domingo, 21 de julio de 2013

Un pequeño descanso

Hola a todas mis lector@s y seguidores, les informo que mis musas y yo nos hallamos ahora mismo en plena redacción de mi trabajo de final de máster sobre divinidades en Emérita Augusta a través de la epigrafía, por lo que lo hemos dejado un poco aparcado.
No se pongan tristes porque cualquier día les sorprendo con la historia corta de cómo se conocieron...
¡Disfruten del verano mientras!

miércoles, 10 de julio de 2013

Capítulo 8, De toda la vida

CAPÍTULO VIII
Mattheus Appleton, duque de Greyford
A menos pisamos los valles de Castalia
Y de viejas cañas oímos la música silvestre
Ignorada por el común de las gentes;
E hicimos nuestra barca a la mar
Que las musas tienen por aspecto
y libres trazamos surcos en olas y espuma
y hacia tierras seguras no izamos reacias velas
hasta bien rebosar nuestro navío.
De tales tesoros despojados algo queda:
 la pasión de Sordello y el verso de miel
del joven Endimión, altivo Tamerlán
portando sus jades tan cuidados y, más aún
las siete visiones del Florentino.
Y del Milton severo, solemnes armonías.
Amor intellectualis Oscar Wilde (1854-1900)

Mattheus Richard Kendrick Appleton; duque de Greyford comenzaba a desesperarse.
Más de una semana; ¡diez días!
¡Diez días desde que comenzó a buscar en serio y con ahínco a una posible ayudante que le sirviera de apoyo para refutar la teoría de un libro que le tenía fascinado.
Y a consecuencia de esta fascinación tenía un problema.
Esas eran las dos conclusiones a las que había llegado en el camino desde su inmenso jardín trasero al interior de su casa sita en el número 8 de Savile Row todo sudado; cabe reseñar.
Sudado porque había estado practicando deporte.
Ejercitando sus habilidades y adquiriendo fuerza en sus brazos trepando por los árboles para ser exactos. Para ser exactos y para la más total y absoluta incredulidad de sus secuaces y trabajadores de su casa; especialmente de los hermanos Wilkinson, cuyas caras de no entender nada no tenían desperdicio alguno.
“Todo era culpa de ese libro” pensó.
¿Qué libro?
¿De qué libro se trataba exactamente que le llevaba a cometer  semejantes locuras a ojos de sus semejantes y que le traía por la calle de la amargura en lo que en la búsqueda de una persona adecuada se refería?
Ni más ni menos que El origen del Hombre de Charles Darwin[1]. Un libro que, siguiendo la tónica del anterior que había leído de este mismo autor había causado un enorme revuelo. Puede que incluso más porque éste se aplicaba al hombre y venía a explicar a grandes rasgos que el ser humano y el mono tenían un antepasado común del que descendían; solo que desde ese primer antepasado habían evolucionado de manera diferente.
O sea, que hasta ahora el creacionismo imperante estaba rotundamente equivocado  y Dios no había creado al ser humano a su imagen y semejanza.
“Los conservadores y fieles seguidores acérrimos de las distintas religiones de Inglaterra se tirarán de los pelos si esto llega a adquirir seguidores” pensó, sonriente.
Atrevido cuanto menos.
Era descabellado, por supuesto.
Pero no imposible porque él mismo pudo comprobar con sus propios ojos como los habitantes del Congo y Nueva Zelanda (lugares donde él había estado durante el transcurso de la guerra) trepaban por los árboles de la misma manera que algunos monos y distintos primates con los que compartían hábitat.
“Cosa de salvajes” les decían los “civilizados” exploradores que lo acompañaban (civilizados exploradores que no dudaban en asesinar o violar indígenas según sus apetencias momentáneas. Ese tipo de civilización)
No conocía personalmente a ese tal Darwin pero le consideraba un revolucionario y solo por eso, ya le caía bien y por eso, se había convertido en un favorable partidario y un creyente total y absoluto de esa teoría; sobre todo tras haberlo experimentado por sí mismo pudiendo sacar partido a los numerosos árboles de su amplísimo jardín en el número 8 de Savile Row y que estaba contiguo al famoso Hyde Park.
Con ello también daba argumentos y alicientes más que sobrados al abundante sueldo que pagaba al jardinero.
Un jardinero que lo odiaba en estos momentos; por otra parte.
¿Por qué?
Porque había decidido poner en práctica lo que hasta ahora solo había visto. En otras palabras, se había puesto a trepar árboles en su jardín como si de un propio primate se tratase. Pero no solo eso. También había obligado a los hermanos Wilkinson; sus trabajadores y amigos más fieles a realizarlo.
Todo bajo la atenta mirada y gritos acusadores del jardinero; quien se acordó de todos los miembros de su familia.
Las tres con idéntico resultado: no tuvieron la más mínima dificultad en hacerlo. Cosa con la que ya contaba de antemano puesto que su educación había sido bastante austera y siguiendo el ejemplo de lo militar; con la consecuente preparación física que ello conllevaba. Y los hermanos Wilkinson… para resumir y suavizar… se habían creado en las calles del Soho londinense y desde pequeños habían tenido que buscarse la vida por sí mismos, con todas las habilidades físicas que ello conllevaba.
Por eso, aunque útiles para comprobar el experimento eran del todo inútiles para refutarlo.
Ergo, necesitaba a una persona que lo hiciese.
