CAPÍTULO I
El
sorprendente matrimonio de la señorita Katherine Gold
Mediados de mayo de 1819
Una oscuridad y
penumbra casi totales eran las dueñas de la residencia Gold situada en la calle
Albermale Street. Éstas hubieran impregnado todas y cada una de las estancias
de dicha mansión sino hubiera sido porque los últimos resquicios de la hoguera de la chimenea del señor Gold,
demasiado testarudos y desafiantes al frío que comenzaba a inundar todas y cada
una de las habitaciones, decidían plantar batalla al inusual frío de las noches
primaverales londinenses y mantenerse encendidos.
Estas mismas
minúsculas llamas que permanecían ardiendo eran las responsables de que el
silencio tampoco fuera total y absoluto en dicha casa, ya que, muy de vez en
cuando, éstas crepitaban y hacían saltar alguna pequeña chispa que, dado a la
inexistencia de ruido a su alrededor, amplificaba su apenas imperceptible ruido
en cualquier otra circunstancia.
La permanencia e
incluso podría decirse la existencia de dichas llamas no se debía a un descuido
por parte del servicio de la familia Gold; los cuales sin duda ya se habían ido
a dormir dadas las altas horas de la madrugada que eran, no. El motivo o la
razón por las cuales dichas llamas permanecían activas era porque había alguien
despierto en la casa a esas horas y además, estaba sentado justo enfrente de
dicha chimenea; ocupando un asiento y un espacio que no le pertenecían y que
nunca llegarían a pertenecerle pese a ser miembro de la familia.
Un alguien que no
era otro que el único vástago femenino de los duques de Dunfield; además de
incomparable de su generación, la señorita Katherine Gold.
La eterna solterona
incomparable según las palabras de Christina Thousand Eyes.
Una Christina
Thousand Eyes que no hacía otra cosa que poner en papel las palabras que su
propia madre le dedicaba a diario tanto en privado y, cada vez más a menudo en
sus apariciones públicas.
Lo que ninguna de
las dos sabían (y en realidad, nadie de la alta sociedad británica, ni tan
siquiera sus amigas más íntimas) era que estaban completamente equivocadas.
Ella no era la eterna solterona Gold puesto que estaba casada desde hacía poco
más de un año.
De hecho, se había
casado justo la misma noche en que su amiga Rosamund organizaba su primera
fiesta social como la marquesa de Appleton y a su vez, la misma noche en que su
amiga Penélope se había comprometido con William Crawford; el duque de
Silverstone.
William Crawford.
El ya mencionado
duque de Silverstone y a su vez, uno de los mejores amigos de su hermano mayor
Jeremy; por no decir que era el mejor partido de su generación en cuanto a su
riqueza, buena posición social por su amistad con el regente y, por qué no
decirlo también, por su gallardía.
Dicho de otra manera,
estaba cantado que era el perfecto partido como marido para ella. Y por si no
le había quedado claro prácticamente desde que su nombre comenzó a hacerse
notar en los círculos sociales, de nuevo, su propia madre se había encargado de
recordárselo y, cual si de una vidente se tratase, antes de que marchase a la
guerra contra Napoleón, había comenzado a entrenarla de forma intensiva para
llamar su atención y que él cayese rendido a sus pies la primera vez que fueran
presentados.
Ni siquiera se
molestó en preguntarle su opinión al respecto; era su deber porque descendía
por parte materna de una línea de mujeres que siempre habían conseguido a los
mejores partidos y en consecuencia, habían tenido las mejores bodas de sus
contemporáneos, desde siete generaciones atrás. Y hubieran sido el mismo número de
generaciones de incomparables sino hubiera sido porque miss Carpet le hubiera
arrebatado este título a la propia lady Dunfield una generación atrás.
Desde ese mismo
momento de bochorno familiar, Justine Gold se prometió a sí misma que si algún día tenía una hija, la
situación no volvería a repetirse y ella devolvería la gloria y restauraría el
honor perdido a las mujeres Matthews.
Y así sucedió.
