CAPÍTULO IV
Marido
y mujer
“Para un matrimonio bien
avenido, la mujer ha de estar junto a su marido”
Refrán popular.
“¿No he sacado esta
noche la mantita para taparme?” se preguntó Edward mientras tanteaba el terreno
a su alrededor y en cuanto sintió el primer contacto de su despertador personal
de ese día; bastante efectivo por otra parte al cumplir su propósito a la
primera.
No sabía muy bien la
hora que era, pero todos los miembros de su familia conocían que él era el que
establecía sus horas de sueño y que no había otra cosa que más le fastidiase en
el mundo que el hecho de que le despertaran antes de tiempo (otra cosa es que
lo cumpliesen), así que esta vez se negó a abrir los ojos en señal de protesta
y, demasiado perezoso como para levantarse e ir a recoger la manta se acurrucó
contra sí mismo y encogió su ya de por sí pequeña posición fetal.
“Pero si ya está
despierto… ¿por qué no se levanta?” se preguntó Jezabel mentalmente, bastante
enfadada. “¿O es que no tiene la suficiente fuerza como para levantarse?”
añadió, temerosa y con preocupación.
Con miedo a que su
enfermedad fuera contagiosa y se transmitiese por contacto, volvió a agarrar el
palo y a pincharle con él para que se
levantase de allí y fuera a morirse a otra parte, por ejemplo a la morgue, que
para eso estaban.
“Malditos críos”
maldijo Edward mentalmente e incluso refunfuñó entre dientes mientras se
retorcía para evitar sus llamamientos; los cuales estaba seguro que no estaban
hechos con sus maleables dedos. “Probablemente hayan cogido el cuerno de
rinoceronte que Grey me regaló las pasadas navidad, pues es un artilugio que
les fascina y que les prohibí terminantemente que cogieran” añadió, con ironía
recordando la situación. “Malditos críos” repitió.
A ver, en realidad,
él no odiaba a los niños; los toleraba e incluso había algunos como su madura
sobrina Penélope que le caían bien pero… el resto de sus sobrinos eran otro
cantar. Con ellos sí que tenía una deuda pendiente y una relación de odio y
enfrentamientos permanente, debido a su “travieso” comportamiento. Pues bien,
él entendía travieso como estado de salvajismo.
Así,
inexplicablemente y cual pelotón de guerra con una misión planeada hasta el más
mínimo detalle, se escapaban y salían a hurtadillas de sus habitaciones solo
para ir a despertarle bien saltando
sobre su cama o bien sobre él mismo. O bien en días como hoy, su malignidad y
originalidad alcanzaban nuevas cotas y aprovechaban cualquier otro recurso
instrumental disponible que tuviesen a mano para alcanzar dicho fin. Instrumentos
dolorosos como un cuerno de rinoceronte, por ejemplo.
Pero esta vez no iba
a ceder y continuaría tal y como estaba hasta que se cansasen y le dejasen en
paz para que así pudiera volverse a dormir hasta la hora que a él le diese la
gana. Y esta vez sí que sí pondría un pestillo a la puerta para que los
pequeños secuaces de Satanás no volviesen a entrar en su cuarto sin su permiso.
“Se está haciendo el
remolón” pensó Jezabel asombradísima tras detener sus toquecitos de alerta para
despertarlo y ver como no solo no dejaba de removerse cual lagartija atrapada
para evitar sus pinchazos sino que encima se había cansado de “jugar” y se
había detenido plantando una sonrisa de satisfacción
y victoria que obviamente manifestaba que se estaba burlando de ella. “Las
narices” gruñó. “Verás que bien y que pronto consigo que se marche” añadió, con
orgullo y fiereza.
Acto seguido le dio
una dolorosa patada (tanto para ella como para él) en el trasero mientras
exclamaba y ordenaba:
-
¡Que te
levantes! -.
Fue tal el dolor que
le causó el puntapié del trasero que en el mismo momento en que lo sintió abrió
los ojos por completo y se despertó. Sin embargo, eso no quiso decir que se
levantara pues aún continuó estático en el suelo y sobre todo, en estado de
shock por completo.
Sus sobrinos le
habían golpeado.
En el trasero.
Y no debía haber
sido uno solo, tendrían que haber sido todos a la vez porque ningún crío
pequeño tenía tanta fuerza a excepción de Hércules; y ese era un personaje
mitológico y por tanto, no existía.