Una persona que lo refutase.
Una persona que no realizase actividad física habitualmente.
En otras palabras; un noble.
Una mujer noble.
Pero no porque las considerase incapaces frente a los hombres en este aspecto. No. En su caso, respondía a que era mucho más funcional; dado que el único ejercicio físico que realizaban y que podían llegar a cansarlas eran sus lecciones de baile y por tanto, era mucho más lógico que estuvieran en peores condiciones físicas que los hombres.
Lo cual era perfecto para refutar la teoría según el plan que tenía en mente aunque hubiese mujeres en sociedad que rompieran los estereotipos generales de sumisión y delicadeza. Mujeres como Rosamund Harper y el puñado de “privilegiadas” que además de recibir una educación femenina completa, también habían recibido una espartana educación y preparación militar espartana de manos de sus progenitores.
Greyford descartó de inmediato a ese pequeño conjunto como posibles ayudantes y sujetos científicos de refutación de la teoría de Darwin.
Le gustaba leer. Sobre todo trabajos y tratados científicos.
No en vano, se consideraba a sí mismo como un investigador y científico amateur.
Así lo reafirmaba el busto de Newton que adornaba el pasillo principal de su casa y que le había costado una pequeña fortuna pues estaba labrado en auténtico mármol de Carrara[2].
El problema que se le planteaba no era el hallazgo de una ayudante, pues en teoría tenía un amplísimo margen donde elegir a la más adecuada; que también. Sin embargo, a este primer problema debía añadir que esa mujer debía ser lo suficientemente discreta, inteligente y “atea” (entendiéndose “atea” por tener una mente abierta) como para ofrecerse voluntaria.
Nuevamente problemas.
Seguía sin encontrarla.
Él nunca había menospreciado ni considerado a las mujeres como el sexo débil o inferior en comparación con el hombre. Y tampoco las calificaba de objetos.
No obstante y debido a sus experiencias más recientes… se lo estaba cuestionando seriamente.
¿Qué demonios les pasaba a los cerebros e intelectos de las jovencitas debutantes cada nueva temporada? ¿Encogían?
Otra respuesta o explicación lógica a las situaciones sociales que había iniciado él mismo y en las que se había envuelto junto a ellas no acudía a su mente.
Situaciones consistentes en conversaciones donde escogía a una de entre la multitud de jovencitas que asistían a cualquier evento y le realizaba una serie de preguntas de carácter general para ver si tenía conocimientos mínimos de toda clase.
Para su enorme disgusto y exasperación, hasta lo de ahora no había dado con ninguna que cumpliese mínimamente con lo exigido.
Quizás fuesen todas rematadamente estúpidas; lo cual era muy probable con la mayoría. Pero se negaba a aceptar esa teoría. Tenía que existir una mujer en todas esas salas y salones lo suficientemente inteligente como para que fuese escogida como su ayudante.
Quizás es que era gafe y había tenido una suerte pésima a la hora de hacer la preselección escogiendo a las que eran más tontas; lo cual tampoco sería una idea descabellada o que debiera ser ignorada ya que era asistente a dichos eventos por obligación y no por gusto; pues le costaba horrores relacionarse e interactuar con otros nobles y seres humanos en general. No en vano él nunca había sido educado en esas lides ya que era tercer hijo. No. Es más, él siempre se crió a sus anchas, salvaje.
De hecho, carecía de habilidades sociales nobiliarias, ya que la inmensa mayoría de sus amistades tenían un perfil medio bajo y de la más baja escala social y de la peor calaña. Buena muestra de ello era que la mayoría de sus trabajadores procedían del Soho y que él hablaba un perfecto cockney.
Sus habilidades nobiliarias en cambio… eran otra cosa.
Razón de más y de sobra por la cual la segunda opción también fuese muy viable.
Lo cierto es que tampoco le prestaba gran atención a las relaciones e interacciones que allí ocurrían, aunque se sabía y conocía de memoria los nombres de todos ellos.
Además, era tímido y desconfiado por naturaleza; lo cual le confería un aspecto frío, distante, inaccesible y amenazante incluso de oscuro y siniestro. Pero si a esas características descriptivas iniciales le añadías unos gustos que podían calificarse como raros o excéntricos, su imagen ya de por sí deformada aumentaba… para mal.
Por si esto no fuera suficiente, la única oportunidad que había tenido para congraciarse con algunos nobles uniéndose al ejército para defender a Gran Bretaña frente al enemigo francés la había descartado por numerosas razones, destacando dos:
1.      Para empezar no le importaba en absoluto la guerra y creía que bajo esa capa de martiriología que se lanzaban en los discursos públicos se escondían unos intereses políticos muy poderosos y muy favorables para ciertos sectores de la sociedad. En otras palabras, Napoleón sólo era la imagen visible y cabeza de turco para la consecución de otros objetivos.
2.      La segunda y última era que recelaba y bastante de la aparente camaradería tan íntima y de las amistades creadas durante el transcurso de la contienda; especialmente las de los altos cargos, ya que la doble moral y las falsas caras eran la tónica imperante en los eventos aristocráticos.
“Lo siento pero no, gracias” pensó.
A él le costaba abrirse y confiar, pero una vez superada la barrera, podías contar con un amigo leal y fiel para el resto de la vida. Así que no le apetecía perder el tiempo con intentos infructuosos de pseudo amistad y por ello en cuanto comenzó a tener constancia real de reclutamiento entre los nobles, abandonó el país en busca de aventuras.