Esa fue la historia
como a base de privaciones, mano dura, esfuerzo sobrehumano y sobre todo, mucha
infelicidad al carecer de una infancia similar al del resto de las niñas la alta sociedad, ella, la señorita Katherine
Gold, se convirtió en la incomparable de su generación.
“Objetivo
conseguido” pensó mientras esbozaba una mueca de falsa felicidad.
No podía decirse lo
mismo de su segundo objetivo vital ya que, no solo no consiguió atraer la
atención de William Crawford (aunque en realidad sí que lo hizo, solo que de
una manera equivocada) sino que éste pasó por delante de ella y decidió escoger
como su esposa a la más tímida y poco llamativa físicamente de sus amigas, la
señorita Penélope Storm.
Cuando Katherine se
enteró de la noticia fingió sentirse profundamente herida y dolida pero, en su
fuero interno, se alegraba enormemente por su amiga; la cual se merecía algo de
felicidad en la vida después de vivir con la arpía de su madre y la secuaz de
su hermana menor; la cual no tenía mucha personalidad propia, en su opinión.
Ella sabía cuál
sería la reacción de su madre cuando descubriese esta noticia y, en efecto, no
quedó decepcionada con el modo de actuar de su madre; la cual la desairó
públicamente (dando a entender que le avergonzaba el hecho de que fuera su
hija) en un salón de baile abarrotado de gente.
Lejos de abatirse, y
dado que, si algo le habían enseñado toda una vida de duro entrenamiento y doce
temporadas en sociedad era que si mostrabas tus emociones delante de otros,
sería la comidilla y el blanco de todas las críticas durante al menos dos
temporadas como mínimo, decidió abandonar la fiesta con toda la dignidad
posible mientras su interior bullía de furia y su mente planeaba un acto de
rebeldía y descontrol que tan aleatoria y puntualmente llevaba a cabo.
Momentos de rebeldía
como cuando pisó a propósito y en consecuencia rasgó el vestido de Rebecca; su
primera cuñada, cuando ésta llamó bastarda a la cara a su amiga Verónica. O
como cuando robó las botellas de champán francés destinadas al consumo de la
pareja matrimonial formada por su hermano y su primera esposa (la ya mencionada
Rebecca) en su noche de bodas para más tarde, emborracharse en dicha ceremonia
nupcial.
Otro de sus actos de
rebeldía más sonados se produjo cuando puso en riesgo a propósito su virtud y
su buena reputación al ir a visitar a plena luz del día la residencia de lady
Jane Hurley; la condesa de Oxford y Mortimer y una de las mujeres de peor reputación
de la última centuria.
Tanto ése como el
momento en el que mostró su apoyo en público (desobedeciendo las órdenes
familiares al respecto) a su amiga Rosamund Harper en la falsa acusación de
robo por parte de Cassandra Cassidy podrían considerarse como sus últimos actos
de rebeldía en público.
No obstante, su
rebeldía y su temperamento no se reducían a actos de pleno conocimiento público
ya que también realizaba actos de rebeldía de manera mucho más íntima y por
tanto, de mucha menor resonancia social. Debido al “anonimato” de los mismos,
éstos eran realizados de manera mucho más continuada y solían ser siempre los
mismos; de ahí que le resultase difícil de asimilar la idea de que no la
hubieran descubierto. Entre esos actos se encontraban precisamente las dos
transgresiones de buen comportamiento que estaba realizando en ese preciso
instante: desobediencias que consistían
en el robo de la botella de whisky escocés de mayor antigüedad de la bodega
personal del duque de Dunfield para cual
había ido a la bodega personal de su pare y había escogido a propósito la
botella abrirla y degustar y brindar con
un par de vasos frente al fuego de la chimenea; justo como todo buen noble
masculino (y nunca una dama) haría.
Hubiera acompañado su licor con un buen tabaco de pipa pero e incluso a que hoy
se sentía especialmente rebelde, decidió finalmente no encenderla, pues no
quería provocar un incendio y su correspondiente tragedia al quemar los
valiosos documentos que dicha estancia poseía.