“Me han golpeado en
el trasero” se repitió. “Me han golpeado en el trasero” volvió a decir por
tercera vez. “Un momento…” dijo, dejando un momento de silencio para
recapacitar. “¡Me han golpeado el trasero!” exclamó. “¡Los malditos críos me
han golpeado el trasero!” añadió, furibundo. “¡Me han faltado el respeto!”
bramó. “Se van a enterar…” amenazó. “Voy a enseñarles a esos malditos críos
como deben comportarse con los adultos” gruñó justo antes de girarse.
Jezabel estaba a
punto de prepararse para darle otro puntapié a su moribundo particular cuando
éste, repentinamente se giró en su dirección y a ella no le quedó de otra que
refrenarse y detenerse de manera brusca. E manera tan brusca que, hubo de
interrumpir la propia inercia y dinámica del movimiento y, trastabilló hasta
caer justo encima de él; con el consecuente grito de dolor por su parte.
“¡Dios!” exclamó.
“Esto no es un crío” añadió inmediatamente cerrando los ojos por el dolor y
porque el sol le había dado directamente en la cara y lo había cegado momentáneamente.
“Un momento” añadió, dejando un nuevo silencio entre pensamiento y pensamiento.
“Y si no es un crío ¿quién demonios es entonces?” se preguntó extrañado.
Por segunda vez en
lo que llevaba de situación abrió los ojos y además, en este caso se incorporó.
Con tanta fuerza y de manera tan inesperada que la persona que estaba justo
encima de él (o sea Jezabel) terminó cayendo al suelo y justo enfrente.
Tras parpadear
varias veces y restregarse los ojos fue consciente de que el lugar donde se
hallaba no era su confortable cama si no que era algún sitio al aire libre.
Sobre todo fue consciente de este hecho cuando gracias a uno de los restregones
le entró una pequeña cantidad de tierra en su ojo derecho.
-
¡Joder!
– exclamó, convirtiendo nuevamente a la palabrota en la palabra del día.
“Madre mía…me he
quedado dormido en el cementerio” pensó, avergonzado hasta el extremo y
negándose terminantemente levantar la cabeza en dirección de la desconocida.
Cinco minutos
después y tras un sinfín de muecas y soplidos para quitarse cualquier rastro de
arenilla y con Jezabel de nuevo recompuesta y puesta en pie frente a él, Edward
se permitió por fin el “lujo” de observar con atención a la persona que le
había golpeado y que acto seguido le había caído del cielo; literalmente.
Lo primero que le
llamó la atención era su atuendo; completamente de color negro. Gracias a ese
color la primera persona que se le vino a la cabeza como aquella que estaba
visitando la tumba de su padre esa mañana fue la señora Biggle; la segunda
esposa de su padre y por tanto, su madrasta. Misma gordita y amable mujer que
había servido de compañía y enfermera a su padre hasta sus últimos momentos.
Sin embargo, descartó que la señora Biggle fuera la visita en cuanto se fijó en
el rostro joven de la visitante.
“¿Han enviado a una
criada a buscarme?” se preguntó confuso mientras se rascaba la cabeza y era
consciente de que aún llevaba puesto el paño que le cubría la cabeza y que se
destinaba para quitarle sus ataques de calor nocturnos. “¿Alguna de las criadas
ha enviudado recientemente?” volvió a preguntarse, aún más extrañado y confuso
que antes.
Debía ser eso,
porque si se trataba de una de las criadas de la familia Harper (aunque nunca
hasta ese momento la hubiese visto, y si la hubiera visto en alguna ocasión
anterior debía acordarse de ella pues tenía el rostro más lindo que había visto
jamás) el color para su uniforme no se correspondía en nada con el que ella
llevaba puesto. De hecho, no podían ser más opuestos porque el color de los
uniformes de las criadas de los Harper tras múltiples deliberaciones (en las
que ganó el gris pero ese era un color al que Rosamund se oponía rotunda y
totalmente) terminó siendo el amarillo.
El mismo tono de
amarillo que tenían los pollitos de la granja de Anthnony y Zhetta en Clun.
-
Enhorabuena
– dijo mientras se ponía en pie.
-
¿Perdona?
– preguntó ella que no entendía a qué venían las felicitaciones.
-
Quien
diga que las mujeres son el sexo débil es que no te conoce ni a ti ni a tus
puntapiés – explicó, frotándose la zona dolorida con la certeza total y
absoluta de que mañana a esa hora tendría un “bonito” moratón. O puede que
incluso esa misma tarde, a juzgar por cómo le dolía.
-
¿No
tienes que irte a casa? – preguntó ella si disimular el fastidio que le
provocaba su presencia. – Seguro que tus familiares estarán muy preocupados por
ti al haber pasado la noche fuera – añadió, con algo más de disimulo en sus
sentimientos.
