original. – Aquí no – concluyó
con algo de pánico en la voz.
-
Déjame
ver… - dijo Sarah Parker agachándose e intentando arremangarle la falda del
vestido a Penélope. El motivo era que como llevaba siendo la enfermera y
asistente de partos del doctor Phillips en algunas de sus urgencias (siendo
partos en alguna ocasión) conocía perfectamente el procedimiento a seguir para
confirmar lo que para ella era ya una certeza.
Además, ya llevaba un tiempo con
contracciones (no gases como ella creía) y necesitaba ver cuántos centímetros
había dilatado el cuello de su útero; ya que podía darse el caso de que lo
tuviese bastante ensanchado y el bebé estuviese de camino.
-
¡Ahhh! –
gritó Penélope tanto por la sorpresa e incomprensión de la acción de Sarah como
por el dolor por uno de sus gases mientras intentaba de todas la maneras
posibles que conocía que le terminara de levantar las faldas. – Pero ¿qué
haces? – le preguntó.
-
Asegurarme…de…una…cosa
– le respondió mientras forcejeaba con ella (y perdía).
-
¿Qué está
pasando aquí? – bramó la señora Potter a espaldas de ambas, provocando sendos
respingos y amagos de ataques de corazón. - ¿Y bien? – añadió, cruzándose de
brazos a la espera de una respuesta mientras las miraba alternativamente con
gesto severo.
Así se quedó…hasta que descubrió el charco a
los pies de Penélope y justo al lado de Sarah Parker, ya de pie, cambiando su
rostro al de sorpresa más absoluta.
“Dios mío…no”
pensó Penélope, agachando nuevamente la cabeza y enrojeciendo “Ella
también no” añadió mentalmente.
-
¿Cuándo
ha sucedido eso? – preguntó señalando al charco.
-
Hará una
media hora – respondió Sarah Parker.
-
Penélope
¿cuánto hace que te duele la barriga? – le preguntó directamente.
“¿Cómo sabe lo de mis gases?” se preguntó una
sorprendidísima Penélope antes de responderle: - Desde primera de esta… ¡Au!...
Mañana. ¡Au! ¡Malditos gases! – volvió a exclamar enfadada.
-
¡Oh Dios
mío! – exclamó la señora Potter. - ¡Ya está aquí! – añadió dando saltos de
alegría.
Cuando terminó de dar la segunda vuelta
completa, de manera totalmente inesperada para Penélope (y mostrando a ambas su
ropa interior), a la velocidad de la luz se agachó y echó un vistazo a las
partes más íntimas de Penélope mientras asentía y sonreía.
-
Ha
dilatado – anunció. – Pero no lo suficiente, por lo que podemos trasladarla –
añadió. – Sarah, ayúdame – le pidió mientras se ponía en pie y le agarraba por
el brazo a la espera de que Sarah hiciese lo propio con el otro.
Solo cuando lo hizo y se aseguró de que la
tenía agarrada fuertemente, volvió s dirigirse a ella para ordenarle:
-
Penélope,
camina –
-
¿Eh? – preguntó
ella en respuesta mientras sacudía la cabeza para reubicarse-, porque había
desconectado cuando la señora Potter la estaba explorando.
-
Camina –
repitió.
Penélope miró a un lado y al otro con gesto
de incomprensión mientras intentaba soltarse mientras decía: - No estoy enferma
¿sabéis? Puedo caminar – les informó.
- No estás enferma
Penélope, estás de parto – le explicó la señora Potter. – Y te llevamos
agarrada porque tienes contracciones muy seguidas – añadió. – Porque son
contracciones y no gases lo que has sufrido – apostilló con tono de reproche. –
Y en cualquier momento puede darte una tan fuerte que te doble de dolor –
concluyó.
Como si el bebé la
hubiese escuchado, sucedió exactamente de la misma manera en que la señora
Potter lo narró y Penélope no cayó al suelo precisamente porque las otras dos
mujeres lo impidieron.
-
¿Q…q…qué?
– le preguntó tartamudeando y con un ataque de pánico a la señora Potter.
-
Estás de
parto Penélope – explicó Sarah Parker con otras palabras.
Ésta abrió mucho los ojos y perdió el color de su rostro en respuesta a
la noticia.
-
¿Qué? –
gritó, asustándose también del volumen de decibelios que alcanzó.
-
¿Qué? – repitió mucho más bajito. - ¿Aquí? -
preguntó señalando el sitio. - ¡Ay madre! – exclamó. - ¡Aquí no! – exclamó con
desesperación mientras se retorcía e intentaba zafarse de ambas.
Viendo que era una tarea imposible, tras
varios intentos infructuosos lo único que pudo hacer fue preguntarles para que
su conciencia quedase tranquila:
-
¿Se ha
manchado el diván? -.
“Por favor, por favor, por favor que no se
haya manchado” rogó, rezó y deseó a todo el panteón de santos que conocía.
-
¿El
diván? – preguntó la señora Potter extrañada. - ¿Por qué te preocupas en un
momento como este por un mueble? – quiso saber, sin entender.
-
¡Porque
se supone que yo no debería estar aquí! – gritó a causa del dolor derivado por
una nueva contracción – Yo debería estar en la habitación – les explicó. – La
habitación – repitió. – Lugar de donde no debería haber salido en toda la
mañana – explicó en un tono de voz mucho más normal. – Por eso necesito
¡necesito! – volvió a gritar por el motivo anterior. – Borrar el charco y
asegurarme de que todo esté como si nunca hubiese estado aquí – concluyó.
Para tranquilizar a la embarazada histérica
de Penélope, Sarah se acercó al diván, palpó, palpó y volvió a palpar en busca
de algún rastro de humedad o mancha y no encontró nada.
Estaba completamente seco.
Así se lo hizo saber levantando el pulgar hacia arriba.
Gesto que tranquilizó totalmente a Penélope,
quien emitió como respuesta un suspiro de alivio inmenso que resonó en toda la
biblioteca.
Tras los exámenes pertinentes, las tres
reanudaron la marcha en dirección a la habitación de la casa que habían
designado como el lugar del parto de Penélope (y que estaba justo al lado del
vestíbulo)
-
Esperad,
esperad, esperad – dijo Penélope deteniéndose y haciendo a su vez que las otras
parasen. – Lo primero de todo, aprendí a caminar sola con poco más de un año,
así que no es necesario que me llevéis cual bebé – añadió soltándose de ambas.
– Y lo segundo y más importante… ¡no puedo hacer esto sola! – chilló. -
¡Necesito que aviséis a las chicas! ¡Y a William! –volvió a chillar. – Sobre
todo a William – explicó, mucho más calmada – porque no tenía ninguna gana de
ir hoy al Parlamento, así que Sarah – dijo volviéndose hacia ella y juntando
las manos como gesto de súplica – por favor, por favor, por favor, por favor
¿podrías hacerme tú ese grandísimo favor? – le preguntó con gesto dubitativo en
el rostro. – Prometo que te lo compensaré con creces – le aseguró con la mano
sobre el pecho y un tono de voz mucho más firme.
Sarah Parker se sabía metida en un atolladero.
Tenía muy poca resistencia a las peticiones y tonos lastimeros en
general.
Era una blanda y lo sabía.
Además, a esto debía añadir que en las pocas
ocasiones que había ejercido como enfermera y asistente de partos junto al
doctor Phillips no había podido negarse a realizar e intentar conseguir todo
aquello que la embarazada le pedía.
Y esta ocasión tampoco iba a ser diferente.
Con el añadido además de que la embarazada en cuestión era una amiga
suya.
Suspiró y pidió paciencia y clemencia
elevando la vista a la claraboya del techo de la biblioteca como gesto de
aceptación y resignación ante la inevitabilidad de una afirmación por su parte;
aunque conocía de sobra y antemano que no le iba a gustar ponerse al mando de
esa misión.
-
Está
bien – dijo con resignación mientras expulsaba el aire lentamente por la nariz.
Tras emitir un chillido de
satisfacción/alegría y dolor conjunto, Penélope le entregó tres sobres rojos y
le dio instrucciones muy precisas acerca de qué era lo que le tenía que decir
al mayordomo.
Estaba claro que el
día 23 de abril de 1819 no iba a ser un día normal e igual al del resto de días
del año.
De lo contrario, un
mayordomo no hubiese interrumpido de manera bastante escandalosa (y totalmente
involuntaria por su parte) una sesión parlamentaria donde hasta el propio
regente estaba presente; tal y como hoy había sucedido.
Así es.
Cuando el mayordomo de
los Crawford (un mayordomo joven y por tanto, sin mucha experiencia. Tan poca,
que éste era su primer empleo) irrumpió en mitad de la Cámara de los Lores[10] e interrumpió el alegato
a favor de la mejora de las condiciones de vida de las madres viudas que
William Crawford estaba realizado justo en ese momento, se convirtió para su
desgracia y horror en el centro de atención.
Uniendo esto a la
prisa que llevaba (ya que Penélope había comenzado a empujar y a gritar en el momento en que había abandonado la
casa) con el nerviosismo por este mismo motivo a una tendencia a la patosidad
natural y la conversión momentánea en el centro de atención mientras que
descendía las escaleras, tuvieron como resultado final el desastre más rotundo
y absoluto puesto que acabó cayendo de bruces frente a su jefe.
“¿Qué demonios?” se preguntó William enfadado
cuando vio interrumpido su inspirado discurso de forma repentina. “No me gusta
que me interrumpan” añadió, mirando con furia al culpable de esto.
Poco le duró el enfado no obstante.
Exactamente hasta el preciso instante en que
reconoció su escudo de armas bordado en la chaqueta del “desconocido”
Desconocido que resultó ser el mayordomo al
que había contratado, según pudo comprobar a medida que se acercaba a su
posición, descendiendo las escaleras.
“¿El mayor…? ¿Qué demonios hace aquí el
mayordomo?” se preguntó confuso. “¡Ay Dios! ¡Penélope!” exclamó, añadiendo
nuevos pensamientos de preocupación por su esposa a su sobrecargada y ocupada
mente.
Por este motivo, se acercó presuroso a su
posición acortando la distancia que los separaba.
Leyendo los pensamientos de sus jefe (sobre
todo por la expresión que tenía en el rostro en esos instantes) el mayordomo
decidió apresurarse e informarle de la situación para despejarle las dudas y
suavizarle el gesto.
Ese fue su gran error; porque al incrementar
su velocidad de descenso mirándole fijamente a él y no al suelo, tal y como
había venido haciendo hasta entonces, no se dio cuenta de que la suela de su
zapato se había quedado en la intersección de dos escalones y por este motivo
la hebilla de su otro zapato se había enganchado en uno de los hilos de sus
calcetines…
Bueno, lo único positivo de esta situación
fue que terminó de bajar las escaleras en mucho menos tiempo del que había
pensado en un principio.
De bruces en el suelo y a los pies del duque,
levantó la vista y la cabeza para decir con cara de circunstancias (y un lo
siento implícito):
-
Milord
-.
-
¿Qué
estás haciendo aquí? – le preguntó con los dientes apretados mientras sonreía
de manera forzada, saludaba y a la vez se disculpaba con el auditorio elevando
las cejas.
-
Es la
duquesa señor – le informó mientras se levantaba poco a poco del suelo e
intentaba sentarse. – Se ha puesto de parto – añadió.
-
¡¿Qué?!
– gritó William (y su grito resonó en todo el Parlamento) antes de mirar
disculpándose por las circunstancias y lo que estaba a punto de hacer al
regente, a Jeremy y a Grey y salir corriendo escaleras arriba.
Tan precipitado fue el ascenso que al
mayordomo no le dio tiempo a evitar la patada de William al iniciar su carrera;
provocando que acabara sentado de culo en las escaleras siseando de dolor y no
siguiéndole de pie, tal y como había sido su intención inicial.
“Lo sabía, lo sabía, lo sabía, lo sabía, ¡lo
sabía!” exclamó William furioso consigo mismo mientras corría en dirección a su
casa. “Nunca debí haber venido a la sesión parlamentaria” se reprendió.”Era una
idea estúpida propia de un estúpido como tú” añadió. “¿A qué otro imbécil sino
se le hubiera ocurrido ignorar las señales e indicadores inequívocos a este
respecto?” se preguntó. “¡Idiota!” se insultó. “Ahora tu mujer está teniendo a
tu hijo o hija sola y tú te lo estás perdiendo” dijo.