Él realmente era un aventurero, no un noble.
Un aventurero que había viajado por todo el mundo y había trabado amistad con numerosas tribus de todos los territorios; llegando incluso a formar parte de algunas de las mismas (así lo atestiguaban los tatuajes que cubrían una parte de su espalda y antebrazo y que estaban ocultos bajo la ropa)
Un aventurero que cuando regresaba a casa, lo que más le gustaba era disfrutar de la paz y la tranquilidad que le ofrecía su “pequeña” casa en Gloucestershire (entendiéndose pequeña en términos relativos porque pese a que era tercer hijo disfrutaba de una buena asignación anual) y cuidaba de sus huertos (con una variedad extensísima y amplia de plantas procedentes de todos los países que visitaba) y sobre todo con la elaboración y recolección de su propia miel (pues poseía tres panales) y de su propio vino.
Toda esa tranquilidad, paz y alejamiento de los círculos sociales se fueron al traste hacía tres años con las muertes repentinas de sus hermanos mayores Francis (el primogénito) y Gerard, así como con su cuñada y su padre y que le convirtieron a él en el nuevo duque de Greyford a la “tierna” edad de veintinueve años.
Demasiado tarde para reincorporarse a la sociedad e intimar con las damas.
¿Tan difícil era pedir una mujer, no ya una cerebrito  sino una mujer normal e inteligente con algo de pasión por el conocimiento?
Él, al menos no lo veía complicado.
Otra cuestión era Dios, aquel ser, gran sustancia o potencia encargada de regir el Universo; para quien al parecer, esto era harto complicado.
Suspiró y expulsó el aire de forma sonora mientras se acercaba a la gran ventana de su salón que daba a la calle de sastres de ropa masculina de la alta sociedad (Savile Row) para pedir al cielo que le concediese esta petición en forma de regalo de cumpleaños adelantado (ya que el suyo era en septiembre). Cuando lo hizo comprobó que estaba lloviendo a cántaros.
Justo tal y como se lo habían anunciado las estrellas la noche anterior. Sonrió mientras pensaba que hasta ahora, el mundo de la ciencia (al contrario que el de las creencias) jamás le había fallado.


-          ¡Maldición – exclamó Penélope a gritos en plana calle. Tan fuerte que provocaba y atraía las miradas de los viandantes.
“Eres idiota” se dijo a sí misma, repitiendo uno los múltiples insultos que su madre le decía continuamente, “¿Qué es un complemento imprescindible para la primavera londinense?” se preguntó. “Un paraguas” se respondió. “Y ¿qué es precisamente lo que se te ha olvidado a ti?” volvió a preguntarse. “¡Un paraguas!” exclamó mentalmente entre un jaleo de aplausos mientras resoplaba.
Y encima, para colmo de males, lo que en un principio parecía un remedio se había convertido en algo horrible a sus intereses.
Se estaba refiriendo a la estúpida decisión de atajar camino de vuelta a casa desde Hyde Park yendo por Savile Row.
¡Savile Row!
Una calle casi exclusivamente comercial pero… ¡para hombres!
¡Hombres!
¡No mujeres!
Por eso mismo no podía entrar en cualquier tienda para guarecerse y a esperar a que pásasela lluvia en su interior.
Estaba  terminantemente prohibido.
Así que, solo le quedaba esperar guarnecida bajo algún saliente en la calle. Solución que hubiese sido la acertada en otra situación; no hoy.
¿Por qué?
Porque a la lluvia le acompañaban de vez en cuando unas fuertes rachas de viento que empapaban por completo su vestido y que habían arruinado la ya inexistente pluma de su sombrero.
“Bravo Penélope” se felicitó Penélope con ironía. “Tu dale motivos a lady Baker paraqué te odie. Como no te tiene inquina ya de por sí…” añadió.
Tan concentrada estaba desarrollando mentalmente la teatral escena de discusión que iniciaría con su madre que tardó bastante tiempo en darse cuenta de que le estaban haciendo gestos desde el interior de la casa situada justo enfrente suya.
Incluso tuvo que señalarse varias veces para asegurarse de que era a ella y no cualquier otra persona (algo difícil por otra parte ya que en ese momento ningún “valiente” se había atrevido a salir a la calle).
Cuando por fin se autoconvenció, corrió presurosa a cruzar la calle para resguardarse bajo techo, desobedeciendo y haciendo caso omiso a las voces que le advertían que debía ser más desconfiada y no seguir sus instintos así como así.
Lo haría en la siguiente ocasión porque en esta, tal y como decía el gran Maquiavelo: “El fin justifica los medios”.
Sin embargo, eran tantas las veces que se lo habían repetido a lo largo de su vida que no dejaba de preguntarse mentalmente de quién era la casa.
Lo peor de todo era que ella sabía perfectamente a quién pertenecía la mansión, solo que ahora mismo no lo recordaba,
Estando ya en la puerta y empapándose cada vez más (porque esta casa no tenía balcón que pudiera protegerla mínimamente) Penélope no dejaba de darle vueltas a ese pensamiento mientras se mordía la pate interior de su labio inferior.
“¿Quién vive aquí?” se preguntó. “¿quién vive aquí?” volvió a preguntar. “¿quién vive aquí?” se preguntó una tercera vez y se repetía continuamente mientras se estrujaba el cerebro empapado.