La desconocida tenía
razón; al menos en parte.
Sus familiares
estarían preocupados por él pero no porque hubiera pasado la noche fuera de
casa; ya que no era la primera ni sería la última vez que lo hiciese. Sin
embargo, sí que era la primera vez que lo hacía desde su anuncio de la renuncia
al alcohol y esto podría llevar a crear una serie de malentendidos donde el
resto de los Harper creyesen (equivocadamente) que había recaído en sus
adicciones.
No obstante, no iba
a darle la razón a la desconocida y mucho menos después de hablarle como si de
un niño pequeño necesitado de cuidados y atenciones continuas se tratase.
Por eso en su lugar
dijo:
-
Gracias
– antes de asentir. Y añadió: Pero no debes preocuparte por mí porque soy un
adulto, no sé si te has dado cuenta -.
-
No lo
parece a juzgar por tu comportamiento de antes – respondió ella de inmediato,
esta vez sí sin disimular un ápice su desagrado hacia su persona.
-
¡Vaya!
¡vaya! ¡vaya! – exclamó sorprendido mientras sonreía. – Pero si tenemos aquí a
una lady Remilgos… - dejó caer, provocando que ella le lanzara una mirada llena
de furia.
-
¿Es que
no te vas a ir? – gruñó ella. Sí, gruñó. De manera perfectamente audible
además. Y también rechinó los dientes mientras hablaba; signos inequívocos de
que su paciencia con el moribundo se estaba agotando.
-
¿Acaso
el cementerio es de tu propiedad? – le preguntó con las cejas arqueadas y sin
entender muy bien a qué debía tal grado de enfado repentino. Ella negó con la
cabeza. - ¿Es que eres la hija del constructor? – quiso saber y ya de paso
conocer por qué estaba allí ya que la tumba de John Griffith, el arquitecto de
Kensal Green no se hallaba demasiado lejos de allí. Ella volvió a negar con la
cabeza. - ¿Tienes algún tipo de relación o parentesco directo con ese hombre? –
se atrevió a aventurar, mientras le daba el pálpito de que la respuesta también
iba a ser negativa. Efectivamente, en cuanto la vio iniciar el gesto negativo
la interrumpió, inquiriendo lo siguiente: - ¿No serás la hija del señor Sharp?
– “Entonces sí que la hemos hecho buena” pensó con temor para sí. Ella negó de
la manera más vehemente que Edward había visto realizar ese gesto nunca. –
Entonces no tienes ningún derecho a prohibirme continuar aquí – concluyó con
satisfacción por la coherencia de sus argumentos.
-
Tengo
todo el derecho a pedirte amablemente que te vayas como me corresponde por ser
una de las usuarias indirectas que quiere disfrutar de una visita a mis
difuntos tranquila, en paz y sin molestias – respondió ella, entre bufidos.
-
¡Qué
casualidad! – exclamó con ironía. – Yo quiero hacer exactamente lo mismo y eres
tú quién no me deja – añadió, echándoselo en cara y regañándola.
-
¿Yo? –
preguntó Jezabel sorprendida e incluso herida en su orgullo. – No – refunfuñó.
– ¡Si encima ahora la culpa va a terminar siendo mía! – exclamó, nuevamente
enfadada y realizando aspavientos de los brazos. – Mira – dijo, con un suspiro
y calmándose. – Hagamos una cosa: ignorémonos – propuso. – Será como si nunca
nos hubiésemos encontrado aquí – añadió.
-
Difícil
será olvidarte con el cardenal que me va a salir en el trasero – protestó él de
inmediato interrumpiendo su disertación.
Jezabel le miró nuevamente con furia, pero en esta ocasión decidió
ignorarle a propósito y continuó explicándole su plan:
-
Tu vete
a visitar a tus muertos y déjame a mí con los míos ¿te parece? – le propuso.
-
Bien –
dijo él, encogiéndose de hombros.
-
Bien –
repitió ella. – Adiós – añadió, pues quería que se marchara cuanto antes de
allí.
-
Adiós –
dijo él.
Ambos esperaban que el otro iniciase la marcha y abandonase el lugar
con paso veloz. Pero lo que ocurrió en cambio fue que sí, los dos se movieron
(e incluso al mismo tiempo) pero no para iniciar la marcha, sino para girarse
noventa grados y situarse uno junto a otro justo frente a la tumba de Lord
Edward Proud Harper.
Se hizo un silencio sepulcral (lógico por otra parte, dado el lugar
donde se hallaban).
Breve, pero muy incómodo.