Y así siguió y
continuó sumido en una espiral negativa de insultos y reproches continuos la
mente de William durante los dieciocho minutos[11] que tardó en realizar el
trayecto desde el palacio de Westminster[12]; lugar donde se ubicaba
la Cámara de los Lores, hasta su hogar en el número 30 de Oxford Street.
Pensamientos negativos
que desaparecieron de un plumazo en cuanto se cerró la puerta de su casa; ya
que desde que puso sus pies en el vestíbulo por segunda vez esa mañana, su
mente se concentró única y exclusivamente en su esposa.
Y así se lo hizo saber.
Por este motivo, lo primero que hizo (aparte
de continuar corriendo) fue hacerle saber que había llegado; a voces.
-
¡Penélope
cariño! ¡Ya estoy aquí! – le informó.
-¡No te preocupes! ¡Todo va a salir bien! – le tranquilizó. - ¡Te
quiero! – concluyó.
Esas cinco frases fueron la retahíla que
William repitió una, otra y otra vez mientras que la buscaba por todas las
habitaciones de la casa,
Sabía que se
encontraba allí porque le había prohibido terminantemente abandonar la cama y
la casa desde que el médico le había recomendado algo de reposos; además de
porque era tan avanzado el estado de gestación en el que se encontraba que le
resultaba casi imposible caminar cinco pasos sin estar agotada. Y sobre todo
porque escuchaba a su mujer emitiendo pequeño gemidos de dolor y a la señora
Potter dándole órdenes e infundirle ánimos.
“¿Dónde demonios se habrán escondido estas
dos?” se preguntaba preocupado mientras
continuaba su infructuosa búsqueda mientras que a la vez lamentaba no haber
prestado más atención cuando estuvieron tratando el tema acerca de cuál sería
la habitación del parto.
Tocó una puerta varias veces y, como todos
sus intentos anteriores, no obtuvo respuesta alguna. Sin embargo, cuando fue a
girar el picaporte para asegurarse de que estaba vacía, éste no giró.
Bingo.
Había dado con la habitación del parto.
Golpeó la puerta con más fuerza que antes y
exigió que le abrieran, recordándoles que era el propietario y dueño de la casa
con un tono de voz bastante amenazador.
-
¿Qué
cree que está haciendo señor? – escuchó una voz a su espalda que se lo
preguntaba bastante enfadada.
Cuando William se giró, comprobó que el tono
de voz se equiparaba al gesto del rostro y la pose del cuerpo de quien había
formulado la pregunta.
Persona que no era otra que la señora Pine y
que justo en ese momento le miraba fijamente lanzando rayos de furia por los
ojos, tenía los orificios nasales dilatados de tanto expulsar pequeñas
cantidades de aire por ellos, la boca encogida y apretada, los brazos cruzados
y el pie tamborileando bastante deprisa mientras esperaba su respuesta.
-
¿Usted
que cree señora Pine? – le preguntó mordaz. – Buscar a mi esposa parturienta
para ayudarla y reconfortarla durante el parto de nuestro hijo – añadió, como
si fuera lo más obvio del mundo e incapaz de creer que no conociese de antemano
la respuesta que iba a proporcionarle después de tantos años juntos.
-
Eso es
muy bonito señor – respondió ella. – Y demuestra lo enamorado que está de la
señora Penélope pero… ¡de ninguna manera! – exclamó rotunda negando también con
vehementes negativas de la cabeza. - ¡Usted no puede entrar ahí! – le ordenó,
señalándole y amenazándole con el dedo.
-
¿Qué
tonterías está diciendo señora Pine? – le preguntó él, ahora enfadándose con
ella. – Es mi mujer y es mi hijo el que está a punto de nacer, así que ¡por
supuesto que voy a entrar ahí! – exclamó, reintentando entrar.
-
Inténtelo
– le retó ella con tono burlón. – Pero es una cosa de mujeres y dado que usted
es un hombre, jamás le permitirán estar presente – añadió satisfecha.
-
Buena
suerte señor – le deseó antes de desaparecer de su vista.
“¡Menuda tontería!” pensó William bufando y
tomando por loca a su criada más fiel y longeva antes de reanudar los golpes y
gritos a la puerta.
-
¡Abrid
la puerta u os juro que la tiraré abajo! – gritó, amenazándoles. - ¡Que ya lo
he hecho una vez y puedo volver a hacerlo en breve! – les recordó.
Tras diez minutos golpeando y gritando la
puerta (puerta que decidió no tirar abajo porque recordó las elevadas sumas de
dinero que tuvo que desembolsar para cambiar las dos que arruinó en la capilla
del embajador de Cerdeña) William decidió concederse un descanso y se retiró,
poniendo algo de distancia entre él y la puerta.
Acción que también
servía para conceder a la señora Potter y a Penélope un momento de reflexión,
con el que esperaba que dejasen a un lado su extrema cabezonería y
comprendieran que lo mejor para ambas era permitirle el acceso sin
restricciones, porque él podría ayudarles en cualquier cosa que le pidieran.
Estaba seguro de que
en esta ocasión, cuatro manos eran mejor que dos; por muy experta en ese tema
que esas dos manos fuesen.
Por este motivo, una
gran sonrisa de satisfacción se instaló en su rostro cuando vio cómo la puerta
de la habitación se abría poco a poco y de ella emergía…¿Sarah Parker?
“¿Sarah Parker?” se preguntó confundido.
“Pero… ¿cómo? ¿cuándo? Y lo más importante… ¿cuánto tiempo lleva aquí?” se
preguntó enfadado.
-
Hola
William – le saludó ella intentando no parecer aterrorizada ante su más que
probable iracunda reacción.
-
Hola –
le devolvió el saludo él de manera brusca antes de preguntarle directamente: -
¿Qué haces aquí y desde cuándo? -.
-
¿Yo? –
se preguntó sorprendida. – Pues… - comenzó a titubear hasta que se le ocurrió
la respuesta. - … Solo venía a saludar a Penélope en el trayecto de regreso a
casa después de haber entregado el nuevo artículo de Christina al editor y
cuando me abrieron la puerta me encontré el “regalito” – concluyó bastante
satisfecha consigo misma por haberse inventado una historia que podía ser
perfectamente real. – Y en cuanto a qué hago aquí ahora es fácil: soy tu hombre
en la dulce espera – le informó.
-
Mi
hombre en la dulce espera – repitió William lentamente una a una las palabras
de la frase para ver si de esta manera conseguí entender su significado.
Fracaso absoluto.
-
¿Qué
quieres decir con eso? – le preguntó juntando las cejas.
-
¿No lo
sabes? – le preguntó ella igual de confundida. – Pero… ¿es que el mayordomo
no…? – pero no concluyó la pregunta puesto que se dio cuenta de que había
estado a punto de meter la pata hasta el fondo.
Para evitar que se diera cuenta de su error
garrafal, le informó de inmediato de lo que estaba a punto de suceder en su
casa:
-
A estas
alturas, estoy segura de que las mejores amigas de Penélope ya se han enterado
de la noticia y estarán a punto de venir acompañadas por sus maridos. Así
mismo, igual sucederá con Christian, con lo cual en pocas horas tu casa estará
llena de personas que te ayudarán a sobrellevar este amargo trance. Peeero…
hasta que eso suceda, esa va a ser mi misión – le informó. – Así que vamos –
dijo, tomándole de la mano y alejándole lo más posible de esa puerta en
particular haciendo caso omiso de las airadas protestas y gestos de disgusto de
William con una paciencia de la que desconocía su posesión.
Tal y como Sarah anunció, poco a poco la casa
se fue llenando de personas (y de voces). Lo único en lo que erró fue al
establecer que las amigas de Penélope vendrían a la vez, pues no tuvo en cuenta
que no vivían juntas y que dos de ellas tenían que esperar a que sus
respectivos maridos regresaran de la Cámara de los Lores a sus hogares (que
aunque cercanos, no situados a la misma distancia de Oxford Street) para ir
juntos y, una vez en casa de los Crawford adscribirse a uno u otro equipo según
el sexo.
Esta era la explicación de por qué Katherine
Gold (la única amiga íntima de Penélope que continuaba soltera) ya se
encontraba allí haciendo tiempo de espera flirteando descaradamente con
Christian Crawford y que el matrimonio Gold acabase de llegar; felices y
enamorados como recién casados.
Otra cosa que tampoco previno Sarah fue la
forma en que los nervios se apoderarían de William, convirtiendo al elocuente
abogado y político en completo inútil que no hacía nada a derechas (¡si incluso
le costaba caminar de tanto como temblaba!).
Gracias a Dios (y a su inmensa fortuna) que
tenía a los criados allí para “ayudarle” (entendiéndose ayuda como realización
de todas las tareas) porque sino…hubiese quedado como un pésimo anfitrión.
Criados a los que parecía haberse incorporado
de manera excepcional la propia Sarah; quien, debido a su carácter servicial y
bonachón, se veía incapaz de estar quieta, callada y sentada cuando estaba
bastante claro que la situación estaba superando (y mucho) a los residentes
permanentes y habituales de Crawford Mansion.
Además de que tampoco eran tareas muy
difíciles de realizar y por eso, no tenía que partirse el lomo mientras que las
ejecutaba. Y por otra parte, existía otro motivo muy poderoso para hacerlo
(puesto que nadie es altruista completamente): ese era que Christian la estaba
viendo y, estaba segura de que en cuanto visitara a solas a Penélope después de
que hubiese tenido al bebé, él mismo sería el encargado de pedirle un tiempo
extra para que continuase ejerciendo de correctora de los artículos de
Christina; tal y como había venido haciendo en ocasiones puntuales durante los
últimos tres años.
¡Ding dong!
El timbre sonó nuevamente.
Pero era tal el escándalo de veces y risas
mezcladas entre sí en uno de los dos saloncitos del té de la casa (lugar
designado y establecido como sala de espera de manera completamente casual y
fortuita) que pareció que nadie a excepción de ella lo escuchó.
“Parece ser que ahora me toca también ejercer
de mayordomo” pensó con disgusto mientras se encaminaba hacia la puerta
principal. “Esto le costará a Penélope la pérdida de un mes del puesto de
redactora” pensó. “No” se contradijo inmediatamente. “De tres” rectificó. “Sí.
Tres meses” repitió con firmeza.
Tan concentrada en su hilo de pensamientos y
bastante feliz ante la perspectiva que éstos le deparaban fue Sarah Parker a
abrir la puerta que solo aterrizó en el mundo real cuando levantó la vista y
descubrió quiénes eran los visitantes que acababan de llamar al timbre.
Aterrizó de manera muy dolorosa además pues
la sonrisa desapareció inmediatamente de sus rostros, abrió mucho los ojos por
la sorpresa y perdió dos tonos de su color de piel habitual adquiriendo ésta un
tono lechoso.
Pero ¿quiénes eran estos visitantes que
habían provocado estos cambios corporales tan grandes en Sarah y que además
también habían provocado que las piernas le flaquearan y que se agarrase con
tanta fuerza a la puerta que los nidillos de sus manos se distinguían con total
claridad?
Ni más ni menos que el matrimonio Appleton.
Mattheus y…Rosamund Appleton.
Rosamund Appleton; a quien no había vuelto a
ver desde los “incidentes” y encontronazos de la fiesta de los Mushroom. Sobre
todo, porque había sido ella quien se había encargado de evitarla.
Misión realizada con éxito hasta ese momento.
¡Menudo momento para reencontrarse!
No solo a ella se le
notó que el reencuentro había sido del todo inesperado. A la otra parte del
dúo; Rosamund, le ocurrió exactamente lo mismo.
Bueno, exactamente lo mismo no.
En su caso, la sorpresa pronto se transformó
en el grado sumo de enfado. Tanto, que si fuera humana y científicamente
posible, los rayos que en ese instante disparaban sus ojos, hubieran fulminado
a Sarah Parker en el mismo instante en que la vio.
-
Qué haces
aquí – exigió (que no preguntó) saber.