En su lugar, decidió
reemplazar tan masculina costumbre por su nueva y más reciente manera de
transgredir las normas teniendo un comportamiento excéntrico y poco habitual;
decidió ir a la cocina, pelarse una piña, partirla en pequeños trozos y
degustarla como si de una delicada preciosa se tratara, es decir, sin
masticarla y dejando que cada uno de los pedazos se deshiciese en su boca al
apretar la lengua contra el paladar.
Dicha acción en sí contenía un doble acto rebelde, con lo
cual si era descubierta, el castigo sería aún más severo. Ya no solo se debía a
que hubiera ido a la cocina y hubiera utilizado sus utensilios e instrumentos
para prepararse ella algo para comer, acción que tenia terminantemente
prohibida pues para eso tenían servicio
contratado y viviendo de forma permanente en la casa (aunque su madre se
escandalizaría si supiera que ella se manejaba de forma independiente en esos
menesteres desde sus tiempos en la escuela para señoritas de Miss Carpet
gracias a la propia directora); no.
La verdadera razón por la cual sería duramente reprimida era
precisamente por el tipo de comida que estaba degustando en esos instantes. No
era porque se tratase de fruta ya que si bien podía ser considerada como postre
(y de hecho era incluida en numerosos postres) no era la comida más adecuada
para los miembros de la aristocracia, especialmente porque era alimento básico
de la dieta de los miembros de los grupos sociales inferiores. El problema en
este caso estaba relacionado con la fruta en cuestión; sí, con la piña.
Los miembros de la aristocracia no comían piña aunque
estuviese en la mesa.
Los miembros de las clases inferiores no comían piña.
En resumen, nadie comía piña; por mucho que se tratase de
una fruta.
Y ¿por qué?
Porque aunque la piña fuese una fruta[1],
la consideración principal que ésta tenía era la de ser un artículo de lujo. Y
como otros productos de lujo, éstos debían ser utilizados para la ostentación y
no para el uso real y habitual que éstos podrían tener.
Katherine entendía este pensamiento para otros objetos de
lujo como las sedas o determinadas porcelanas decoradas, pero no para las
piñas; mucho menos desde que se enteró de las pequeñas fortunas que los
aristócratas despilfarraban[2]
en tan exótica fruta y su cultivo solo para pasearlas en público como si de una
mascota se tratase o incluso peor, para ser colocadas en el centro de las mesas
de los banquetes de sociedad rodeadas de (ironías de la vida) otras frutas y sus primas las hortalizas;
todas ellas menos afortunadas ya que iban a acabar en el interior del estómago
de algún noble (probablemente obeso).
Ahora comprendía perfectamente las exacerbadas críticas que
hacía la escritora Jane Austen en algunas de sus obras con respecto a este
asunto. [3]
E incluso llegaba a entender mínimamente el hecho de que era dicha fruta
formase parte del lenguaje cotidiano aristocrático en frases hechas como “Una
piña del mejor sabor” y que tan vegetal
y metafórico hubiese terminado por sustituir a las frases originales cuyo
significado estaba mucho más claro para
los no ductos en términos de lenguaje y vocabulario.
Katherine tenía claro la primera que probó la piña que la
tenía terminantemente prohibido como alimento desde que algún erudito le dio
ese cariz político y por eso, desobediente y rebelde a su manera, se apresuró a
probarla. Sin embargo, una vez la paladeó, se enamoró de la dulzura de su sabor
y podría decirse que se volvió una adicta del mismo.
Desde entonces, cada vez que tenía ocasión (y antes de que
las frutas fuesen devueltas en perfecto estado de conservación) se aseguraba de
guardarse (o al menos comerse) una. No le había ido mal hasta lo de ahora ya
que, aparte del hecho de que se pasaba buena parte de la mañana en el excusado
orinando cada vez que ingería una de estas frutas la noche anterior, su vida no
había sufrido cambios sustanciales.
Katherine miró con tristeza y compasión al último pedazo de
fruta que le quedaba de la pila que había troceado antes de pensar que debía
terminarse su cena de una manera poco convencional, acorde a su exótico postre.