-
¿Es que
no te marchas nunca? – preguntó Jezabel entre dientes y rompiendo el hielo de
nuevo. - ¿No puedes dejarme tener un momento de intimidad con mi muerto? –
preguntó, elevando la voz encarándose al hombre no tan enfermo o moribundo y
señalando la tumba con la mano extendida.
-
¿Tu
muerto? – preguntó Edward con la ceja enarcada.
-
Mi
muerto – repitió ella, hablándole nuevamente como si se un niño pequeño se
tratase y enfatizando el gesto de señalar a la lápida.
-
No puede
ser tu muerto porque es mi muerto – respondió él, enfatizando mucho el tono de
su voz en el pronombre de posesión.
-
¿Tu
muerto? – le preguntó ella burlona cruzándose de brazos. - ¿De qué conoces tú a
Edward Harper? – quiso saber, encarándose con él.
-
De toda
la vida, te lo aseguro – respondió él mientras asentía con la cabeza antes de
elevar el dedo índice y dar un paso de enorme zancada para acercarse a ella y
preguntar: - Pero aquí la pregunta es ¿de qué conoces tú a Edward Harper? – y
cuando terminó le dedicó una amplia y falsa sonrisa de expectación.
-
Mira tú
por dónde al fin me haces una pregunta inteligente y fácil de responder – dijo,
con alivio. Para que te enteres, mentecato odioso, yo soy su viuda – afirmó,
con rotundidad y majestuosidad.
La última frase provocó
que Junior entrara en tensión y se enfadara realmente. Sin embargo, podía
tratarse de un error de tumba y por eso no quería dejarse llevar por su mala
leche. En su lugar intentó pensar en cosas que le relajaran.
Para su desgracia no
encontró ninguna.
Al revés, el número
de respiraciones por minuto y sus pulsaciones aumentaban, así como los
orificios nasales se hinchaban cada vez más y más.
-
Admito
que me estaba burlando de ti antes un poco – confesó – Pero es de ser muy mala
persona y tener muy mal gusto el venir a burlarse y destrozar la memoria de un
difunto – añadió, mirándola con asco y
desprecio.
-
Yo no me
estoy burlando o faltando el respeto ni la memoria de ningún difunto porque yo
soy la viuda de Edward Harper – repitió aún más segura de sí misma que antes.
“Encima testaruda…”
pensó mientras se mordía los labios para no llamarla las barbaridades que ahora
mismo pensaba sobre su persona.
-
Veo un
poco difícil que tú seas la viuda ¿sabes? – le preguntó. – Me pregunto qué
tendrá que decir la señora Biggle – añadió, con gesto pensativo. – Su segunda
esposa – explicó mirándola directamente a los ojos. – Al respecto – concluyó,
nuevamente en posición filosofal mientras asentía y pensaba lo bien que le
quedaría en ese momento fumar en pipa.
-
¿Segunda
esposa?- preguntó ella extrañada. – No podía tener una segunda esposa si estaba
casado conmigo – añadió, señalando lo evidente.
-
Es que
yo creo que no estaba casado contigo – terminó por explicar él. – Y por otra
parte, era muy normal que tuviera una segunda esposa, dados sus robustos sesenta
y cinco años cuando falleció – añadió, creando sorpresa mayúscula en la
desconocida.
-
¿Se…se…ses…sesenta
y cinco? – preguntó tras mucho tartamudear mientras intentaba recordar la
imagen física de su marido; el cual no parecía tan viejo cuando se casó con
ella.
Junior asintió.
-
¿No
crees tú que después de haberse quedado viudo a los cuarenta y cinco era
perfectamente comprensible que contrajese nuevas nupcias, pero con una mujer
más o menos de su edad? – le preguntó dejándole caer con estas palabras que no
creía su historia. – Ah por cierto, se me olvidó mencionarlo antes; soy Junior,
su quinto y último hijo – añadió, presentándose y sonriendo nuevamente; solo
que esta vez su sonrisa era real.
Jezabel se quedó en
silencio mientras intentaba asimilar y procesar toda esa información.
Finalmente, sacudió
su cabeza y dijo:
-
Estás
intentando confundirme – le acusó, con los ojos entrecerrados.
-
Puede
que antes sí, pero no es mi intención ahora – explicó con sinceridad.
-
Pero
todo lo que dices – inició confusa. - ¡no puede ser verdad! – terminó,
estallando y exclamando en voz alta. -¡Yo estuve casada con Edward Harper! –
exclamó de la misma manera y señalándose llevándose la mano al pecho. – Y como
tal, ¡yo soy su única viuda y no la tal señora Biggle esa que dices! – exclamó
por tercera vez, furiosa.