A Sarah le pareció estar viviendo un déja vú
con esta situación, ya que como en la fiesta de disfraces de los Mushroom la
mera presencia de Rosamund la aterrorizaba de tal manera que, por más que lo
intentara, era incapaz de pronunciar una palabra delante de ella.
“¿Se
está burlando de mí otra vez?” se preguntó una incrédula y bastante enfadada
Rosamund. “No será capaz…” añadió.
-
Contesta
– ordenó con tono militar. Pasado un tiempo y viendo que se negaba a decir nada
(certificando y conformando con ello la burla hacia su persona), Rosamund
perdió los últimos resquicios de la paciencia que le quedaban con la repelente
señorita Sarah Parker y volvió a decir: - Contesta inmediatamente – y esperó
antes de añadir: - Responde porque te recuerdo que puedo arrastrarte a la calle
y emplear ahí cualquier método para sonsacarte información – le advirtió con un
clarísimo tono de amenaza. – Así que, por tercera vez qué haces aquí - quiso
saber esta vez con un clarísimo tono interrogativo a su petición.
Suspiró antes de añadir: - Tú lo has querido
así – y dar un paso en su dirección.
La reacción instintiva de Sarah ante el acto
de Rosamund fue contener el aliento y retroceder dando un paso atrás. Sin
embargo, no fue lo suficientemente rápida porque ella le agarró del brazo y
comenzó a tirar de su manga hacia fuera.
Cuando ya se estaba quejando del futuro dolor
físico que iba a sentir por los más que probables golpes de Rosamund, una voz
masculina bastante seductora vino a salvarla.
-
Rosamund…
- dijo, con tono de advertencia provocando que la aludida se girara en su
dirección y la olvidara momentáneamente. - ¿Qué hemos hablado acerca de las
segundas oportunidades? – le preguntó Grey a modo de recordatorio.
-
¿Tengo
que recordarte que no debes prejuzgar a las personas por una mala experiencia
con ellas porque hay ocasiones en que las apariencias engañan? – le preguntó
con bastante rin tintín y algo de paternalismo mientras esperaba su respuesta.
Respuesta que fue un encogimiento de ojos, focalizando
ahora su furia ahora en Greyford (porque sabía que tenía razón; especialmente
en su historia común) y la liberación de Sarah.
Sonriente y satisfecho con su esposa, le dio
un beso en la frente antes de dirigirse directamente a Sarah Parker en nombre
de los dos:
-
Perdona a Rosamund. Han sido la preocupación y los
nervios los que han hablado por ella en ambas circunstancias -. Normalmente no
es así – añadió. – Es bastante simpática y agradable – le informó. – De hecho,
estoy seguro de que si pasarais algún tiempo juntas os caeríais bien y
acabaríais siendo amigas – concluyó, sonriente y satisfecho de sí mismo.
Sarah miró incrédula y enarcando una ceja de
sorpresa por la última afirmación de Grey a Rosamund y Rosamund la miró de
manera despectiva mientras ambas tenían el mismo pensamiento, que era el
siguiente:
“¿Amigas? ¡En la vida!” exclamaron horrorizadas ante la posible
perspectiva.
El clima de incomodidad que se instaló entre
los tres fue interrumpido inesperadamente por un chillido que mezclaba alegría
y alivio:
-
¡Rosamund!
¡Grey! ¡Por fin estáis aquí! – exclamó William mientras se acercaba en su
dirección; momento que aprovechó Sarah para desaparecer. - ¡Qué alegría! .
añadió. – Pero ¡pasad, pasad! – dijo, introduciéndoles en el interior de la casa
tirando de los brazos de ambos. Ya en el vestíbulo, añadió – Sed más que
bienvenidos a mi casa – justo antes de abrazar a Rosamund (para su total
perplejidad) y decir junto a su oído: - No sabes lo feliz que me hace el que
estés hoy aquí – y la estrechó contra él.
Rosamund alucinó con este gesto.
Tanto que se quedó en estado catatónico con
la mirada perdida y la boca lo más abierta que podía durante un buen rato.
Sabía de sobra que no era santo de la
devoción de William y que la consideraba la peor influencia posible para
Penélope así que no dejaba de preguntarse una y otra vez a santo de qué venía
este abrazo y esas palabras.
Al momento se separó de ella y les informó de la situación:
-
Verónica
y Katherine ya están aquí junto a Penélope y te están esperando, Rosamund por
no se qué pacto. Seguidme y os llevaré – dijo de forma atropellada y nerviosa
antes de dar un pequeño brinco y comenzar a andar delante de ellos.
-
¿Cuántos
cafés se ha tomado hoy? – le preguntó Rosamund
a Grey entre dientes mientras sonreía.
-
Ni idea
– le respondió él, imitando su forma de hablar. – Pero han debido ser más de la
cuenta. Está poseído – añadió.
-
Hablando
de otra cosa… ¿Acaba de abrazarme? – le preguntó Rosamund recelosa y aún
incapaz de creérselo mientras señalaba a William.
Grey asintió.
-
¿Hemos
sido conscientes de que acaba de abrazarme? – volvió a preguntar para confirmar
la noticia y acabar de creérselo.
Greyford volvió a asentir y añadió entre
dientes mientras ambos comenzaban a seguirle (porque en ese mismo instante William
se había girado en su dirección y les miraba con gesto contrariado al descubrir
que no se habían puesto en camino inmediatamente tras él). – No se lo tengas en
cuenta. Son los nervios del parto los que hablan y actúan por él -.
-
¡Ya
estoy aquí! – anunció Rosamund tras encajar la puerta.
-
Llegas
tarde – le reprochó Katherine aprovechando la única situación de sus vidas en
que por primera vez ella no era la tardona (y por tanto no la habían tenido que
esperar) para echárselo en cara; justo como había hecho con Verónica momentos
antes.
-
Aquí
estamos – anunció la señora Potter cortando con esta afirmación rotunda
cualquier tipo de amago o inicio de ronda de reproches entre ambas. – Bien, no
es la primera vez que nos reunimos para estos menesteres, pero sí la primera en
que Penélope es la parturienta – explicó. – Penélope; quien hasta ahora ha sido
mi ayudante en los partos – añadió y recalcó muy bien esta última afirmación. –
Lo cual me lleva a la siguiente pregunta: ¿quién va a sustituirla y ocupar su
puesto hoy? – les preguntó.
Como en todas las preguntas importantes que
requieren una respuesta inmediata, a este planteamiento siguió un largo e
incómodo silencio acompañado de unos cruces de miradas acusadoras entre ellas
para ver quién era la valiente que daba un paso al frente y se ofrecía como
voluntaria.
-
Pero
bueno – dijo la señora Potter bastante enfadada. - ¿Es que niguna de vosotras
se va a ofrecer voluntaria para ayudar a vuestra amiga? – les preguntó con tono
de reproche.
Nadie contestó y las miradas entre ellas continuaron.
-
Yo
ayudaría… - dijo Penélope levantando la mano y ofreciéndose. - …Pero no puedo,
dadas mis circunstancias personales actuales – añadió con tono de disculpa.
-
Yo no
puedo – replicó Rosamund inmediatamente. – Sabes de sobra que me horroriza la
sangre y que si la veo en abundancia vomito – añadió, tuteándola.
-
Y yo me
desmayo – aclaró Katherine acto seguido.
-
¿…Tengo….tengo
que ser yo? – preguntó Verónica tragando saliva y con deje lastimero en su voz
mientras se señalaba y sentía todas las miradas de la habitación fijas en ella.
– Pero… - titubeó. – Pero yo soy muy buena calmando, tranquilizando y dando
consejos – explicó. – A la hora de actuar… ¡no sirvo para nada! – exclamó a
punto de echarse a llorar.
-
Pues tú
me dirás – dijo la señora Potter. – No queda de otra que seas tú, Verónica –
añadió. – A no ser que ahora mismo y como caída del cielo venga algún
voluntario dispuesto y deseoso a ayudarme… - dejó caer en tono irónico,
dándoles a entender con estas palabras lo disgustada y decepcionada que se
sentía con ellas ante su incapacidad para prestarle su ayuda.
Justo en ese momento la puerta de la
habitación se abrió y Sarah Parker hizo su entrada triunfal en ella.
Una Sarah Parker que había decidido ir a la
habitación del alumbramiento únicamente para informar a Penélope de que se
marchaba a casa ahora que su presencia allí era totalmente innecesaria (pues ya
habían llegado todos aquellos cercanos al matrimonio y ahora los hombres se
encargaban de acompañar y tranquilizar a William; que hiperventilaba en la
espera).
El motivo de ir a
despedirse personalmente con la anfitriona en circunstancia tan poco habituales
respondía a u premisa de buena educación. Buena educación no reñida con el
origen o procedencia social de ninguna persona.
-
Pero bueno
y ¿ahora qué quieres? – le preguntó Rosamund envarada y encarándose con ella
desde que entró por la puerta.
-
Yo…yo…yo…yo…yo
solo venía a despedirme de Penélope
tartamudeó ella como respuesta. – Y…y… y a desearle que… tenga un parto
rápido y lo más indoloro posible – añadió.
-
¡Gracias!
– exclamó Penélope sin despegar la espalda del colchón de la cama donde estaba
tumbada y con las piernas abiertas, pues conocía de sobra las reacciones,
acciones y medidas de miss Potter si llegaba a levantarse dos milímetros de él.
-
Entonces,
ya me voy – dijo enfilando la puerta.
-
Espera
un momento – ordenó miss Potter, provocando que se girara nuevamente en su
dirección. – Yo te conozco – afirmó señalándola. - ¿No eres tú la chica que de
vez en cuando ayuda al doctor Phillips en alguno de sus partos más complicados?
– le preguntó.
Sarah asintió antes de ofrecerle la mano y presentarse oficialmente
ante ella:
-
Sarah
Parker. Para servirla – dijo. – Encantada – añadió.
Pero la señora Potter no le agarró la mano
para apretársela y devolverle con ese gesto el saludo sino que se lanzó a
abrazarla y a estrecharla contra sí:
-
¡Gracias
a Dios! – exclamó, sin dejar de plantarle besos por todo el rostro.
-
La
señora Potter se ha vuelto loca – murmuró Katherine.
-
¿Qué? –
quiso saber Penélope. - ¿Qué? – repitió. - ¿Qué pasa? – preguntó.
Harta de ser ignorada deliberadamente ironizó:
-
Apreciaría
enormemente que me informarais acerca de lo que está sucediendo en la
habitación cuando yo no puedo verlo según mi posición actual -.
-
He
encontrado a mi ayudante de partera – anunció la señora Potter feliz,
provocando sorpresa general en todas las mujeres del habitáculo.
-
¿Qué? –
graznaron al unísono Rosamund y Sarah Parker, motivo por el cual Rosamund
volvió a mirarla con odio.
-
No
pienso repetirlo lo que todas habéis escuchado a la perfección – les informó
con tono maternal. – Y dado que ninguna tiene las agallas suficientes como para
ayudarme hoy, no me ha quedado de otra que buscar ayuda externa – les reprochó.
– Ella – apostilló.
-
¡Ella no
puede ser vuestra ayudante! – exclamó Rosamund con evidente desdén hacia su
persona.
-
Al
contrario Rosamund – le rebatió la señora Potter. – Ella será mi ayudante
porque ya ha hecho este trabajo antes – añadió. – Y de una manera excelente –
les informó.
-
Yo seré
la encargada de proporcionarle las toallas limpias y retirar las sucias –
anunció Rosamund de forma solemne como única opción ante la creciente envidia
que sentía porque una don nadie como Sarah Parker fuera más fuerte que ella en
cuanto a la tolerancia hacia la sangre se refiere y que por este mismo motivo
ella fuese la ayudante del parto. Un puesto que ( a falta de la presencia de
sus hermanas o su madre) le correspondía a ella por derecho propio.
Afirmación que provocó recelo e incredulidad
en todas, dado que era bien conocido por todas la facilidad y capacidad de
vómito de Rosamund ante el mero hecho de la visualización de la sangre.
-
Muy bien
entonces – dijo una no muy convencida señora Potter acerca del desenlace que
este nuevo giro de acontecimientos provocaría en la situación inicial y
principal, satisfecha e inconsciente del pique existente entre las dos mujeres:
- Repartíos los puestos, esto puede comenzar – concluyó dando una palmada a
modo de orden.