Tras un corto período de deliberación, decidió que el método
por el cual se terminaría su cena sería lanzando al aire y capturándolo con la
boca. Parecía una manera fácil e incluso algo infantil, pero debía añadírsele
un plus de dificultad y entretenimiento ya que el fuego de la hoguera se
acababa de apagar.
Y así lo hizo.
Solo que cerró la boca antes de tiempo y en consecuencia, el
último trozo de fruta rebotó contra su boca cerrada antes de caer al suelo y
perderse en la penumbra de la estancia.
Katherine hizo un mohín y pronunció una palabrota para
expresar su desagrado con la situación antes de mirar hacia el suelo e intentar
visualizarlo; tarea imposible porque la habitación carecía de alguna
iluminación ya que para más inri, llovía a cántaros esa noche y las pesadas y
oscuras nubes impedían la filtración de algún rayo de luna que le facilitase la
identificación del pedazo.
“Otra opción sería agacharse y palpar el suelo en su
búsqueda” pensó. “No debe haber ido muy lejos porque no es redondo” añadió y se
dispuso a comenzar su búsqueda. Sin embargo, cuando sus rodillas estaban a punto
de tocar el suelo, una pregunta cruzó su mente y se preguntó si debería comerse
ese último resto de comida. No porque dudase de la eficiencia en los trabajos
de limpieza de sus empleados sino porque, si su madre llegaba a casa y la
descubriese en la posición que tenía que ejecutar para dar con él no pensaría
nada bueno de ella, ya que una dama jamás se arrodillaba por nada o nadie que
no fuera de la familia real o algún otro par del reino que tuviera un título
superior al de su familia. Cuanto menos por comida.
¿Debía correr ese riesgo innecesario?
“¡Por supuesto!” exclamó envalentonada antes de agacharse en
su búsqueda.
Apenas llevaba un par de tanteos cuando su mano dio con
algo.
Un algo que por supuesto, no era su trozo perdido de fruta
ya que para empezar, se trataba de algo redondo o mejor dicho circular y,
aunque su valor monetario pudiera ser menor que el de la fruta que estaba
buscando, para ella tenía un valor personal mucho más elevado ya que se trataba
ni más ni menos de su alianza de boda.
Se reprendió a sí misma duramente ante la posibilidad de la
pérdida de la joya antes de colocárselo inmediatamente en el dedo anular de su
mano izquierda.
Una cosa era haberse casado en secreto y otra bien distinta
era perder la única prueba (momentánea) que confirmaba tal hecho y que sería el
pasaporte directo hacia su libertad.
“Estoy casada” se dijo mientras jugueteaba con la
circunferencia del anillo y se ajustaba para que no se moviese ni un milímetro
de su dedo. “Estoy casada” se repitió hasta colocar el diamante central que su
alianza poseía justo en el centro del dedo. “Estoy casada” dijo una tercera vez
seguida, como si intentase grabarse este hecho en su memoria; aunque era
totalmente innecesario porque ella no se había olvidado de este hecho en ningún
momento.
¿Cómo podía olvidarse de este hecho cuando las
circunstancias de su enlace fueron especialmente peculiares?
Habían pasado nueve meses desde aquel hecho y aunque durante
ese tiempo habían sucedido muchos cambios (como el nacimiento de los gemelos de
Penélope y William) ella recordaba perfectamente y con todo lujo de detalles la
manera en que conoció al que hoy día era su marido; el señor Ian MacReed.
Su primer (y hasta ahora único) encuentro se produjo en el
primer baile que organizaba su amiga Rosamund como duquesa de Greyfor y que
casualmente (entendiendo casualmente como todo lo contrario, es decir, a
propósito) fue el evento en el que William decidió pedirle matrimonio a
Penélope en un gesto tan romántico que le asqueaba.
Precisamente fue el conocimiento de esta noticia momentos
antes a que la acción se produjese fue la causa determinante por la cual desobedeció las órdenes de
Rosamund y se alejó en dirección completamente opuesta lo más rápido que sus piernas y la gente que abarrotaba la
mansión esa noche, le permitieron mientras refunfuñaba y maldecía entre dientes
a la par que pensaba en métodos de disculpa para su madre.