-
Me
parece a mí que no – respondió él mientras negaba con la cabeza. – Es más, si
quieres la hago venir desde Clun; el lugar donde ella vive para que te muestre
su licencia matrimonial y se te quiten todas esas ideas estúpidas y absurdas de
tu atolondradas cabeza – dijo, tocándole el lateral de la frente, insinuando
que estaba paranoica.
-
¿Es que eres sordo además de testarudo y
estúpido? –le preguntó ella entre más y más gruñidos. Junior abrió la boca para
responderle que no, que precisamente si existía alguien en la conversación con
esas características era ella, pero finalmente tras un (eterno) instante de
reflexión, se lo pensó mejor y decidió permanecer callado. Silencio que a su
vez permitió a Jezabel agregar más palabras a su intervención: - Que parte de
yo me casé con lord Edward Proud Harper el héroe de guerra de la marina… - En
ese momento tuvo un recuerdo en forma e fogonazo donde pudo apreciar un rasgo
físico del que había sido su marido: su color de cabello, que era pelirrojo. No
tardó en agregarlo a la descripción. – El hombre que era pelirrojo en el año
1816 en el pueblo escocés de Gretna Green ¿es la que no entiendes? – le
preguntó.
Junior; quien había
escuchado las palabras de la desconocida con total atención, por primera vez se
quedó mudo en la conversación sin saber muy bien qué decir como la respuesta a
esa pregunta planteada.
No obstante, viendo
que pese a estar en silencio, ella le estaba obligando con la mirada a
proporcionarle una respuesta, se vio obligado a decir:
-
Entonces,
querida desconocida…tenemos un problema – anunció, pesaroso.
-
¿Un
problema? – preguntó ella al instante. - ¿Qué tipo de problema? – añadió,
aunque no estaba muy segura de querer conocer la respuesta a esa pregunta.
-
En
realidad son dos – se corrigió. – El primero es que mi padre nunca ha sido
pelirrojo sino que era rubio. Ella se puso alerta y desconfió acerca de lo que
pudo venir a continuación: - Y el segundo – inició Junior. – Es que debido a tu
descripción… - añadió, titubeante y confuso. – Supongo que debo presentarme de
nuevo – rectificó, sacudiendo la cabeza. – Me llamo Edward Proud Harper –
Junior – apostilló con énfasis. – Soy héroe condecorado de guerra por mis
acciones en el ejército de la Marina británica, nací en 1793 y además… - y dejó
un momento de silencio para captar toda la atención de la mujer. – Soy
pelirrojo – terminó por confesar tirando y quitándose el paño que le cubría la
cabeza y dejando libre y al descubierto su despeinada y alborotada melena
pelirroja sin dejar de sonreír en todo momento.
-
No es
posible – dijo ella con un hilo de voz y retrocediendo varios pasos con el
horror más grande y absoluto grabado en su rostro.
-
¿Qué? –
preguntó él sin saber. - ¿Qué un padre llame a su propio hijo con su mismo
nombre? – añadió con ironía. – Por supuesto que no – se respondió al momento. -
¿Qué monstruo haría una cosa así? – preguntó de manera retórica elevando sus
ojos al cielo y con gestos de excesiva teatralidad.
-
Pero ¿es
que no entiendes lo que eso significa? – preguntó enfadada. “Obviamente no”
pensó, al observar la calma y ausencia de sentimientos en esta situación. - ¡Soy
tu esposa! – exclamó con horror.
-
¡Si
claro! – exclamó Edward con un bufido; obviamente ahora sí que ya metido de
lleno en el asunto. – Primero el padre y ahora el hijo – añadió, acusándole. -
¡Anda que no eres lista tú ni nada! – volvió a exclamar, airado e iniciando su
marcha para alejarse lo más rápido posible de la cazafortunas y estafadora con
que se había topado, antes de que se agotara la paciencia y calma que había
mantenido hasta ahora y comenzase a soltarle improperios sin parar o incluso
peor; llegara a ponerse violento con ella.
-
¡Edward!
– le llamó a voces ella, desesperada buscando su atención.
Y Edward Junior se
paró. Así mismo en cuanto lo hizo, maldijo su estupidez suprema (incluso se
insultó a sí mismo por ello) y se reprobó su falta de reflejos ya que podría
haber fingido a propósito que no le había escuchado llamarle.
-
Soy tu
esposa – aseguró, plantándose delante de él aunque sin mucha convicción en el
tono de su voz; sin duda estaba afectada por lo que acababa de descubrir.
-
Seguro –
dijo él, con ironía y sin creerle una sola palabra.