Y así fue como la señorita Sarah Parker;
quien lo único que había querido desde que el mayordomo de los Crawford había
puesto un pie en la casa a su regreso de la carrera desde el Palacio de
Westminster (descubriéndola allí a ella antes que a ningún otro de los
“invitados” al parto y por tanto, conociendo su presencia de antemano a este
hecho) era salir huyendo a toda carrera y evitarse una reprimenda de
proporciones épicas, se vio implicada y metida de lleno en una situación donde
no solo compartía un reducido espacio con su mayor “enemiga” sino que encima,
para que ésta tuviese una buena conclusión y fin ¡debían trabajar codo con
codo! ¡Horror!
-
¿Ves? –
le preguntó Penélope a Rosamund con tono de reproche. – Al final va a resultar
que nos ha venido bien la presencia de Sarah Parker aquí – concluyó sonriente.
Un bufido fue la respuesta de Rosamund antes
de alejarse de la cabecera de la cama y ocupar su nueva posición junto a la
señora Potter.
-
Ahora
Penélope es cuando tienes que empujar – le recomendó la señora Potter.
Y Penélope empujó, empujó y empujó y gritó
una, otra y otra vez… para nada; ya que de su interior no salía nada.
Conclusión: una pérdida total de tiempo porque sus intentos no
sirvieron para nada.
En realidad sí que sirvió para algo.
Para dos cosas en concreto: para que Penélope
se dejase la garganta con tanto grito y para que a William le diese más de un
amago de infarto y le crujiesen las rodillas como a un anciano de tantas veces
como se levantó y se sentó. A esto último contribuyó (y bastante) su hermano
Christian con frases del tipo: “¡Uf! Esa
parece dolorosa!” que no ayudaban nada a calmar su ya de por sí desbocado
corazón (hoy más que de costumbre por la mezcla explosiva de los dos cafés, los
tres whiskies y el habano que se había fumado en lo que llevaba de mañana y
tarde”.
Frases de este tipo estaban seguidas de unas
miradas de furia asesina hacia él por parte de su hermano. Afortunadamente, ahí
estaban Jeremy y Grey; sus hombres en la dulce espera, cuya función principal
era calmar y prestar apoyo moral (sobre todo porque ambos ya habían pasado por
ese “trance”).
-
No
volveré a tocarla nunca – murmuró para sí, aunque fue perfectamente audible
para todos los presentes. – Juro que no volveré a tocarla nunca – repitió
mientras lo negaba también con la cabeza para darle más énfasis y credibilidad
a sus palabras. – Y así no volveré a tocarla nunca – añadió con firmeza,
intentando autoconvencerse de ello.
-
Está
gritando – dijo Jeremy. – Pero no sabemos si se queja de dolor o porque es instintivo
– añadió.
Dicho comentario provocó risas e incredulidad
entre el resto de hombres. Pero Jeremy había pronunciado esas palabras con
perfecto conocimiento de causa y basado en sus propias experiencias vitales; ya
que en los dos partos de sus esposa Verónica, ella no solo había gritado sino
que habían salido de su garganta todo tipo de insultos, improperios y palabras
malsonantes a todo y todos.
Justo al contrario que Penélope; quien
gritaba pero no emitía palabra, para desconcierto de todos.
Mismo pensamiento que compartían todas las
mujeres de la habitación que la estaban asistiendo en el parto; especialmente
Verónica (muy sorprendida) y Rosamund (tremendamente orgullosa). Sabían que le
dolía por los gritos, pero ella no soltaba ni una palabra que lo manifestase.
Y era cierto.
El cuerpo de Penélope estaba sacudido por el
dolor, sus respiraciones eran irregulares y en ocasiones, no se veía con la
suficiente fuerza y capacidad como para abastecer del oxígeno necesario a su
cuerpo mientras las contracciones seguían viniendo (a cada cual más dolorosa).
-
Empuja –
ordenó la señora Potter.
-
No puedo
– respondió Penélope de inmediato. – Me duele – informó. - ¡Me duele mucho! –
exclamó apretando y arrugando el extremo de su almohada.
-
Empuja –
reordenó la señora Potter.
-
He dicho
que me duele… ¡maldita sea! – exclamó. - ¡Demonios! – añadió, quejándose.
-
Pues
quéjate – le dijo Verónica, limpiándole el sudor de la frente. – Si ello te
alivia, hazlo – añadió dulcemente.
-
¿Puedo?
– preguntó Penélope gratamente sorprendida con una sonrisa que le iluminó el
empapado de sudor rostro.
-
¡Claro
que puedes! – exclamó Verónica echándole el flequillo hacia atrás. - ¿Es que no
recuerdas como yo lo hacía? – le preguntó.
-
Pero… -
empujó. – Yo pensaba que… - empujó. - …Tenía que… - empujó. – Pedir permiso –
concluyó con un nuevo empujón.
-
¡Insulta
Penélope! – le ordenó Katherine con un leve apretón en la pierna.
-
¿Qué? –
preguntó ella contrariada.
-
¡Insulta!
– repitió Sarah Parker con un grito.
-
-
¡Joder! ¡Cómo me duele! – gritó Penélope. - ¡No volverá a tocarme nunca! –
añadió con firmeza y decisión gritando también. - ¡Lo juro! – concluyó.
-
¡Cómo se
nota que sois un matrimonio compenetrado! – se burló Christian. – Hasta en
momentos como este os habéis puesto de acuerdo – añadió.
-
Me
molestan y duelen sobremanera tus comentarios y gracias, hermanito – dijo entre
dientes con una nueva mirada leal. – Así que cierra de una buena vez tu maldita
bocaza y deja de decir más puñeteras tonterías – añadió rechinando los dientes.
-
¿Qué te
duele? – le preguntó Christian poniéndose en pie mientras se acercaba a su
hermano. - ¿Qué te duele? – volvió a
preguntarle enfadado e incapaz de creerse las palabras que acababa de
pronunciar su hermano. - ¿A ti? – le preguntó. – Dolor es lo que está sintiendo
Penélope – le explicó. – Porque, por si lo has olvidado en algún momento de tu
espera, te recuerdo que ella está intentando expulsar de dentro un pequeño ser
cuya cabeza tiene el tamaño del la miniatura del globo terráqueo que me
regalaste por mi decimoctavo cumpleaños – añadió. – Eso es dolor, no lo que tú
dices sentir – apostilló en defensa de su amiga.
Viendo que el ambiente en ese habitáculo estaba comenzando a crisparse,
Jeremy dijo:
-
Calma,
calma – y enfatizó sus palabras con suaves y lentos movimientos de sus manos. –
Christian, no han sido las palabras más oportunas para esta ocasión – dijo
primero, regañando y mirándole fijamente; pues conocía de primera mano cómo se
sentía su amigo: - Y William, relájate – le ordenó. – En poco tiempo ¡vas a ser
padre! – añadió feliz.
Ambos hermanos (uno a cada lado de la sala)
mellizos reaccionaron de la misma manera: enfurruñándose y cruzándose de
brazos; negándose en rotundo a hablar y disculparse con el otro.
-
¡Muy
bien Penélope! – le felicitó Sarah Parker. – Continúa insultando – le dijo. –
Parece que ya se ve algo – añadió.
-
¡No…puedo!
– se quejó. . ¡No puedo más! – añadió exhausta.
-
¡Vamos
Penélope! – le animó Katherine.
-
He dicho
que no puedo – repitió mientras empujaba entre descanso y descanso de cada
palabra pronunciada y acabó tirada en la cama emitiendo un suspiro, señal de
que el dolor le había concedido una tregua. - ¡Dios! – se volvió a quejar
frotándose la frente. - ¡Haced que pare! – les exigió a sus amigas con gritos.
-
No
podemos Penélope – le dijo la señora Potter con tono comprensivo. – Esto solo
puede acabar gracias a tu intervención – le explicó. – Y para eso necesitamos
que empujes – añadió.
-
¿En
serio? – les preguntó ella con un hilo de voz y cara de pánico. - ¿Aún no se ha
inventado nada para ayudar a reducir el dolor del alumbramiento? – preguntó,
incapaz de creérselo mientras se enfadaba y maldecía mentalmente. - ¿Ni
siquiera Grey? - preguntó mirando
directamente a Rosamund, esperanzada y con muecas de dolor.
Rosamund negó de manera casi imperceptible, avergonzada.
Penélope bufó.
Justo antes de que Sarah Parker le regañara nuevamente.
-
¡Penélope!
– le gritó, llamando su atención. - ¿Quieres maldecir como te he dicho que
hagas? – le preguntó enfadada.
Como reacción ante una contracción bastante
dolorosa, Penélope se incorporó de inmediato y le dijo con tono bastante
amenazante y agresivo:
-
¡He
dicho que no! – exclamó. – ¡No voy a permitir que las primeras palabras que
escuche mi bebé al venir al mundo sean palabrotas! - añadió. – Tengo una
educación y una cultura y estoy bastante orgullosa de ellas – dijo con
satisfacción. – Así que no importa el tiempo que me lleve echar al niño de aquí
o lo exhausta que me deje, he dicho que no volveré a maldecir otra vez y eso es
lo que voy a… ¡Oh! – gritó retorciéndose (entendiéndose retorcerse a los
movimientos que los poderosos brazos de la señora Potter le permitieron) -
¡Demonios! – exclamó. - ¡Mierda! – acabó por gritar finalmente. - ¡Cómo
duele! - concluyó tocándose la barriga
mientras gruñía y empujaba bastante enfadada consigo misma tras haber
incumplido su promesa.
-
¡La
cabeza! – exclamó la señora Potter dando palmadas de alegría. - ¡Veo la cabeza!
– repitió.
-
¿La
cabeza? – preguntó Katherine extrañada. - ¿La cabeza de qué? – volvió a
preguntar.
-
¿De qué
va a ser Katie? – le preguntó una exasperada Rosamund; quien observaba junto a
la señora Potter, Sarah Parker, Verónica y la recién incorporada al grupo
Katherine (lo cual significaba que las dos últimas habían abandonado su lugar
junto al cabecero de la cama) - ¡De ternera! – añadió irónica e incapaz de
creerse que hubiese hecho esa pregunta después de tres partos.
Sin embargo, se calló al momento para
observar cómo gracias a los solitarios empujones de la inesperada fortaleza de
Penélope, el bebé salía poco a poco del interior del cuerpo de su madre hasta
que finalmente, lo hizo.
Así al menos lo hicieron patentes sus sonoros berridos.
Berridos que fueron audibles incluso en la
sala donde los hombres esperaban (im)pacientemente y que provocaron que todos
se levantasen de golpe de sus respectivos asientos y comenzaran a gritar y
jalear, para acabar fundiéndose en un abrazo de felicitación colectivo de
grupo.
Algo parecido estaba sucediendo en la
habitación del parto, donde, desde el mismo instante en que el bebé salió por
completo del interior del cuerpo de Penélope, se olvidaron completamente de su
presencia y comenzaron a atender, cuidar y mimar a la (sudorosa, maloliente y
muy dolorida) madre recién parida.
Solo dejaron de mimarla cuando notaron una mirada penetrante y fija
sobre ellas.
Cuando levantaron la vista…
Efectivamente, ahí estaba la señora Potter de
brazos cruzados bufándolas y con evidente cara de disgusto.
Ante el repentino
silencio, Penélope exigió saber qué estaba ocurriendo. Cara de preocupación que
aumentó al descubrir el gesto de la señora Potter ya que, inmediatamente lo
relacionó con el bienestar de su bebé. Por eso, a la espera de que hablase y lo
explicara, se colocó varios almohadones justo detrás de su espalda (zona del
cuerpo que le dolía sobremanera al estar tanto tiempo seguido tumbada).
-
¿Se
puede saber qué he hecho yo para merecer esto? – les preguntó enfadada.
Las cuatro amigas intercambiaron miradas de
incomprensión de la situación y, la vez, enarcaron la ceja para instar con ese
gesto silenciosamente a que continuara hablando.