Dejó de hacerlo de golpe porque, sin previo aviso alguien la agarró del brazo y tiró de ella hacia el interior de la casa.
Lo primero que hizo Penélope al entrar en la casa fue abrir la boca, no ya por las enormes dimensiones del vestíbulo (que también) sino por la luminosidad del mismo.
Era tanta la luz que emanaban las numerosas y enormes ventanas de toda la casa (además de la procedente del jardín) que no le hacía falta iluminación artificial procedente de las velas. Y eso que el cielo estaba completamente oscuro y encapotado gracias a las nubes que descargaban con furia en ese instante.
Se sentía teletransportada a otro mundo…hasta que…
-          ¿Qué carajo jacía en la calle mujé? – le preguntó un hombre. – Pero ¿no ve que está lloviendo una porrá? – le reprochó. – Está usté loca – le dijo. - ¡Loca! – exclamó. - ¡Va a cogé una neumonía de caballo! – exclamo haciendo aspavientos con las manos.
El hombre de aspecto amenazante continuó parloteando y farfullando a una velocidad el triple de cómo lo hacían las personas normales y realizando unos exagerados aspavientos que provocaron en Penélope verdaderas caras de terror ante un posible golpe por su parte. También que diera pequeños saltitos (pequeños porque la falda de su vestido había absorbido tanta agua durante el tiempo que había estado fuera que ahora pesaba una tonelada) y le impedía casi por completo la movilidad.
-          Detente Wilkinson – le ordenó una voz firme y masculina de entre las sombras. - ¿No ves que estás asustando a la pobre chica? – le preguntó con tono divertido mientras abandonaba la oscuridad y se plantaba al lado de ambos con una sonrisa enorme en el rostro.
Cuando lo hizo, ya no hizo falta que Penélope se devanara los sesos acerca de la identidad del propietario de la vivienda donde se hallaba. No hizo falta dado que se encontraba justo delante suya.
En esta ocasión sí que maldijo su naturaleza extremadamente curiosa que en ocasiones muy puntuales la dominaba por completo y su tendencia a creer solo en lo positivo del mundo.
¿Por qué?
Porque el dueño de la casa de Savile Row para su horror extremo (manifestado de sobra en su rostro) era… ¡Lord Greyford! ¡Lord Greyford!
O Grey; nombre utilizado por sus amigas para referirse a él.
¡El asesino de mujeres!
Intentó huir pero sus piernas flaquearon y a punto estuvo de caer al suelo. Pero lord Greyford lo impidió agarrándola por el brazo.
-          ¿Lo ves? – le preguntó a Wilkinson. – Eres un mal empleado y peor anfitrión, Wilkinson. La haces entrar en casa y en vez de ofrecerle secarse o darle toallas limpias y ropa nueva porque está empapada, comienzas a echarle la bronca – le reprochó. - ¡Y encima en cockney! – exclamó. - ¿Es que no te das cuenta de la cantidad de agua que el vestido acumula? – le preguntó, cogiéndola por la cintura sin ningún esfuerzo y elevándola del suelo haciendo patente a Wilkinson el enorme charco de agua que se había formado en su vestíbulo.
Charco por el que Penélope enrojeció al darse cuenta de que parecía de orina al estar bajo sus pies a la par que se encogía ante el contacto con Greyford.
-          ¡Llévala inmediatamente a una de las habitaciones para que se seque y dale ropas limpias! – ordenó, depositándola nuevamente en el suelo fuera del alcance del charco.
Con un gesto de cabeza que le ordenaba que le siguiese, Wilkinson comenzó a caminar hacia el lateral del vestíbulo.
Solo tras echar el pestillo a la puerta del cuarto y, apoyada sobre la puerta, Penélope se permitió suspirar muy hondo e intentó calmar los latidos de su acelerado corazón (fracasando en el intento).
“Ay madre, ay madre, ay madre, ay madre, ay madre” repitió. “Penélope ¿pero en qué lío te has metido ahora?” se preguntó y regañó al mismo tiempo. “Desde luego, solo a ti con tu suerte el día podía empeorarse pasando de estar a punto de morir por una neumonía como producto de un chaparrón callejero a una más que probable muerte asesinada a manos de un noble extraño” añadió.
Precisamente, ese era el miedo y la explicación a la reacción que tuvo cuando descubrió la identidad del duelo de la vivienda; estaba aterrorizada.
¿El motivo?
Los numerosos rumores de todo tipo que circulaban acerca de su persona gracias a este comportamiento nada ortodoxo. Cierto que al hablar de comportamientos extraños ella tampoco era la más indicaba para hablar, pero al menos (todavía) sobre ella no circulaban rumores acerca de desapariciones de chicas y asesinatos de mujeres (que ella supiese).
Para empezar no era un noble al uso porque no sabía comportarse en sociedad. Aunque esto tenía una explicación perfectamente razonable ya que él era un tercer hijo y aunque fuese noble y recibiese una educación privilegiada; ésta no era igual que la destinada a un primogénito.
A su falta de saber estar en los eventos debía añadírsele también su actuación en ellos. O mejor dicho, la ausencia de la misma en los mismos, limitándose tan solo a estar de aquí para allá y nada más: no bailaba, no pasaba tiempo con los hombres fumando o bebiendo y se movía por los salones como un gato sigiloso.