-
¿Es que
no me crees? –le preguntó ofendida al detectar el tono de ironía en su voz.
-
Premio
para la señorita – anunció e incluso estuvo a punto de aplaudir.
-
No te
acordabas de mí – le acusó, abatida y algo decepcionada. - ¿No te acordabas de
mí? – preguntó al instante, golpeándole y con energías renovadas.
-
Me
acordaba de ti del mismo modo en que tú lo hacías de mí – rebatió para picarla.
-
Al menos
yo recordaba estar casada – rebatió ella a su vez, irritada con él.
-
Bien por
ti – le felicitó él, nuevamente irónico antes de hacerla a un lado y
reemprender el camino de vuelta.
-
¡Edward!
– volvió a gritar, golpeando además esta vez el suelo con el pie para
manifestar de forma patente su ya evidente de por sí enfado. Por segunda vez, él volvió a girarse y esta vez frunció
el entrecejo a causa de su enfado con ella; que no dejaba de ser una mosca
cojonera y consigo mismo; a quien se reprochaba su poca fortaleza o resistencia
y lo rápido que se giraba al escuchar la mención de su nombre. “¡¡¡¿¿Qué??!!!”
gritó mentalmente. O puede que no porque al ver la expresión en su rostro ella,
agachando la cabeza preguntó con voz lastimera: - ¿Me vas a dejar aquí así
después de lo que acabo de decirte? – preguntó.
-
Mira lo
malo e insensible que puedo llegar a ser – respondió, echando a andar por
tercera vez en la conversación.
-
Pero… -
titubeó ella, confusa. – Pero… - repitió. – Yo soy… - añadió.
-
¡Cállate!
– ordenó o más bien ladró Edward. - No lo digas – le advirtió con cierto tono
de amenaza. – He escuchado tantas veces la palabra esposa salir de tu boca que
se me está levantando dolor de cabeza – añadió, rechinando los dientes y
frotándose las sienes. – Así que ni te atrevas a intenta siquiera pronunciarla
de nuevo – concluyó, esta vez sí amenazándola. Jezabel por supuesto se calló al
instante. – Bien – dijo Edward, asintiendo. – Ahora dime, esposa – añadió y
pronunció la última palabra de la frase reprimiendo las arcadas que su sonido
le provocaba. – Por casualidad ¿no tendrás algún documento que certifique y dé
validez a tus palabras? – le preguntó con rintintin y sin disimular su
incredulidad ante esta posibilidad.
Jezabel vio el cielo
abierto.
Y no porque en ese
momento los rayos del sol se hubieran abierto camino a través de las nubes e
iluminaran todo el cementerio; que también.
El motivo para este
cambio drástico era que por fin le iban a dar la oportunidad de demostrar que
todo lo que había dicho era cierto y dejarían de pensar que era una mentirosa,
una aprovechada o una interesada. Y por eso, dado que su “vida” y su
credibilidad estaban en juego, abrió su pequeño bolso y comenzó a mover todos
los pequeños objetos que éste contenía de un lado al otro primero con toda la
mano y luego, con dos dedos hasta que por fin encontró lo que estaba buscando:
su licencia matrimonial perfectamente doblada en un rectángulo de papel cuya
medida de altura no superaba cuatro centímetros.
Mismo papel que
desdobló más de cinco veces para extenderlo y que adquiriese su dimensión de
tamaño folio original antes de entregárselo con una amplia sonrisa que
manifestaba la satisfacción de haber realizado bien el trabajo o haber
entregado algo urgente justo dentro de los límites de tiempo.
-
Todo
tuyo – dijo.
Acto seguido señaló con el dedo el hueco donde
aparecía su nombre completo; justo al lado del de ella como contrayentes, el
hueco donde se reseñaba queel lugar de la ceremonia había sido la Old Parish
Church de Gretna Green el 19 de marzo de 1816, que había sido el padre Patience
el encargado de llevar a cabo la ceremonia y por último, le señaló las tres
firmas que otorgaban plena validez al documento y que no eran otras que la de
ella, la de él y la del susodicho sacerdote.
En estado catatónico
y semipresencial fue como Edward vivió la situación.
Por supuesto que sus
ojos siguieron el dedo de Jezabel; que así se llamaba la mujer que se
identificaba a sí misma como su esposa. Un dedo que además se convertía en
hiperactivo al entrar en contacto precisamente con ese papel.
Aunque toda la
información que ahí aparecía era relevante, informativa y por tanto,
importante, de manera inconsciente sus ojos dejaron todo lo demás como secundario
y se centraron única y exclusivamente en la parte final del documento; es
decir, en la firma. Y dentro de las tres, se concentró en la única que conocía
y que no era otra que la suya.