-
¿Por qué
todos vuestros bebes son niñas? – preguntó en voz alta lo que en realidad era
una pregunta retórica. - ¿Cuándo pensáis tener niños? – les preguntó ahora en
un clarísimo tono de reproche. – Os recuerdo que los ducados de los que sois
duquesas necesitan herederos para continuar vigentes – les dijo, señalándolas
con el dedo. - ¿Y qué es necesario para
eso? – les volvió a preguntar. - ¡Herederos! – se autorespondió con aspavientos
de los brazos. - ¡Herederos varones! – recalcó. – He atendido ya cuatro partos
vuestros con este y ¿cuál ha sido el número de niños varones? – preguntó con
cierto rin tintín. – Cero – volvió a autoresponderse. - ¡Cero! – exclamó
nuevamente.
-
¡Eh! –
exclamó Rosamund indignada al darse por aludida. – Créame cuando le digo señora
Potter que tanto mi marido como yo nos ponemos con ello seriamente y a diario –
le informó señalando ahora ella con el índice. – Eso depende de otros muchos
factores – informó. – Así que ¡no nos venga ahora con reprimendas sin sentido e
innecesarias! – exclamó harta.
-
¿Es una
niña entonces? – preguntó Verónica ensanchando la sonrisa a medida que iba
añadiendo palabras a la pregunta.
La señora Potter asintió tras un momento de
suspense y los gritos y felicitaciones a Penélope se sucedieron Una Penélope que asentía y sonreía satisfecha
y bastante orgullosa consigo misma en este aspecto. En realidad, con todo lo
relacionado con el parto en general, mientras su mente repetía una y otra vez:
“Amanda”.
Nombre que, a más repetía, más le gustaba.
“Pero ¿dónde está la pequeña Amanda?” se
preguntaba. “¡Quiero verla!” exigió mentalmente mientras miraba de forma
nerviosa a todos lados, buscándola con la mirada.
-
Sarah la
está lavando y ahora mismo la traerá – le informó la señora Potter respondiendo
a su pregunta no planteada.
-
¿Eso
significa que en cuanto la vea y compruebe que está completamente sana puedo
salir a informarles de la noticia? – preguntó Katherine levantándose de un
salto de la cama mientras la miraba con un brillo esperanzador en la mirada.
El asentimiento de la señora Potter provocó
que Katherine diera chillidos, grititos y saltitos de alegría y que sus ganas
de conocer a la nueva bebe Crawford de nombre desconocido se disparasen.
Por eso, las miradas
estaban fijas en Sarah y en el pequeño bebé cuando ambas regresaron a la
habitación.
Sintiéndose el centro
de atención, Sarah se concentró y autobligó a no ponerse nerviosa mientras se
acercaba. Este era el motivo por el cual caminaba mirando fijamente al suelo
sin apartar la vista de él ni un instante durante su recorrido.
En el preciso segundo
en que levantó la vista, casi le da un patatús. Patatús que a su vez provocó
que diera un pequeño traspiés.
-
¡Ahhhh!
– fue lo único que salió de su boca.
-
¿Qué?
¿qué? ¿qué? ¿qué? – preguntaron las cuatro la vez acercándose a ella y
exigiendo de inmediato una respuesta.
-
Ot…ot…ot…otr…otra…ccc…cccc…cccab…ca…ca…ca…cabe…cabeza
– consiguió decir finalmente tras el ataque más grave de tartamudez nerviosa
que había sufrido hasta ese momento y señalando también directamente a Penélope
con su dedo índice.
Las cuatro mujeres siguieron la dirección que marcaba el dedo de Sarah
Parker y…
¡Otra cabeza estaba saliendo del interior de Penélope!
Lo cual solo podía significar una cosa: ¡que
iba a estrenarse en la maternidad por partida doble!
-
¡Eh!-
exclamó Penélope focalizando su atención momentáneamente en su cabeza y no en
la del futuro bebé a salir. - ¿Podrías dejar de observarme la vagina
directamente, por favor? – les preguntó, rechinando los dientes.
Todas contuvieron el aliento mientras se
acercaban a ella en silencio y boquiabiertas por el “descubrimiento”. En el
trayecto chocaron, se golpearon, trastabillaron e incluso algunas cayeron antes
de volver a ocupar las posiciones que habían tenido durante el parto del bebé
niña; para total desconcierto de Penélope quien, no entendía el excéntrico
comportamiento de sus amigas durante los últimos diez minutos.
Verónica se arrodilló a su altura, le agarró
la mano y se la apretó con fuerza antes de decirle suavemente:
-
Penélope
cariño, tienes que volver a empujar – e hizo un descanso antes de añadir: - Vas
a tener otro bebé -.
-
¡¿Qué?!
– preguntó gritando a causa del pánico que se había apoderado de ella. - ¡No! –
exclamó inmediatamente. - ¡No! – repitió. – No, no, no, no, no, no, no, no, no,
no, no – añadió mientras negaba compulsivamente a una velocidad de vértigo
reflejando el estado de nervios en el que se hallaba en ese instante. ¡Eso es
imposible! – volvió a exclamar con el mismo tono de pánico del principio,
aunque sabía de más y de sobra que el parto de dos bebés era justo lo que le
estaba sucediendo.
Ahora todo encajaba y cobraba un nuevo sentido a sus ojos.
Por eso no habían funcionado ninguno de sus
múltiples y variados intentos y métodos con los que había intentado averiguar
previamente el sexo de su bebé. Y lo que habían arrojado algo de luz en este
sentido le habían mandado mensajes contradictorios.
Ergo, el nuevo bebé que estaba por salir iba a ser niño
Esta revelación provocó que comenzase a
gimotear y sollozar desconsolada, maldiciendo continuamente su “mala” suerte.
-
¡Ay! –
se quejó. – Yo no puedo tener otro bebé – añadió. – Ni siquiera sé si voy a
saber hacerme cargo de uno ¿Cómo me voy
a ocupar de dos a la vez? – les preguntó mientras sollozaba de manera aún más
desconsolada y se sacudía con ligeros espasmos a causa del llanto.
-
¡Eso es
Penélope! – la animó Sarah Parker. - ¡Sigue llorando! – exclamó. - ¡con tus
sollozos y espasmos estás contrayendo el estómago y el bebé está saliendo poco
a poco! – concluyó, sonriente.
Penélope detuvo su llanto de inmediato y con ello dejó de empujar.
-
¡No! –
graznó. - ¡no quiero dos hijos de golpe! – exclamó, rompiendo a llorar por
segunda vez (aunque esta vez de manera involuntaria, sabiéndose superada por la
situación y agobiándose cada vez más por este motivo).
-
Ya es
demasiado tarde – le informó la señora Potter. – Tiene la cabeza fuera –
añadió.
-
¿Sí? –
preguntaron todas reasomándose a la entrepierna de Penélope.
Incluso la propia madre hizo movimientos y
contorsiones con la esperanza de vislumbrar mínimamente algo (y rezar porque no
fuera cierto).
-
¡Vaya! –
exclamó Sarah Parker. – Es grande – añadió observando atentamente el tamaño de
la cabeza del otro bebé y compararlo con el de su hermana.
-
Llama al
doctor – ordenó la señora Potter de
inmediato a Sarah Parker con voz firme y autoritaria.
-
¿El
doctor? – preguntó Sarah frunciendo el entrecejo.
-
El
doctor – repitió la señora Potter con un asentimiento de cabeza. - El doctor que estoy segura que William ha
contratado para el parto de Penélope aunque sabía de más y de sobra que yo iba
a ser la encargada de atenderlo – añadió. – Corre – ordenó. – Ve – instó.
Sarah hizo lo que le pidieron y salió
disparada hacia el saloncito de té. En cuanto entró en él (y no por cortesía)
todos los hombres se pusieron en pie, convirtiéndose en el centro de sus
miradas. Miradas que ella ignoró deliberadamente y, sin abrir la boca, comenzó
a observar de forma concienzuda a todos y cada uno de los hombres presentes en
la sala.
Fue una suerte para ella que los conociese
(aunque fuese mínimamente) de ocasiones anteriores, ya que si no hubiese tenido
que abrir la boca y pedirles que se identificaran (dándoles pie con ello a que
la acribillasen a preguntas. Preguntas que ella no iba a responder de ninguna
de las maneras). Afortunadamente, sólo había un hombre en la habitación al que
jamás había visto en su vida y por tanto, solo él podía ser el doctor.
Continuando con el comportamiento silencioso
y excéntrico que tuvo desde que entró por la puerta, de forma precipitada le
agarró del brazo y ambos salieron corriendo de vuelta a la habitación del
alumbramiento.
- Oh oh – fueron las palabras de presentación
del doctor cuando entró allí y observó la cabeza incrustada entre las piernas
de Penélope.
- ¿Oh oh? – preguntó Penélope. - ¿Cómo que oh
oh? – añadió, comenzando a preocuparse. - ¿Qué demonios está pasando? – quiso
saber.
- ¡Nada cariño! – exclamó la señora Potter,
mintiéndole para intentar tranquilizarla. – En este caso oh oh es algo bueno –
se inventó mientras le acariciaba la cara y volvía a apartar el flequillo de su
frente.
- ¡No me tome por estúpida señora Potter! –
le replicó ésta enfadada, mirándole a los ojos directamente con los suyos fuera
de sus órbitas. – El hecho de que esté de parto de mi segundo hijo y de que
apenas me queden fuerzas en el cuerpo no significa que haya perdido un ápice de
mi inteligencia y oh oh siempre significa algo malo – concluyó su elocuente
argumentación. – Así que ¿qué está pasando? – volvió a preguntar.
- Tienes razón Penélope – le respondió el
doctor, convirtiéndose en el centro de atención de todas. – Es malo – añadió. Y
con esta añadidura todas pusieron cara de horror. – Pero me he visto en
situaciones peores y las he solucionado con éxito, así que no tienes de qué
preocuparte – las tranquilizó. Y tras esas palabras se quitó la chaqueta, se
subió las mangas de su camisa, se lavó las manos, se las secó y se acercó con
decisión a Penélope.
- ¿Qué va a hacer? – le preguntó Katherine a
Verónica entre susurros.
- Ni idea – le respondió ella con un encogimiento de
hombros, - Pero estoy segura de que no me va a gustar verlo – añadió mientras
se mordía el labio con expresión de repulsión y asco en el rostro.
Efectivamente.
Verónica no se equivocaba en su
presentimiento, ya que la solución y remedio que puso el doctor a la situación
viendo lo increíblemente dilatada que estaba su paciente y que ni aún así su
bebé conseguía salir del todo, fue introducir poco a poco la mitad de los dedos
índices de ambas manos y con ellos al sacarlos lentamente, traerse consigo al
bebé.
-
¡Ay! –
se quejó la parturienta. - ¿Por qué me da la sensación de que tengo algo dentro
de mí? – les preguntó a sus amigas.
Ninguna respondió.
Ya que si lo hacían tendrían que explicarle
que no era una sensación y que realmente lo que estaba sucediendo era el
asqueroso espectáculo que ellas estaban viendo con sus propios ojos.
Tan asqueroso que Rosamund acabó vomitando (y
por primera vez no porque hubiera mucha sangre), con el consecuente olor que
ello acarreó.
¿Por qué decidieron no informarla?
Porque si lo hacían ella entraría en pánico y
comenzaría a retorcerse de incomodidad y también para comprobar con sus propios
ojos qué era exactamente lo que estaba haciendo el doctor con los dedos dentro
de ella.
Movimientos que, dada la complejidad y lo
delicada de la situación en la que se encontraba su hijo, no eran los más recomendables.
Para tranquilidad de todos, el doctor cumplió
con su palabra y la solución de emergencia de la situación duró mucho menos
tiempo del que todas habían pensado en un principio, siendo un éxito rotundo.
¿Cómo llegaron a esta conclusión?
No hacía falta ser muy listos.
Sobre todo y especialmente cuando se escuchó
el poderoso llanto acompañado de unos berreos de igual potencia saliendo
directamente de la garganta del bebé.
-
Enhorabuena
señora Crawford – la felicitó el doctor. – Acaba usted de tener un niño
precioso y perfectamente sano – añadió, mostrándoselo (aún con restos de
sangre) Acción para la cual Penélope tuvo que incorporarse y apoyarse sobre sus
codos.
Cuando posó su mirada sobre él y le sonrió
(casualidad, cansancio, ambas o ninguna e incluso porque se diera la opción de
que su hijo fuera más inteligente que el resto de los bebés) el niño se calló.