Finalmente, decidió que la mejor idea y opción para distraer
la atención de su madre acerca de este tema era la realización de un acto de
rebeldía y desobediencia lo suficientemente grave como para desviar la atención
sobre este otro tema que estaba segura que sería considerado como uno de los
eventos de la década. En otras palabras: debía emborracharse hasta tal punto
que fuese el alcohol y no la mente lo que la terminase por controlar y dejar
que fuere este el dueño de su comportamiento futuro hasta que perdiera la
consciencia.
Tan concentrada caminaba
con el objetivo mental de ubicar la bodega de lord Greyford para beber lo más
fuerte que tuviera y comenzar su estado de embriaguez cuanto antes que no vio
al señor mayor que apareció de la nada
frente a ella y por tanto, como no podía ser de otra manera, chocó contra él.
Ahora que lo
analizaba con el ojo crítico de la retrospectiva se dio cuenta de que su
comportamiento con él fue muy rudo, maleducado e incluso condescendiente, ya que no tomó en serio ni una sola de las
palabras que le dijo en su escueta conversación. O al menos, no le prestó
atención hasta que mencionó la posibilidad de una boda que le convertiría de
inmediato en duquesa.
Duquesa.
Justo el título
nobiliario que estaba deseando obtener debido a un estúpido e infantil pacto
que realizó con sus amigas doce años atrás y que casualmente, era el mismo
título que todas ellas o bien poseían o poseerían cuando los actuales duques
falleciesen.
En ese punto prestó
toda su atención a la conversación; máxime cuando esa posibilidad podía
convertirse en realidad esa misma noche. Además, su ducado estaba situado en
las Highlands escocesas (un lugar que no tenía intención de visitar nunca) y su
futuro marido; el actual duque era un señor mayor (o un anciano en otras
palabras) y por muy robusto, jovial y sano que pareciera estar y a no ser que
ocurriese una desgracia, moriría antes que ella y le dejaría una buena parte de
su herencia (sino toda) para su total disfrute y gasto.
Hecho que la
convertiría en una mujer libre.
O si bien no
totalmente libre, sí que más independiente de lo que había sido en sus pasados
casi veintinueve años.
No se lo pensó dos
veces.
Ni siquiera leyó el
contrato matrimonial que Ian (su esposo) le ofreció para que firmase y tampoco
se casaba por amor como sus amigas pero al final de su viaje matrimonial sería
tan feliz o más que ellas; solo que ente caso su felicidad sería individual y
no se la proporcionaría una realidad como una familia. Lo harían dos sensaciones intangibles aunque no
por ello más desdeñables como eran la libertad y la independencia.
De ese hecho hacía
ya más de ocho meses.
Ocho meses desde que
no tuviera más noticias de su esposo.
En ningún momento
puso en duda las palabras que este le prometió acerca de que le retornaría los
documentos firmados una vez que los hubiera examinado y firmado el abogado de
su familia para darle plena total validez legal. Mucho mejor para ella porque
si algún abogado de Londres hubiera sido el encargado de tratar el asunto de su
licencia matrimonial, el secretismo que la había caracterizado se esfumaría en
un abrir y cerrar de ojos. Ventajas e inconvenientes de ser la hija del duque
de Dunfield.
No sabía mucho de
Escocia y su opinión acerca de los escoceses no era la mejor pero… si de algo
estaba plenamente convencida era de que cuando un Highlander daba su palabra,
ésta era de fiar pues en ella iba su honor y el de su clan.
Por tanto, sus
papeles y su contrato matrimonial no tardarían en llegar. Eso si el abogado
encargado de llevar este asunto decidía ponerse de una vez por todas manos al
asunto ya que, sin duda, él debía ser el responsable único y máximo del retraso
que este asunto llevaba.
Pero no, su vida iba
a dar un giro radical muy pronto gracias a esos papeles; tenía una corazonada
al respecto.
Y el descubrimiento
de su matrimonio secreto tendría tantas consecuencias y positivas derivaciones
que su corazón se aceleraba y su cerebro se abrumaba al pensar en tantos
cambios inmediatos.