La suya.
No había ningún
género de dudas o interrogantes al respecto.
A él y solo a él
pertenecía la signatura de oficialidad de ese documento porque a propósito y de
forma involuntaria todo hay que decirlo, la primera vez que estampó su firma
(tras numerosos intentos de perfectas signaturas, dignas de inclusión en libros
debido a su belleza; si es que las firmas podían incluirse en un libro por este
motivo) le salió un garabato tan feo, ilegible y difícil de imitar que le
resultó imposible no tomarle cariño y descartarlo como la suya propia.
Reseñar como
concepto clave de toda la situación que estaba profundamente borracho (para
calmar los nervios) cuando firmó esa primera vez. Dicho estado de embriaguez a
su vez inició una dinámica posterior de estados de embriaguez en momentos de
inclusión de firmas en todos los documentos oficiales posteriores.
Pero nunca hasta lo
de ahora había recordado (u olvidado mejor dicho) haber estado tan borracho
como para haber firmado un documento y después haberlo olvidado (o que a su conciencia viviente se le hubiera
olvidado recordárselo de una u otra manera). Máxime en un documento de esas
características y que cambiaba tu vida para siempre.
Lentamente
Edward fue desviando sus ojos hacia
Jezabel, hasta que finalmente plantó un gesto de extrañeza y una pregunta no
formulada no formulada de forma mental pero sí verbal. Misma cuestión que ella
entendió pese al silencio y a la que respondió con un asentimiento; para una
nueva confirmación del hecho.
En ese momento, la
realidad le golpeó y abrumado, confuso y una mezcla de ambos sentimientos a la
vez cayó al suelo en completo estado de shock.
-
Estoy
casado – dijo sin aire; tan cansado como si acabase de realizar una de sus
duras y habituales sesiones de entrenamiento físico y le hubieran interrumpido
justo a la mitad.
-
Estás
casado – dijo ella. - ¡Oh Dios mío! – exclamó transcurrido un instante apenas
antes de que también cayera al suelo y sintiera el mismo cúmulo de sentimientos
y emociones a la vez que su esposo. – Estoy casada – dijo, lamentándose y con
cierto deje interrogativo en su tono de voz.
-
Estás
casada – repitió y le confirmó él.
“No estoy viuda” se
dijo mentalmente para evitar resultar odiosa e impertinente mientras negaba con
la cabeza y desplazaba cual araña sus dedos por el suelo para confirmar de que
esto no era un sueño sino la compleja y esperpéntica realidad.
El problema (o no,
según se mirase) para Jezabel es que su esposo pensó y realizó justo
exactamente el mismo movimiento y, como no podía ser de otra manera el contacto
y el roce de sus dedos y manos fue inevitable.
-
¡Ahh! –
gritó él.
-
¡Ahhhhhhhh!
– respondió ella, aun más fuerte y como si estuvieran compitiendo.
Sus respectivos
gritos aunque potentes y poderosos fueron cortos, y como no había nadie más
visitando el cementerio a esas horas, este hecho permitió que ambos escuchasen
el sonido del eco de sus voces.
Creyendo que el eco
les iba a delatar y sobre todo, que sus gritos causarían la llegada del señor
Sharp; hombre a quienes los dos temían, el feliz y bien avenido matrimonio a la
vez se tapó el uno al otro sus respectivas bocas (o labios, más bien) posando
sus dedos índices sobre los del contrario mientras chisteaban mandándose
callar.
Se miraron y
sonrieron, pensando en lo ridículos que eran y en lo irreal que era su
situación y durante un instante, ambos pudieron percibir algo que si bien no
era magia fruto de un enamoramiento fulgurante, sí cierta química o conexión
que podría ayudar a explicar por qué habían decidido casarse ocho años atrás
sin apenas haber cruzado palabra y reafirmando el dicho popular que certifica
que los niños y los borrachos siempre dicen la verdad.
Junior fue quien
rompió el “encantamiento” y el que más rápido se ubicó en la realidad, al ser
consciente de la tremenda bronca y esta vez la expulsión permanente (Al menos
hacia su persona) que le supondría que el señor Sharp lo hallase allí. Por
eso, decidió marcharse de allí antes de
que eso sucediese y se puso en pie, tendiéndole la mano a su esposa.
Una esposa que en
ese momento rehusó su ayuda.
-
Solo soy
tu marido ¿eh? – dijo con ironía. – No tengo la lepra ni ninguna otra
enfermedad contagiosa como para que rechaces mi ayuda – añadió, dolido por el
rechazo.