El escuchar nuevamente el llanto del bebé
hizo que los hombres de la sala alcanzaran nuevos niveles de alarmismo.
-
¿Es
normal que el recién nacido llore dos veces seguidas tras nacer? – les preguntó
William a los hombres que habían sido padres allí presentes.
Cierto.
A priori podría parecer una pregunta estúpida
pero él no tenía la culpa de la escasez de información con la que partía.
La culpa era de eso precisamente: de la falta de información.
Se había vuelto loco y
por más que había buscado y rebuscado entre sus propios documentos, las
bibliotecas de otros nobles británicos e incluso de algunos extranjeros y…nada.
No había encontrado ni un solo documento o
mención acerca de este tema en absoluto. Un error garrafal en su opinión, ya
que este tipo de libros destinados al público masculino serían bastante útiles
para todos.
¿Es que nadie había sido consciente de la
incapacidad e inutilidad de los hombres durante todo el proceso y desarrollo
del embarazo y especialmente en ese instante; donde no podían estar presentes
por no se sabía qué estúpido tabú sexual?
Seguro que sí.
Y si no lo habían hecho, deberían.
Él mismo se encargaría de proponerlo.
A cualquiera que tuviera talento para escribir.
A su hermano Christian.
Y con eso de paso, contribuiría a mejorar su economía.
Sí.
Se lo diría a Christian.
Seguro que le encantaría la idea.
-
¡Un
niño! – exclamó la señora Potter inmediatamente feliz, dando una palmada y
mirándolo con orgullo. - ¡Un niño! – repitió.
-
¡Caray
señora Potter! – dijo Rosamund. – Si antes nos lo echa en cara, antes sucede –
añadió.
-
Un niño
– repitió Penélope para sí, suspirando de alivio, tumbándose en la cama y
cerrando los ojos.
-
El duque
se mostrará bastante satisfecho cuando le comunique la feliz noticia del
nacimiento de su primogénito – asintió el doctor complacido.
-
Querrá
decir el nacimiento de sus dos hijos – le corrigió Sarah Parker señalando la
cuna donde la pequeña recién nacida dormía plácidamente y dejaba al doctor
alucinando por la revelación.
-
¡Ah no!
– exclamó Katherine. -¡De eso nada! – añadió enfadada. – Ese privilegio me
corresponde a mí por derecho y acuerdo común desde hace tres años, así que seré
yo quien le informe de las buenas nuevas – dijo Katherine autoseñalándose. –
Como he hecho siempre – concluyó.
Después de cortarle el cordón umbilical al
bebé varón, limpiarlo y colocarlo junto a su hermana; quedando los dos dormidos
profunda y tranquilamente, los adultos se dispusieron a abandonar la habitación
para comunicarle las buenas nuevas al resto de adultos presentes en la casa.
Ahí fue cuando se dieron cuenta de la sangre.
Un hilillo de sangre que manaba del interior de Penélope.
Una Penélope a la que por más que lo
intentaron, fueron incapaces de despertar o conseguir siquiera que abriera los
ojos, hiciera algún gesto tranquilizador o respondiera a las preguntas que le
plantearon.
-
¡Mierda!
– maldijo el doctor mientras se agachaba, desarropaba y volvía a subirle hasta
la cintura la falda del camisón de Penélope para cerciorarse de que
efectivamente, la parte del cuerpo de Penélope de la brotaba la sangre era el
interior del útero.
Lo cual solo podía significar una sola cosa: tenía un pequeño desgarro
allí.
Desgarro producido al desprenderse de mala
manera la placenta del segundo de los bebés; algo muy común en los partos (y
también muy grave en algunos casos, pudiendo llegar a producir fiebres
puerperales[13]
e incluso la muerte de la recién parturienta).
Patología común en la que él no podía hacer nada al respecto.
Por más que él lo intentara (que lo hizo; de
hecho estuvo más de media hora intentando cortar completamente la hemorragia
interna), ésta solo se curaría por completo dependiendo de la fortaleza de la
propia madre afectada.
Una madre que, en este caso estaba agotada a
causa de traer a dos bebés al mundo en muy “poco” (entendiéndose como poco al
establecer comparaciones temporales con otros partos; especialmente con los de
Verónica, según propias palabras de la señora Potter) tiempo en traerlos al
mundo: eran poco más de las once de la noche (y Penélope había comenzado a
sentir los primeros “gases” justo doce horas antes).
En tromba fue como entró el grupo de mujeres
en el saloncito de espera (y del té) donde estaban los hombres. Hombres que
reaccionaron y actuaron de la misma manera que en las veces anteriores; es
decir, se pusieron en pie para recibirlas.
Solo que en esta ocasión, aquellos hombres
que estaban casados se dirigieron hacia sus esposas, las estrecharon contra
ellos y las reconfortaron.
Katherine Gold se sintió la protagonista de
un déja vú (o un viaje en el tiempo
hasta hacía casi un año atrás cuando Rosamund tuvo a su hija) y donde, como
hoy, estaba completamente sola en una habitación llena de gente.
Como no le gustaba nada no ser el centro de
atención, rápidamente abrió la boca para felicitar a William antes de arrojarse
sobre él:
-
¡Enhorabuena
milord! ¡Ya habéis sido papá! – añadió. - ¡De dos bebés! – gritó, aplaudiendo y
dando saltitos.
-
¿Dos bebés?
– preguntaron los cuatro hombres al unísono.
Mucho más feliz, contenta y satisfecha porque las cosas hubieran vuelto a su lugar y
ella se convertía de nuevo en el centro de atención de la habitación (lugar
para el que había nacido sin duda), Katherine asintió vigorosamente antes de
repetir:
-
Sí, si.
Dos bebés -. – Un niño y una niña – añadió.
William se mareó ligeramente ante el exceso
de información de forma tan repentina e inesperada. Mareó que aumentó hasta el
nivel de gravedad en pocos segundos y por el cual, su cara se tornó blanca como
la leche (que tanto le desagradaba) y boquiabierto, tuvo que sentarse para
evitar caer y golpearse la cabeza o cualquier parte de su anatomía contra el
suelo.
-
¿D…dd…ddd…dddos…b…bb…bbb…bbbe….bbbebbbeés?
– terminó por preguntar. – O sea, a ver si lo entiendo – dijo, apartándose el
sudor frío de la frente con el pañuelo. – ¿Lo que estás intentando decirme es
que…?-
-
Ajá –
asintió ella, confirmando la noticia por tercera vez consecutiva. – El ducado
de Silversword ya tiene a su próximo heredero -.
-
¡Tengo
dos bebés! – gritó William poniéndose de pie de un salto y levantando los
puños. - ¡Tengo dos bebés! – repitió mirando a su hermano Christian, quien
correspondió a la noticia con un gran abrazo.
Gran abrazo durante el cual dieron una vuelta
completa con saltos y donde Christian aprovechó para susurrarle con una gran
sonrisa cómplice:
-
A
Christina le va a encantar publicar la noticia en exclusiva -.
-
¡Tengo
dos hijos! – gritó el feliz papá por tercera vez extendiendo los brazos para
hacérselo patente al resto de los presentes de la sala.
-
¡Enhorabuena
novato! – le respondió Jeremy con el mismo tono de alegría y efusividad antes
de fundirse en otro abrazo de oso con el recién estrenado papá.
Tras el abrazo y felicitación de Grey (del
que se deshizo rápidamente ya que era con el que menos confianza y relación
tenía) y besar y abrazar una a una y más tarde a todas en conjunto incontables
ocasiones, el William eufórico dio paso al William nervioso e hiperactivo;
quien inició otra ronda de preguntas seguidas y a una velocidad tal, que era
absolutamente imposible responderle:
-
¿Y qué? ¿Qué
tal? ¿Cómo son? ¿Estás bien? ¿Sanos? ¿Enteros? ¿Completos? ¿Perfectos? ¿Y
Penélope? ¿Cómo está? Cómo ha recibido la noticia? ¿Puedo verla? Espero que
esté descansando después de haber dado a luz porque sino vamos a tener una
conversación muy seria esa señora y yo… - concluyó con cierto tono amenazante.
- ¿Qué? – volvió a preguntarles. - ¿Cómo está? – les preguntó sonriente y
posando su mirada fijamente sobre el rostro de cada una de las mujeres.
A medida que lo iba haciendo, éstas agachaban
la cabeza y se negaban a responder a las preguntas planteadas. Hecho que provocó en consecuencia que William se
extrañara, ya que habitualmente este grupo de mujeres se caracterizaba por ser
muy dicharacheras y pizpiretas.
-
Aquí hay
algo que no me estás contando – dijo, levantando los dedos y señalándolas.
Tras un nuevo momento de silencio, exigió saber qué era lo que estaba
sucediendo.
Transcurrido otro momento de incómodo
silencio, solo Verónica se atrevió a responderle informarle de la situación
real de Penélope. Eso sí, sabiendo lo delicado del tema a tratar y de cómo era
íntimo a todos los presentes en la sala, se serenó e intentó tranquilizarse
también ella misma tomando aire y suspirando hondamente:
-
Verás
William…no todo ha salido bien durante el parto – consiguió decir con un tono
de voz apenas audible.
-
¿Qué
quieres decir con eso? –le preguntó William aparentando una tranquilidad, calma
y autodominio de los que carecía en ese momento, frunciendo el entrecejo.
-
El niño…
era grande – explicó. – Bastante grande en realidad – rectificó. – Y
Penélope…digamos…que no estaba preparada – añadió. – Por eso, necesitábamos al
médico – concluyó, mirando en su dirección y pasándole el testigo de ser el
narrador de tan peliaguda situación.
Pero William no quiso ni necesitó escuchar
una sola palabra más: salió corriendo hacia la habitación en la que antes había
tenido el acceso prohibido; abriendo la puerta de golpe:
-¡Penélope! - gritó desesperado y bastante
asustado al encontrarla con una palidez nada habitual en ella, profundas ojeras
y completamente rodeada de velas.
Parecía…
Parecía…
Parecía tener el mismo aspecto que una persona recién fallecida.
Y a eso no ayudaba ni contribuía nada la gran
cantidad de velas presentes en la habitación, ya que en vez de contribuir a que
ésta tuviese una mejor iluminación, le conferían un aspecto similar al de un velatorio.
-
¿Penélope?
– le preguntó con pánico mientras se acercaba lentamente a la cama donde su
esposa dormía.
-
Buenas
noches milord – dijo el doctor a su espalda en voz baja. – Déjeme mostrarle a
sus… - añadió señalando en dirección a la cuna donde sus hijos dormían
plácidamente y ajenos al drama.
-
No me
interesa – le interrumpió de manera tajante, sorprendiéndole. – Qué le pasa a
ella – exigió saber, señalándola con la cabeza.
-
Esto… -
comenzó a titubear debido a la firmeza del tono del duque. – Ha sufrido un leve
desgarro en el útero provocado por el mal desprendimiento de la placenta común
de sus gemelos – explicó. – He intentado cerrársela y cortar la hemorragia
completamente – continuó – Pero había perdido mucha sangre para cuando nos
quisimos dar cuenta del hecho – añadió. – Aunque parece que lo he conseguido.
No obstante…Ahora solo depende de ella – dijo, acercándose a la altura de
William – De ella y de la capacidad de cicatrización interna de su cuerpo para
cerrársela por completo él mismo – concluyó.
-
¿Qué
pasaría en el caso de que esto no ocurriese? – preguntó para confirmar una
respuesta que ya conocía de antemano y que no era una opción viable en este
caso.
-
Que
tendría una infección interna que se iría extendiendo poco a poco por el
cuerpo, provocándole las llamadas fiebres puerperales y… creo que mejor no
querrá saberlo – concluyó de forma abrupta su intervención en la conversación
descendiendo progresivamente su tono de voz y siendo incapaz de sostenerle la
mirada mientras pronunciaba la última frase.
-
Entiendo
– mintió (pues no entendía lo injusta de la situación), sentándose en la cama
junto a ella y tomándole la mano antes de frotársela (y comprobar con esta
acción varias cosas: que no tenía fiebre y que su temperatura corporal estaba
dentro de los límites de la normalidad y para ver si reaccionaba de alguna manera
ante este estímulo.