Un tercer motivo que disparaba rumores y comentarios varios sobre su persona era, por contradictorio que esto pudiera parecer, la ausencia de rumores acerca de su comportamiento con los mujeres. En otras palabras más simples; él era noble  y como noble que era se le presuponía un comportamiento libertino y licencioso. Comportamiento que en este caso no era tal. Y si lo era, este hombre era la distracción personificada porque hasta el día de hoy ninguna mujer aristócrata había afirmado públicamente o confesado entre los miembros de su círculo más íntimo (aunque juego siempre acabaran por saberse las aventuras por muy secretas que fuesen en un principio). Penélope no conocía a muchos hombres nobles pero todos los hermanos de Rosamund y Katherine lo hacían
Así que solo quedaban tres opciones que lo explicasen:
1.      Que tuviese amantes pero que por un motivo u otra (quizás porque las asesinaba y callaba para siempre cuando se cansaba de ellas. Sino ¿por qué otra razón vestía siempre de gris, siendo un color de luto?) razón no se atrevían a confesarlo.
2.      Que sus amantes no procediesen se ese status social y que por tanto, nadie de este ámbito las conociese.
3.      O que fuese uno de esos de esos hombres que no estaban interesados en las mujeres sino en otros hombres. Algo probable, aunque descabellado porque ni siquiera había rumores al respecto eso. Además, Penélope no se creía ni por un instante que fuese homosexual. Era demasiado masculino y amenazante para ella.
Tocaron a la puerta y Penélope dio un respingo.
-          Pénelope ¿estás bien? – le preguntó Greyford desde el otro lado de la puerta.
“Ay madre” gimió. “Se sabe mi nombre” añadió. “¡Se sabe mi nombre!” exclamó con desesperación mientras ponía los ojos en blanco y se llevaba la mano al pecho (momento en que se dio cuenta de que aún llevaba puestas sus ropas mojadas)
-          Eh… - titubeó. – S…s…ss…sí – dijo, finalmente. – Sí – repitió. – Estoy bien – respondió. – No te preocupes – concluyó.
-          No tardes – le advirtió él.
Penélope pegó el oído a la puerta para escuchar el sonido de sus pasos alejándose. Después, se separó de la misma y se dirigió hacia la chimenea encendida de la estancia para calentarse un poco frotándose las manos y sacudiéndose el cuerpo.
En una de sus sacudidas, volcó una silla y lo que en ella estaba apoyada. Algo que resultó ser ropa. Agarró el vestido con las dos manos y delante del espejo se colocó por encima para ver cómo le quedaba. Y pese a que le quedaba grande, no era el peor atuendo que había llevado en su vida. Por eso mismo, decidió cambiarse de ropa y ponérselo (además de para evitar caer enferma)
Ya vestida y seca, comenzó a caminar de un lado para otro del cuarto con una toalla enrollada en la cabeza para conseguir que se le secara cuanto antes su larga cabellera mientras su mente hervía de pensamientos.
“¿A qué miembro femenino de su familia pertenecía?” se preguntó. “O mejor ¿qué miembro de su familia tiene?” rectificó. “¿Tiene madre? ¿Hermanas? ¿Cuñadas? ¿Esposa? ¿hijas?” quiso saber. “¿Quiénes son sus amantes?” añadió. “¡Ay! ¡Qué bien me vendría ahora la ayuda de Christina Thousand Eyes!” se quejó exasperando, golpeando el suelo con dureza con un sonoro pisotón y nuevamente, con aspavientos de los brazos. “Tranquilízate” se ordenó. “Tú no tienes nada que temer porque no te va a escoger como amante” añadió. “Por una vez mamá tiene razón: eres vieja, fea, gorda y excéntrica” se recordó. “Además, eres una mojigata con la palabra matrimonio escrito en la frente según Adam Smith. Nadie en su sano juicio te escogería como amante. Tranquila” se repitió. “Aunque… si tal y como dicen Rosamund y Katherine asesina a cada mujer con la que se acuesta… muy en su sano juicio no tiene que estar” pensó, frunciendo el entrecejo y sintiéndose en una encrucijada.
Nuevos golpes en la puerta hicieron que sus pensamientos se interrumpieran e hicieron que se sobresaltara.
“Tienes que salir fuera” se ordenó.”No vaya a ser que al final acabe por entrar…” dejó caer antes de quitarse la toalla, trenzarse el pelo y salir fuera para enfrentarse a él.
-          Mucho mejor – dijo él, satisfecho al observarla con el vestido seco.
“Mejor, mejor…” respondió ella mentalmente. “Si un vestido que te arrastra y del que te sobra tela por todas partes estás mejor que con uno tuyo…” añadió.
-          Ven – ordenó. – He ordenado que te preparen un té para que entres en calor – le informó echando a andar.
“¡Vaya!” pensó sorprendida parpadeando compulsivamente. “Eso no lo hace alguien que piensa matarte” añadió. “O puede que sí, aprovechando que estás con la guardia baja” contrarrestó.
-          ¿Y mi vestido? – preguntó ella temerosa.
-          ¡No te preocupes! – la tranquilizó. – El matrimonio Patterson se encargará de él – explicó. – Y así tendrás otro motivo para visitarme de nuevo – añadió, guiñándole uno de sus ojos color azul cristalino.