Serían numerosos
pero, sus pensamientos se concentraban en dos:
1. El primero de ellos sería una mudanza de la
residencia familiar de la calle Albermale. Se acabó el vivir bajo la atenta
mirada y el escrutinio crítico continuo de su madre. Desde el mismo instante en
que tuviera el contrato matrimonial en las manos, saldría a buscar una
residencia donde pudiera vivir ella sola.
¿Sola?
Sí, sola.
Su contrato
matrimonial le amparaba legalmente para adquirir una nueva residencia; ya se
había encargado ella personalmente de añadir esa cláusula al documento. Un
documento en el que su marido la amparaba legalmente y ponía a su disposición
su fortuna para la adquisición de una vivienda que sería el hogar conyugal del
matrimonio MacReed en la ciudad de Londres.
2. Y el segundo y más importante aspecto sobre
el cual sus pensamientos post mudanza estaban más centrados no era otro que el
de la consecución de un amante.
Puede que fuera la
primera de sus amigas que tuviera el “honor” de recibir un beso de manos de un
jovencito; un mozo de las caballerizas de la escuela para señoritas de Miss
Carpet pero, desde que fuera presentada en sociedad y por tanto formara parte
del mercado matrimonial femenino, no había recibido ni un solo beso.
Eso no quería decir
que no hubiera sido protagonista indiscutible de al menos varias tentativas
durante sus doce temporadas en sociedad, lo que ocurría era que ella había
sabido muy bien cómo manejarse en ese tipo de circunstancias.
Debido a su buen
hacer, se había ganado a propósito el sobrenombre de la “la fría rosa de Inglaterra”
entre el sector masculino. Una referencia que a ella no le molestaba demasiado
ni se tomaba demasiado en serio pese a que en algunas ocasiones el tono con el
cual era pronunciado contenía toda la sorna y el desdén que tan solo un rechazo
mal sobrellevado podía provocar.
No era ninguna
frígida o calientabraguetas como otros se habían atrevido a llamarla, lo que
ocurría era que ningún hombre le había atraído hasta el punto de volverse loca
de deseo y por tanto, de permitirle que
la tocara. Además de que, al contrario de lo que muchos pensaban, no era tan
estúpida como para poner en entredicho su buena reputación y que por un momento
de estupidez se viera encadenada a un matrimonio permanente con el “oscuro
objeto de su deseo”.
No.
Para eso mejor estar
sola y viviendo un extenso periodo de celibato sin ser monja.
Pero, como todo en
la vida, dicho período de celibato también iba a concluir muy pronto.
Concretamente en el mismo momento en que tuviese su propia vivienda comenzaría
su búsqueda seria para la consecución de un amante.
En realidad, su
búsqueda ya había comenzado y de ahí que pasase tanto tiempo en compañía de
lady Hurley; pues nadie mejor que ella para orientarle y darle los mejores
consejos en ese tema.
Era demasiado tarde
para formar una familia propia según el propio desarrollo corporal femenino (en
realidad era demasiado tarde para iniciarse en terrenos sexuales según comentarios
jocosos y ofensivos de su propia mentora) pero no había nada que no recomendase
un poco de diversión y ratos agradables en ese mismo terreno así que ¿por qué
no?
¿No decían que nunca
era tarde si la dicha es buena?
Pues ella estaba
segura que esta dicha sería mejor que ninguna anterior de las que hubiera
tenido.
¿No estaba
preocupada de que esos rumores de infidelidades y díscolo comportamiento
traspasaran las fronteras británicas y alcanzaras las altas tierras escocesas?
Lo cierto era que no
porque ella sería la discreción personificada (y antítesis de la mujer de la
que se hacía acompañar en público recientemente) en ese terreno y en el improbable de que este
hecho sucediera, bastaba con que lo negase con la suficiente vehemencia como
para que su esposo terminara por creerla.