Era cierto que
Jezabel le había rechazado, pero no por los motivos que él creía.
Había sido un
detalle muy considerado y educado por su parte que le hubiese ofrecido su ayuda
para ponerse en pie, sin embargo rehusó porque no estaba segura de que se
sostuviera durante mucho tiempo más, ya que el descubrimiento de que su marido
seguía vivo le había dejado muy afectada, débil y confusa mentalmente.
Además de que no
dejaba de darle vueltas a la cabeza en lo difícil (y divertida por otra parte)
que iba a ser su vida desde ese momento.
“¡Qué follón!”
exclamó, lamentándose.
“Muy bien” se dijo
Junior mentalmente al observar que su esposa Jezabel no se movía del suelo y se
mantenía reticente a hacerlo.”Le daré cinco minutos más” concedió calculando el
tiempo aproximado que tardaría el señor Sharp hasta su posición habiendo
transcurrido ya unos instantes desde su revelador grito. “Si en cinco minutos
no se ha recuperado, me marcho y allá ella con las consecuencias” afirmó.
Jezabel, con la
seguridad y el convencimiento que le proporcionaba el hecho de que solo caía
mal al vigilante y de que no había tenido ningún enfrentamiento grave con él,
en cuyo caso esto solo sería considerado como una falta grave continuaba
sentada en el suelo; tranquila y relajada, bueno, todo lo tranquilo y relajada
que podía estar ante una situación tan catastrófica como era esta.
Edward en cambio era
su antítesis y mientras esperaba que las piernas de Jezabel alcanzaran la
suficiente forma física si bien no para salir corriendo sí al menos para
caminar a una velocidad más rápida de lo habitual, comenzó a caminar con los
brazos cruzado detrás de la espalda y de manera nerviosa sin dejar de mirarla
en ningún instante; aunque eso sí, con sus sentidos y el rabillo del ojo alerta
por si detectaba la presencia del vigilante en las cercanías; dispuesto en ese
caso para huir.
Tuvo ese crispante
comportamiento hasta que se acordó.
Y cuando lo hizo
maldijo ni sabía ya por qué número su estupidez
y se preguntó cómo no había caído antes o pensado siquiera en esa
posibilidad.
-
No nos
precipitemos al sacar conclusiones con respecto a nosotros – anunció; para
total extrañeza de Jezabel.
-
¿Precipitarnos?
– preguntó ella mientras parpadeaba y pensaba que no era el mejor verbo que
podía haber elegido. – Yo creo que nos precipitamos hace ocho años al casarnos
en una noche loca, ahora lo que podemos hacer es arrepentirnos porque todo está
perdido – añadió. Y a medida que hablaba el tono de desolación en su voz se
incrementaba.
-
No –
afirmó él con rotundidad. Con tanta que captó la atención de Jezabel y provocó que levantase la cabeza para
mirarle mientras añadía: - Hay un esperanza para que todo esto que nos está
pasando a los dos no sea más que un malentendido – añadió.
-
¿Un
malentendido? – preguntó ella otra vez. - ¿Cómo va a ser un malentendido si en ese documento
aparecen estampadas tu firma, la mía y la de un sacerdote que lo valida? – exigió
saber. – Esto puede ser de todo pero desde luego ¡no un malentendido! –
exclamó.
-
Pues yo
no me lo creeré hasta que no tenga una versión oficial particular de los hechos
– explicó. - ¿Has venido caminando hasta aquí? – le preguntó.
-
No en su
totalidad pero sí un buen trecho – informó ella.
-
O sea
que te gusta caminar – dijo él.
-
Sí –
respondió ella aunque sin mucha convicción puesto que el hecho de andar se
debía más en buena parte a una obligación que a una práctica por gusto si lo
que quería era recuperar su figura de antaño.
-
Estupendo
– dijo él con una sonrisa mientras asentía. – Ponte en pie porque nos vamos –
anunció, esta vez sin añadir un gesto de ofrecimiento por temor a un nuevo y
doloroso rechazo.
-
¿Adónde?
– preguntó y exigió saber desconfiada.
-
A arrojar
algo de luz sobre este entuerto – respondió con un suspiro. Y para calmar en
algo la intranquilidad que se reflejaba en el rostro de su mujer, no le quedó
de otra que añadir: - No te apures – sugirió. – Sé exactamente quién es la
persona que nos puede ayudar – añadió, visualizándola en su mente.
Por fin!!!! No huervvaaaaasss a hacerme esto por dios!!! Que me habías dejado a medias!!! Sigo leyendo que me sigues teniendo intrigada con todo este enredo!!!
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