“¿Visitarte de nuevo?” gritó horrorizada. “Entonces ¿no va a matarme todavía?” se pregunto, suspirando de alivio. “¿Matrimonio Patterson?” se preguntó. “¿Ellos son los encargados de ayudarte a la hora de deshacerse de tus amantes asesinadas?” quiso saber.
Justo en ese momento, el matrimonio Patterson se materializó delante de ella con sus ropas aún mojadas, dejándola boquiabierta.
“¿Este es el matrimonio Patterson?” se preguntó, sorprendida y desilusionada. “Pues no tienen pintas de sirvientes” añadió negando con la cabeza y desaprobando su juventud.
-          Penélope – la llamó Lord Greyford captando su atención. - ¿Te apetecería dar una vuelta por mi casa mientras esperamos a que pase la lluvia? – le preguntó amablemente.
“¡Que no me llames por mi nombre!” protestó ella.
-          Eh… - titubeó, nuevamente insegura. – Sí, está bien – añadió y asintió solo tras mirar por la ventana y comprobó cómo, efectivamente llovía a cantaros aún.
Y juntos como el punto y la –i dada su amplísima diferencia de altura iniciaron el recorrido por la luminosa y amplia casa.
-          Perdona el desorden - se disculpó. – Pero es que hace mucho tiempo que no tengo una visita – le informó.
Las alarmas mentales de Penélope se dispararon.
“¿Mucho tiempo?” se preguntó. “¿Cuánto es mucho tiempo?” “¿Desde la vez que mataste a tu última amante?” le preguntó a gritos mentales.
-          No pasa nada – le mintió, nerviosa.
Poco a poco, él le fue mostrando todas las estancias de su casa: la cocina (donde notó la hostilidad de las mujeres del servicio por las miradas que éstas le lanzaran), la zona de servicio, las siete habitaciones de invitados, su propio dormitorio (que solo señaló, que no mostró el interior), su despacho, sus cuartos de baño y aseos…
-          ¿No tienes habitaciones para bebés? – le preguntó mirándole directamente en un arranque de valentía.
-          ¿Yo? – se preguntó autoseñalándose sorprendido. – No – negó rotundo con la cabeza. - ¿Por qué iba a gastar ese dinero inútil en reformar mi casa cuando sé a ciencia cierta que nunca va a haber niños que las utilicen? – le preguntó. – Penélope ¿quién va a querer casarse conmigo por propia voluntad? – añadió. – Soy un bicho raro – explicó. – Un pez fuera del agua o como tú prefieras llamarlo – apostilló. – Pero una cosa está clara, nadie querrá convertirse en mi esposa por propia elección y como no quiero un matrimonio por obligación de ninguna  de las maneras no habrá niños – concluyó. – Y si no hay niños, no habrá habitaciones para bebés. Simple – explicó.
Puede que él no se considerase atractivo y creyese que nadie en su sano juicio quisiese casarse con él, pero Penélope no llegaba a comprenderlo ya que el señor Greyford sin duda era atractivo. Atractivo y peligroso.
Era muy alto; al menos cuarenta centímetros más que ella. Al contrario que la moda imperante de la época, llevaba el pelo negro siempre húmedo y peinado hacia atrás. Su rostro era anguloso y de forma cuadrada, especialmente marcados en su mentón y mandíbula. Además, llevaba bigote y perilla de no más de tres días. Su nariz era angulosa pero no respingona y sus cejas apenas hacían arco sobre sus ojos azules mar cristalinos pero sí que estaban pobladas (excepto la derecha que se la había roto y por tanto, tenía una pequeña calva). Sus labios eran finos pero sí que estaban muy marcados y perfilados; sobre todo en el filtro y el tubérculo. Y por último, estaba bronceado. Lo cual sí que era una novedad y un enorme contraste entre él y el resto de los nobles, de cándidas pieles.
Si ella estuviera realmente interesada en la búsqueda de un marido, lo tendría muy en cuenta…
Más ahora tras escuchar sus palabras, pues se sintió inmediatamente identificada con él (en lo de bicho raro sobre todo). Por este motivo, decidió dejar a un lado los comentarios despectivos y ofensivos; así como las críticas que sus amigas habían vertido sobre él y decidió fiarse de su propio instinto y de la primera impresión que le causó (superando el escollo de la diferencia de altura), contraria a la de sus amigas.
“¿Será posible que al final me va a caer bien este hombre?” se preguntó.
-          ¿A qué viene esa pregunta? – quiso saber él. - ¿Es que acaso me estás proponiendo algo? – le preguntó enarcando la ceja.
“¿¡Qué?!” se preguntó Penélope. “¡No!” gritó mientras negaba de forma compulsiva e inmediatamente con cara de horror.
-          ¡Era una broma! - le explicó, sonriéndole.
“No me gusta que se burlen de mí” pensó, enfurruñada sacándole la lengua mentalmente. “Y menos en este tema” añadió.
Para Penélope, Greyford sin saberlo había tocado un tema doloroso y espinoso. Sin embargo, poco le duró su enfado. El tiempo en que se dio cuenta de que él apenas la conocía y por tanto, era imposible que supiese nada acerca de ella.
Necesitaban una distracción que les sacase de tan incómoda situación.
Una distracción en forma de nuevo tema de conversación.
La Providencia actuó de inmediato en forma de busto.