El doctor se marchó y dejó a la pareja a solas.
-
Sé que
debes estar agotada por el parto y por eso te permito que ahora estás dormida y
descansando – le informó. – Pero mañana por la mañana espero que estás
despierta a tu hora habitual; es decir, a las siete y media – le advirtió. -
¿Me oyes? –le preguntó agitando su mano. – Las siete y media – le repitió. – Ni
un minuto más – le advirtió.
De pronto, le dio la sensación de que la
habitación, pese a estar bastante iluminada por todas las velas que allí había,
estaba demasiado oscura.
Ergo, necesitaba iluminación.
Mucha.
Con este pensamiento
en la cabeza, abandonó un instante la cabecera de la cama y comenzó a encender
muchas más velas.
No las contó pero encendió las mechas de
todas aquellas que consideró necesarias para recrear la luz del sol.
A Penélope le encantaba la luz solar y por
tanto, ese era motivo más que necesario para la acción que había realizado:
estaba seguro de que le agradaría sobremanera despertarse con una luz lo más similar
posible.
Porque si había algo de lo que William estaba
seguro y tenía la certeza más absoluta era de que Penélope abriría los ojos
durante el transcurso de la noche.
O mañana a su hora habitual como muy tarde.
Pero acabaría por abrir los ojos.
Porque que abriera los ojos significaba que todo iba bien.
Ella despertaría dentro de muy poco y la normalidad regresa a sus
vidas.
¡Cuán equivocado estaba el duque de Silversword!
Porque Penélope no solo no se despertó durante el transcurso de la noche o de la
mañana siguiente (ni del resto del día)
sino que además la fiebre (no puerperal, sino la habitual) de presencia.
Y con ella los niveles de terror y pánico de
William; quien no se separó del lado de su esposa durante un solo instante, por
mucho que le insistieran, rogasen o exigiesen.
No.
No podía irse a dormir, hasta que Penélope hiciese lo contrario a él
mismo.
Jamás se perdonaría que le ocurriese algo a
su esposa mientras que él estuviese dormido y por tanto, sin que él pudiera
hacer algo por ayudarla.
No.
En cuanto ella se despertase, intercambiarían los roles.
-
Eres una
dormilona perezosa – le acusó William mientras acunaba a sus hijos. – Y tus
hijos han salido a ti – añadió sacándole la lengua antes de observar como los
tres dormían. – No consiento que te vayas ¿me oyes? – le amenazó. No lo
consiento – repitió. – Necesito que despiertes y me digas cuáles son los
nombres que has decidido ponerles – continuó. – Porque a mí no me engañas
señora Crawford. Estoy seguro de que has pensado en algunos nombres – le dijo.
– Y yo necesito saberlos – le pidió. - ¡No quiero seguir llamándoles niño y
niña! - - exclamó. – Despierta – exigió.
Para tranquilidad de todos (y en especial de
William) la fiebre fue flor de día; con lo cual (en teoría) no tenía una
infección y por tanto, debía despertar de un momento a otro.
El problema era precisamente ese: que no despertaba.
Y que a William se le agotaban los recursos y
estrategias necesarios para conseguir que abriera los ojos: le había gritado en
los cuatro idiomas que dominaba, la había zarandeado, le había introducido la
mano en agua caliente (aunque no demasiado porque no quería provocarle además
quemaduras), la había besado en numerosa ocasiones en los labios imitando el
cuento de Blancanieves[14] (sabiendo que le gustaban
mucho los cuentos y relatos populares), le había susurrado los versos de sus
poemas favoritos e incluso había incluido algunos nuevos de su propia cosecha.
Pero nada.
Penélope, tan cabezota como siempre, se
negaba a obedecer sus órdenes y ruegos y
despertar.
-
Penélope
– dijo William con el tono de voz más serio, firme y amenazante que había
empleado con ella hasta entonces. –
Despierta – le ordenó. – Ya – añadió. – Tenemos dos hijos recién nacidos. Dos –
recalcó. – Y no pienso hacerme cargo de ellos yo solo – le advirtió. –Ni lo
sueñes. Tú formarás también parte de su vida – vaticinó. - ¡Vamos despierta! –
exclamó con tono lastimero. - ¡Despierta! – repitió. – Va a sonarte mal pero no puedes comparar el
amor que siento por ellos al amor que siento por ti – le explicó. – Te quiero –
le dijo en un susurro.- Te quiero – repitió en su tono de voz habitual. - ¡Te
quiero! – gritó por tercera vez.
Con este grito, los bebés se despertaron
sobresaltados al momento y comenzaron a llorar.
Y
como sucedió cuando consintió en casarse con él tras varias negativas rotundas
a sus peticiones matrimoniales, la simple pronunciación de esta breve
declaración de amor sirvió para que Penélope reaccionase.
William
frunció el entrecejo y achicó el tamaño de sus ojos cuando le pareció haber
visto que Penélope se había movido mínimamente, aunque pronto desechó esa idea
por descabellada y se dedicó a procurar que los llantos de sus bebés cesasen y
que se calmaran
Solo cuando se agachó junto a la cuna de sus hijos, creyó escuchar:
-
¿Mmm? –
farfulló Penélope.
-
¿Penélope?
– le preguntó esperanzado volviéndose hacia ella y acercándose otra vez a la
cama. - ¿Penélope? - le volvió a preguntar entre susurros pero igual de
esperanzado que la vez anterior mientras acercaba su oído a la boca de ella
porque sabía de más y de sobra que dado el estado de debilidad en que se
hallaba, su tono de voz no iba a ser precisamente potente.
-
Be…bés –
pronunció tras mucho esfuerzo.
-
Be…bés –
repitió él la palabra exactamente igual a como lo acababa de escuchar. – Bebés
– repitió antes de echarse a reír a carcajadas y derramando lágrimas de
felicidad porque Penélope al fin había despertado. – Sí Penélope, bebés –
repitió. – Me has dado dos bebés tan perfectos y maravillosos como tú – añadió,
besándole en los labios. – Unos bebés que no tienen nombres – dejó caer.
Penélope negó con la cabeza de forma mínima antes de decir:
-
Men…men…men…ti…ra -.
-
¿Mentira?
– le preguntó el sonriente, tocándole la mejilla e instándole con esta caricia
a que abriera los ojos para hablar con él; cosa que hizo tras parpadear varias
veces (no por completo). Así que podría decirse que los tenía entreabiertos.
-
A…A…A…Amanda
– artículo ella.
-
¿Amanda?
– le preguntó él para confirmárselo, Penélope asintió ligeramente con la cabeza
y el repitió Amanda ensanchando su
sonrisa. – Es perfecto y me encanta – dijo, volviendo a besarla suavemente en
los labios.
La respuesta de Penélope fue una sonrisa igual de amplia que la de su
marido.
-
¿Y el
niño? – volvió a preguntar.
Para el nombre del niño la respuesta no fue
tan inmediata puesto que Penélope debía devanarse los sesos en la búsqueda de
un nombre principal acorde y adecuado para el futuro duque de Silversword. Y
devanarse los sesos estando exhausta después de haber estado entre la vida y la
muerte durante varios días era una tarea aún más harto complicada.
Al fin habló.
Y dijo rotunda (todo lo rotundo que su estado se lo permitía):
-
John –
-
¿John? –
preguntó él para confirmar y Penélope volvió a asentir: - John – y repetir él
bastante satisfecho con la segunda elección del nombre.
-
Penélope…
- volvió a iniciar la conversación de forma dubitativa. – Esto te va a parecer
bastante egoísta y desconsiderado por mi parte pero… ¿Puedo irme a dormir ya? –
le preguntó.
Penélope enarcó la ceja debido al
desconcierto que le provocó la pregunta (aunque bien es cierto que no se notaba
apenas la diferencia de altura entre ambas).
-
No te lo
tomes a mal cariño pero es que no he dormido un instante desde que tuviste a
nuestros hijos hace ya tres días y claro… - se intentó justificar con gestos de
los brazos - … necesito dormir - le informó. – Así que ¿me das permiso para que
me vaya a dormir? – le preguntó. Ella asintió - ¿Me prometes que no empeorarás
y ni se te va a pasar por la cabeza morirte? – le preguntó con una advertencia
y amenaza implícitas de manera latente. – Bien – añadió él mucho más aliviado y
tranquilo cuando vio cómo su esposa asentía otra vez dándole por ello un beso
en la frente y los labios. – Descansa y recupérate porque te necesito en mi
vida y te quiero muchísimo porque te necesito en mi vida y te quiero muchísimo
¿entiendes? -.
Nuevo asentimiento.
Muy a su pesar (y sobre todo porque el
cansancio había ganado la batalla frente a su fortaleza corporal habitual)
William se separó del lecho de Penélope y comenzó a caminar en dirección a la
puerta de salida.
Eso sí, antes de salir les advirtió a sus hijos:
-
Amanda,
John. Sed buenos con mamá y no la molestéis porque tiene que descansar y
ponerse fuerte para poder cuidar de vosotros. Así que no quiero llantos ni
ruidos que la perturben y despierten ¿de acuerdo? – les preguntó.
Como ninguno les respondió y era obvio que no
iban a hacerlo, William abandonó la habitación tras mandarle un beso a su
esposa.
Dos sonidos fueron lo último que escuchó
Penélope antes de volver a quedarse dormida: la puerta cerrándose nuevamente
hasta encajar con un ¡clic! Y acto seguido, un sonido sordo contra el suelo no
identificado en primera instancia.
Segundo sonido que en realidad había sido el
golpe del cuerpo de William cayendo como un peso muerto contra el suelo.
30
de abril, 1819
Justo una semana después de que los gemelos
(porque el médico les aseguró que habían sido gemelos al expulsar Penélope una
única placenta. Dato que Penélope confirmó como cierto y que William; ignorante
total y absoluto en cualquier aspecto general o específico en lo que al parto
se refiere ni se molestó en rebatir) y por tanto, apenas cuatro días después de
despertar (lo que demostró a todos su extraordinaria capacidad de recuperación
y fortaleza física) Penélope estaba completamente recuperada.
Incluso era capaz de caminar de caminar y dar
cortos paseos por la casa (eso sí, lo hacía en las escasas ocasiones en que su
marido William no estaba en casa; dado que él no lo hubiera consentido de tan
sobreprotector como se había vuelto con ella).
Durante el tiempo que William estaba en casa
(el cual era bastante, dado que había pospuesto indefinidamente sus ocupaciones
políticas y laborales) Penélope tenía terminantemente prohibido levantarse de
la cama o quedar fuera de su presencia.
Preocupaciones y atenciones que agradecía en
nombre de ella y los niños, pero que estaban comenzando a resultarle
exagerados.
-
Hora de
dormir preciosa – le informó William asomando la cabeza por detrás de la
puerta.
Porque esa era otra cuestión.
No le habían parecido suficientes los tres
días en los que solo durmió al parecer; porque estaba obsesionado con que
durmiese y descansase. Para él y según su desproporcionado criterio, eso se
traducía en doce horas diarias de sueño al menos.
¡Doce!
¡Cuando ella estaba acostumbrada a dormir ocho horas como máximo!
-
¿Ahora?
– le preguntó mirando el reloj con evidente gesto de disgusto. - ¡No! – exclamó
rotunda. Bueno, todo lo rotundo que pudo sonar el tono infantil con el que lo
dijo. Tono infantil sin duda debido y potenciado por pasar tanto tiempo junto a
sus bebés. Bebés que la rejuvenecían también en otro sentido.
-
¡Es muy
pronto! – bufó, cruzándose de brazos y sacándole la lengua.
-
Penélope,
no seas desobediente y aprende de tus hijos – le regañó. - ¡Míralos! – exclamó,
señalándolos con la mirada. – Mira lo quietos y dormidos que están – añadió. –
Y ahora los mayores tomaremos su ejemplo – le explicó tranquilamente.
-
Pero,
pero, pero…pero… ¡yo no tengo sueño! – protestó y se quejó con deje lastimero
poniendo morritos.
-
¡Métete
en la cama! – le ordenó apartando la colcha de la misma.
-
Está
bien – aceptó Penélope a regañadientes.