Por último, si su
esposo resultaba ser uno de esos habituales ancianos desconfiados y se
presentaba en Londres exigiendo explicaciones (e incumpliendo el voto
matrimonio matrimonial de la confianza que le había prometido) en la puerta de
su casa, ella se encargaría de utilizar todas sus estrategias persuasorias para
convencerlo de lo contrario. Era una de las ventajas de haberse criado junto a
tres varones en casa de caracteres diametralmente opuestos entre sí, que había
tenido toda una vida de práctica acerca de cómo controlar manejar a los hombres
a tu antoja hasta la consecución de tus objetivos. Y no dudaría en poner en
práctica esos conocimientos para parecer una devota esposa ante los ojos del
señor MacReed y convencerlo de que lo escuchado no eran más que habladurías de
personas envidiosas de su peculiar matrimonio. O incluso podía apelar a la más
que segura vida de escarceos amorosos y amantes varias que había debido llevar
antes de que conocieran en búsqueda de comprensión y entendimiento mutuo para
volver a sus malos hábitos en el mismo momento en que cruzara el primer pueblo
limítrofe al norte de Londres.
Su vida futura no
pintaba mal.
Pero para ponerla en
práctica debía tener en sus manos el dichoso y esquivo contrato matrimonial.
Ese contrato
matrimonial era la llave de su libertad y su independencia.
Una libertad e
independencia que, como pensamientos abstractos que eran no tenían olor, color
o sabor pero si llegaran a tenerlos, se parecerían mucho al whisky que su padre
poseía en sus bodegas y de cuya botella ella se había servido un nuevo vaso sin
ser muy consciente de la realización de dicha acción.
“Por la libertad”
dijo de manera mental mientras alzaba el vaso y lo apuraba de un solo trago,
antes de arrojar el vaso contra la pared para que se rompiera en pequeños pedazos,
pues comenzaba a sentir los efectos de una súper ingesta de alcohol y en
consecuencia había llegado el momento de detenerse y de irse a dormir.
Ya tendría tiempo de
cometer excesos cuando se revelase como una mujer casada de pleno derecho
frente a todo el mundo.
“Libertad… ¡Qué bien
más preciado eres!” pensó mientras suspiraba e hipaba. “Ahora entiendo por qué
hay gente que da su vida por conseguirte” añadió.
¿Cuándo conseguiría
ella su libertad?
¿¡¿¡¿Cuándo demonios
iba a llegar su contrato matrimonial?!?!?
[1]
El propio nombre en inglés “pineapple” lo denota. Aunque sería mucho acertado
reseñar que es el sufijo de la propia palabra; “Apple” el que le daba la
consideración de fruta.
[2]
En el siglo XVIII, el duque de Oxford pagó una guinea (la moneda de mayor valor
del sistema monetario británico al estar realizada enteramente de oro) por dos
guineas. Y de hecho, a finales del mismo siglo (1793), Sir Richard Steele, un
político y escritor irlandés fundador de la revista literaria de cotilleos The
Tatler (De la basura) bajo el
pseudónimo de Isaac Bicksrstaff calificó a la piña como “El príncipe de las verduras” y además recomendaba lo siguiente: “Un pinar es aquello que todo hombre de rango
y fortuna debería poseer”. Opiniones como esta reforzaban el carácter
extravagante y exótico de la fruta.
[3]
N. Aut: La obra a la que hago
referencia a través de los pensamientos de Katherine, no es ni más ni menos que
La abadía de Northanger; obra
publicada en 1817 y por tanto de forma póstuma. En dicha obra, la piña tiene connotaciones políticas incluso:
dado que esta fruta era conocida popularmente como el rey o el príncipe de la fruta ya que sus
hojas verdes tenían forma de corona, su asociación con las figuras del monarca
y la monarquía eran innatas. Así mismo
en algunas partes de la obra, ésta adquiría el carácter simbólico del poder
absoluto y hacía hincapié en la fortaleza de la monarquía en una época de la
historia donde se habían sucedido numerosas revoluciones. Por tanto, el hecho de comer la piña o no implicaba para
la autora la manifestación de su pensamiento político: comerla significaba que
eras favorable a las revueltas y a la revolución y el hecho de no comerla y
conservarla como objeto de lujo implicaba un patriotismo conservador.
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