Cuando Penélope vio el enorme busto sobre un pedestal en mitad del pasillo (aunque estaba pegado a la pared) no podía ni quería creer lo que estaba viendo. Por eso, lo primero que hizo fue frotarse los ojos repetidas veces. Acto seguido parpadeó otro tanto y en ese momento rezó y rogó mentalmente por sus lentes de visión (ya que no veía muy bien de lejos)
-          ¿Eso es lo que yo creo que es? – le preguntó, señalándolo.
-          No sé… ¿qué crees que es? – le preguntó desconcertado mientras se acercaban.
Justo enfrente de él, Penélope se atrevió a preguntar.
-          ¿Sir…? – comenzó. - ¿Sir Isaac Newton? - - le preguntó con un ligero tartamudeo.
-          ¿Lo conoces? – preguntó Lord Greyford completamente sorprendido y con la boca abierta.
-          No personalmente porque murió hace mucho[3] – respondió ella burlándose de él. – Pero sé quién es – le aseguró.
-          ¿Seguro? – preguntó él no muy convencido y aún afectado por el reconocimiento de tan ilustre personaje.
-          Que sí – aseguró ella algo cansada. Pero para convencerle de quera cierto, añadió: - El hombre que planteó la teoría de la relatividad y la gravitación – dijo tocando el busto. - ¿Es mármol esto? – preguntó sorprendida ante el coste del mismo.
Lord Greyford asintió. – De auténtico mármol de Carrara – aseguró. – Oye Penélope… ¿en qué consiste exactamente esa teoría que dices? – preguntó, como quien no quiere la cosa.
“¡Pero si eres tú quien tiene su busto en el pasillo!” protestó mentalmente indignada. “No puedo creer que piense que he acertado por casualidad” añadió enfadada.
Suspiró antes de explicarle con su tono más académico:
-          Sir Isaac Newton fue el primero que planteó y demostró que las leyes naturales que marcan el movimiento de la Tierra y de  otros cuerpos celestes como estrellas, planetas o cometas son las mismas – concluyó, satisfecha y orgullosa de los conocimientos científicos (como ese) que su padre le había transmitido.
“Asombroso” pensó Greyford. “Maravilloso” añadió, aplaudiendo a rabiar mentalmente.
¿Sería posible que la señorita Penélope Storm fuera la pequeña respuesta a sus oraciones y ruegos pidiendo una ayudante en sus experimentos científicos?
No.
Imposible.
Aunque…
Aunque su madre la llamaba continuamente excéntrica y le reprochaba en exceso de su amor por los libros, así que a lo mejor…
No.
¿O sí?
Bueno ¿y qué tenía que perder al intentarlo?
Al fin y al cabo ya la tenía en su casa y por tanto, no tendría que buscarla en los salones de baile.
Sí.
Decidió intentarlo y concederle una oportunidad. ¿Qué mejor lugar para ello que junto al busto de tan ilustre y reputado científico?
Carraspeó para captar su atención antes de preguntarle:
-          Penélope ¿cuánto son dos más dos? -.
Ella frunció el entrecejo y abrió mucho los ojos ante la estupidez de esa pregunta.
¿Es que acaso la consideraba estúpida?
¿En serio?
¿Después de haberle explicado la teoría newtoniana?
Se enfadó.
“¿Qué demonios le pasaba a los hombres que conocía últimamente?”  “¿Eran todos estúpidos y prepotentes?” pensó al recordar al señor Adam Smith y  a Christian Crawford.
Lord Greyford se mordió el labio a la espera de su respuesta mientras leía la contrariedad en su rostro.
Sí.
Sabía perfectamente que era una pregunta estúpida la que acababa de hacerle y sobre todo después de lo que ella acababa de responderle hacía un instante; razón por la cual ahora mismo se sentía muy incómodo. No obstante, debía asegurarse y seguir el mismo protocolo de actuación que con el resto de las chicas.
Era tal la escasez de acontecimientos generales con las que se había encontrado en la búsqueda de la ayudante perfecta que había tenido que rebajar hasta casi lo básico.
Comprendía por tanto que se sintiese ofendida.
-          Cuatro – respondió ella, herida en su amor propio. – Es cuatro – repitió.
-          Muy bien – asintió. – Y ¿cuál es la raíz cuadrada de treinta y seis? – volvió a preguntar.
Penélope enarcó una ceja antes de que se le escaparan las palabras de su boca:
-          ¿Me estás dando clases de matemáticas? – le preguntó, enfadada. Inmediatamente se arrepintió de sus palabras; pues aún le quedaba un ligero resquicio de sospecha acerca de lord Greyford y sus instintos asesinos. Y por ello, lo menos recomendable era provocarle.
Acto seguido le dio la respuesta que él quería oír:
-          Seis – dijo. – La raíz cuadrada de treinta y seis es seis – repitió.
-          No te avergüences de tus conocimientos matemáticos Penélope – le dijo. – Al contrario, debes estar muy orgullosa de ellos – le animó.
Ambos abandonaron el busto de Newton del pasillo y justo antes de entrar en una nueva estancia, lord Greyford volvió a preguntarle:
-          ¿Qué se dice el mar o la mar? -.
Ella puso gesto raro.
“¿Hemos pasado de las matemáticas al lenguaje?” se preguntó.
-          ¿Tiene algo que ver con lo que hay justo tras esa puerta? –le preguntó.
-          Limítate a responder la pregunta – le reprendió de forma suave.
-          Depende – respondió ella.
-          ¿Depende? – le preguntó él. - ¿Cómo que depende? – añadió.