-
No
debería hacerlo debido a tu mal comportamiento anterior pero soy un blando que
te quiere y que desde hace cuatro días agradece constantemente que salieras del
mundo de las brumas para decidir quedarte junto a mí y tus hijos – le explicó. - Así que, solo por eso, voy a leerte para
que te duermas – concluyó.
-
¿Vas a
leerme un cuento para dormir? – le preguntó ella inmensamente feliz y con una
sonrisa que le iluminó el rostro antes de estallar en aplausos y patalear en la
cama deshaciendo la mayor parte de la ropa de la zona donde ella estaba
tumbada.
-
En
realidad no es un cuento – dijo él.
El rostro de Penélope cambió y una mueca
triste (aunque en opinión de William bastante adorable) era ahora la expresión
que ocupaba su rostro.
-
Es un
poema – le explicó él. – Y no. No es de John Donne – añadió. – Antes de que te
vuelvas a decepcionar, te diré que la autora de lo que voy a leerte es
Elizabeth Barret Browning[15] – le informó.
“¿Una autora?” se preguntó Penélope confusa.
“¿Poetisa?” añadió. “A ver si me va a gustar irme a la cama temprano hoy…”
pensó antes de meterse en la cama y taparse con la sábana hasta por encima del
ombligo.
A William le encantaba observar con interés
todas y cada una de las expresiones que se reflejaban en el rostro de su
esposa. Rostro que era el espejo de su alma y su mente. Y más le gustaba
sorprenderle con este tipo de detalles románticos intelectualmente hablando; ya
que ambos sabían y aceptaban de buen grado que la más inteligente del
matrimonio era ella.
Sonrió.
-
¿Elizabeth
Barret Browning? - preguntó ella extrañada. – No me suena absolutamente de nada
– confesó avergonzada en apenas un susurro.
-
Lo sé –
afirmó él dándole un beso en el pelo. – Ese fue uno de los motivos por los que
lo escogí; porque no la conocías – añadió. – El otro lo descubrirás enseguida –
le informó.
-
¿Sabes?
Empiezo a desear con muchas ganas que empieces a leerme ese dichoso poema –
dijo con una sonrisa mientras se recostaba contra su pecho y escuchaba los
rítmicos latidos de su corazón con los ojos cerrados.
-
De qué
modo te amo – dijo William, provocando que Penélope se despegara de él
mirándole confundida enarcando una ceja y él le respondiese llevándose el
índice a la boca en un clarísimo gesto de silencio. Carraspeó antes de comenzar
a recitar:
De qué modo te amo,
Deja que te cante las formas:
Te amo desde el hondo abismo
Hasta la región más alta
que mi
alma puede puede alcanzar
cuando persigo en vano
las fronteras del ser y la Gracia.
Te amo en el calmo instante de cada día
Con el sol y la tenue luz de la lámpara.
Te amo en libertad como se aspira el Bien.
Te amo con pureza como si alcanzara la
Gloria.
Te amo con la pasión que puse en mis viejos
lamentos
En mi fe de niña.
Te amo con la ternura que creí perder
Cuando mis santos se desvanecieron.
Te amo con cada frágil aliento
Con cada sonrisa
Y con cada lágrima de mi ser.
Y si Dios lo desea
Tras la muerte te amaré aún más.
William concluyó la lectura y cuando se
disponía a leerle otro poema (dando por sentado que su mujer aún continuaría
despierta) , decidió mirarla y comprobó, estupefacto, cómo ella se había
quedado completamente dormida (lo cual demostraba que tenía razón y que las
doce horas que le obligaba a dormir a diario le eran beneficiosas y no
perjudiciales; tal y como ella se empeñaba en recalcarle) mientras que le limpiaba
las lágrimas que habían brotado de sus ojos ahora cerrados.
Cerró el libro y lo depositó suavemente sobre
la mesita de noche, intentando hacer el menor ruido posible y no despertar a
nadie con él. Después, se deslizó poco a poco hacia dentro de la cama y las
sábanas de algodón sin dejar de abrazar en ningún momento a su esposa.
Ya dentro de la cama, William miró
alternativamente hacia los dos lados de la habitación: Primero a las cunas de
los gemelos donde éstos, ajenos por completo a lo que les rodeaba, se hallaban
inmersos en el mundo de los sueños arrullados y acunados en los brazos de Hipnos
y Morfeo. Inmediatamente, miró hacia Penélope con los ojos llenos de amor por
ella antes de darle su habitual beso de buenas noches y apagó de un fuerte soplido
la luz de las velas
Solo, en la penumbra
de la habitación se permitió el lujo de reflexionar antes de acompañar a su
familia al mundo gobernado por las dos divinidades griegas anteriormente
mencionadas y sin poder ni querer evitarlo, sonrió.
¿El motivo?
Porque sabía perfectamente qué era lo que iba a soñar esta noche.
Básicamente porque era el mismo sueño que
tenía desde que se casó con Penélope y éste a su vez era la causa de que
reflexionara todas las noches antes de cerrar los ojos: el primer beso que
ambos compartieron.
Un beso.
Un único beso que había transformado su vida por completo.
Un solitario beso que le había convertido en
lo que hoy era: un hombre feliz, un esposo enamorado y un padre encantado de
serlo.
Era todo lo que siempre le había pedido a la vida, así que no quería ni
podía pedir más
Curioso cómo en ocasiones una acción o gesto
en apariencia nimios o intrascendentes conseguían dar un giro de 180ºC, cambiar
y modificar la vida de una persona.
Eso era lo que le había sucedido a él cuando
rozó por primera vez los labios de Penélope con los suyos.
De forma inconsciente o tal vez muy
consciente (porque desde que descubrió la poesía de Elizabeth Barret Browning
había retomado viejos hábitos y costumbres y se reinteresó por la lírica) unos
versos que describían a la perfección cuál había sido el inicio de su devenir
amoroso vinieron a su mente mientras cerraba los ojos…
“(…)¡Sublime
languidez! dulce embeleso,
que al unir nuestros labios de repente
prendió dos almas en la red de un beso[16]”
que al unir nuestros labios de repente
prendió dos almas en la red de un beso[16]”
FIN
[1] William
Shakespeare: Dramaturgo, poeta y actor ingles fallecido el 23 de abril de
1616 y Miguel de Cervantes: soldado,
poeta, novelista y dramaturgo español, también fallecido el 23 de abril de
1616.
[2]
Anillo: Este método consiste en
utilizar un anillo y colgarlo sobre una cadena. Una vez realizado este primer
paso y usarlo como péndulo sobre el vientre de la madre. Si el anillo se mueve
en círculos será niña y si se mueve en línea recta, será niño.
[3]
Aguja: Este método es exactamente
igual que el del anillo pero enhebrando una aguja.
[4]
La forma de la barriga: Método
casero que consiste en fijarse en la forma de la barriga de la futura
parturiente: si es redondo será niña y si es puntiagudo será niño.
[5]
Los cubiertos: Método casero
consistente en colocar un cuchillo y un tenedor en dos sillas diferentes para
luego taparlas con sendas servilletas. Luego se pide a la futura madre que
elija una de las dos; si escoge la del cuchillo será varón y si elige la del
tenedor será niña.
[6] El
aceite: Método casero consistente en echar unas gotas de aceite sobre la
parte más saliente del vientre. Si se desliza rápidamente será niño y si lo
hace despacio será niña.
[7]
Tabla china: Método matemático para
averiguar el sexo del bebé basado en la observación de la tabla tras haber
realizado los siguientes cálculos: A la edad de la madre se le debe añadir un
año (o dos si nació en enero y febrero) y mirarlo con el mes en que se quedó
embarazada.
[8]
Método gitano: Método matemático
para averiguar el sexo del bebé basado en la realización de los siguientes
cálculos matemáticos: la edad de la madre + el mes en que se quedó embarazada.
Si sale impar será niña y si sale par, niño.
[9]
Cantar de los Nibelungos: Poema
épico de origen germano, anónimo y del siglo XIII que narra las gestas de
Sigfrido, un cazador de dragones de la corte burgundia; quien valiéndose de
artificios y trucos de magia consigue casarse con la princesa Krimilda. Sin
embargo, la verdad acaba por descubrirse y el traidor Gunther descubre que
Sigfrido es invulnerable por haber sido bañado en sangre de dragón excepto en
una pequeña parte de su espalda (lugar donde se posó una hija de tilo).
Aprovechando este punto débil, le mata a traición en la orilla de un arroyo.
Krimilda se refugia en la corte del rey Etzel (con quien se casa y tiene un
hijo) y deja que el tiempo transcurra
hasta que pasan trece años y en un
banquete organizado por el rey, Krimilda consigue que el pueblo sea
exterminado, incluyendo en esa matanza a Gunther (hermano del rey) y su esposa
Brunilda.
[10]
Cámara de los Lores: Cámara alta del
Parlamento del Reino Unido cuyo nombre completo es Los muy honorables Lores Espirituales y Temporales del Reino Unido de
Gran Bretaña e Irlanda reunidos en el Parlamento y que está conformada como
su propio nombre indica formada por lores no electos por mediante elecciones,
sino que los 26 Lores Espirituales son cargos pertenecientes a obispos elegidos
por su prestigio y dilatada carrera eclesiástica dentro de la Iglesia
Anglicana. Los Lores Temporales son el resto y son miembros con derecho
vitalicio no hereditario (actualmente) en el siglo XIX sí.
[11]
Realizando cálculos matemáticos y sacando la media, una persona andando a un
ritmo constante y una velocidad normal tardaría aproximadamente veinticinco
minutos, pero como William va a todo correr, decidí disminuir algo el tiempo. (N.Aut)
[12]
Palacio de Westminster: Lugar donde
se reúnen ambas cámaras del Parlamento británico y que antes fue una antigua
residencia real.
[13]
Fiebres puerperales: Uno de los
problemas más serios derivados del parto. Sus síntomas son: temperatura superior a los 38 grados, acompañada de
escalofríos, intenso dolor en el vientre, loquios (secreciones vaginales de
sangre y líquidos) amarillentos o verdosos malolientes y en algunos casos
hemorragia. Dicho estado es consecuencia de una infección provocada por la
falta de higiene en la atención durante el parto o el puerperio, o bien porque
una parte de la placenta puede haber quedado en el útero. Sí no se la combate,
esta infección puede causar la muerte.
[14] Blancanieves:
Personaje principal de un cuento de hadas conocido mundialmente y del que
hoy día existen varias candidatas históricas reales a mujeres cuyos avatares
vitales inspiraron la versión de esta historia más conocida; la de los hermanos
Grimm. Son: La princesa Maria Sophia Margaretha Catharina von Erthal o la condesa Margarethe von Waldek.
[15] Elizabeth
Barret Browning: (1806-1881) fue una de las poetisas de más renombre y
admiradas de la era victoriana.
[16] Fragmento del poema titulado El
primer beso del autor español Antonio Fernández Grilo, anacrónico a los
protagonistas dado que nació en 1845 pero que es quien mejor describe los
sentimientos y pensamientos de William al recordar su primer beso; de ahí la
licencia literaria y su inclusión en el capítulo (N. Aut)
lo poquito que he leído me ha gustado mucho, a ver que pasa con este parto, me ha hecho mucha gracia la descripción de los albañiles y he imaginado a will como un niño pequeño al que quitan sus galletas XD Solo un petición... a ver si puedes hacer que las letras se vean mejor, por fa... que me cuesta mucho leerlo así :/
ResponderEliminarme gusta y veo muuuuyyyy bien ahora :D
ResponderEliminarcomo acaba como acaba¿?¿?¿?¿?¿? jijijiji q me dejas con la intriga jijijijijijijijijiji =)
ResponderEliminarHolaaa, la segunda parte?? Me re enganche y me quede con ganas de seguir leyendoooo!!
ResponderEliminarP.d Me gusto mucho la historia de penelope y will :-)
¡Hola!
EliminarMil disculpas, mi blog últimamente no funciona muy bien y no sé por qué. Acabo de subir de nuevo el capítulo eliminado entero. Espero que lo disfrutes y satisfagas tu curiosidad.
Muchísimas gracias por tu comentario y no sabes cuánto me alegro que me hayas escrito para decirme que mi historia te ha gustado. Muchas gracias de nuevo.