-          Depende del contexto en el que lo uses porque al ser un nombre neutro acepta ambos géneros – explicó ella. – Personalmente yo utilizaría la mar en dichos o refranes y el mar si estuviera explicando algo de geografía – añadió.
“Muy bien” asintió, satisfecho y orgulloso por lo extensa de su explicación.
-          Y por último ¿cuál es tu libro favorito? – le preguntó.
-          ¿Qué quieres decir con eso? – le preguntó ella confusa.
-          Precisamente lo que acabo de preguntarte – confirmó él.
-          No tengo libro favorito – confesó.
-          ¿Cómo que no tienes libro favorito? – volvió a preguntar sorprendido. – Tengo entendido que eres una apasionada bibliófila – murmuró.
-          ¡Lo soy! – exclamó, enfadada.
-          Y entonces ¿cómo es que no lo tienes? – le acusó.
-          Precisamente porque soy una apasionada bibliófila no tengo libro favorito  - explicó. – Esa pregunta para una lectora como yo es una ofensa bastante grave – añadió.
-          Lo siento – dijo él.
“¡Dios mío!” pensó. “Es perfecta” añadió. “Yo pienso lo mismo” concluyó.
Por eso mismo, sabía que le iba a gustar mucho la habitación que estaba tras la puerta. Puerta que abrió al instante.
-          Y este es mi despacho – explicó.
-          ¿Otro? – le preguntó con los ojos desorbitados. - ¿Otro despacho? – volvió a preguntarle.
Él asintió antes de empujarle antes de acceder al interior del mismo.
Ya en él, Penélope pudo comprobar cómo, en efecto, la estancia tenía todas las características, requisitos y mobiliario necesarios para ser un despacho.
Como todas las habitaciones de la casa, tenía amplios ventanales que la iluminaban en su totalidad. Así mismo, poseía unas estanterías repletas de libros (lo cual explicaba ahora mucho mejor la pequeña y la pobre imagen que le había transmitido la biblioteca) una gran alfombra, dos sillas y un escritorio exactamente del mismo modelo que el del despacho anterior.
La única gran diferencia entre ambos era que éste tenía un montón de folios desparramados por encima.
Antes de que se diera cuenta y por tanto, pudiera impedírselo Penélope se acercó al escritorio y comenzó a mirar con detenimiento esos papeles.
“A lo mejor son los documentos  donde explica sus asesinatos con detalle”  pensó.
Sin embargo y para su total sorpresa y desconcierto no eran planes de asesinato.
Ni mucho menos.
Encima del escritorio lo que había eran folios llenos de escritos, dibujos de circunferencias y ángulos con la mediatriz trazada y sobre todo, muchos nombres mitológicos.
No pudo verlos todos porque lord Greyford pronto estuvo a su lado u era tal el miedo y el pánico que le provocaba que los soltó de inmediato. Aún así había distinguido algunos nombres: Náyades[4], Ménades[5], Pléyades[6], Titania[7], Ío[8]… entre otros.
“¡Oh Dios mío!” exclamó Penélope mentalmente. “¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Dios mío!” chilló su mente de puro placer y alegría. “No es un asesino… ¡es un traductor!” exclamó, aplaudiendo “Un traductor” se repitió, aún incapaz de creerlo.
Si en algún momento tuvo una mala impresión sombre el hombre que estaba a su lado, ésta se había diluido y desaparecido justo en ese momento.
Sus amigas estaban muy equivocadas con respecto a Lord Greyford.
No era un asesino de mujeres.
Era un traductor grecorromano mitológico.
Nuevamente su instinto y primera impresión no se habían equivocado. Por eso le caía bien.
Ella también era traductora. No a título oficial, pero sí se había traducido para su disfrute personal la Ilíada y la Odisea de Homero del griego al inglés. Y también algunas obras latinas de autores como Plauto, Cicerón o Plinio el Joven.
-          No deberías haber mirado estos documentos – le regañó. – No sin mi permiso – añadió, mirándola directamente.
En otro momento esa mirada inquisitorial y acusadora la hubiera hecho palidecer y retroceder horrorizada hasta la puerta de la entrada. Como escasos instantes atrás.
Ya no.
¿El motivo?
El descubrimiento de que era traductor y de que por tanto, sabía bastante de griego y latín como ella. Algo que tenían en común. Y si tenían eso en común a saber qué otras cosas tendrían.
Esta revelación había conseguido despertar su lado curioso. Un lado agazapado y oculto hasta que se desperezaba pero una vez que lo hacía era irreversible y sus ansias de conocimiento siempre le exigían más y más.
Por eso no le importaba lo que le dijese o cómo lo dijese.
Ya no lo veía amenazante.
Así que podría decirle lo que quisiese que ya no se achantaría. A menos eso sí, que le amenazara con un arma o algún objeto hiriente y le viniesen unas ganas irrefrenables de cometer asesinato. Eso o, que le enviase al sirviente del que no había entendido una sola palabra de lo que le había dicho.
Porque ese hombre sí que le asustaba.
Era el sirviente con menos pinta y aspecto de sirviente que jamás había conocido, con su pelo completamente rasurado y esa cicatriz que le surcaba el rostro de arriba hacia abajo.
Aún así, se disculpó con él.
-          Lo siento – dijo de una forma no muy sincera; todo sea dicho. – Así que eres un aficionado a la mitología… - dejó caer para sí, aunque no lo suficientemente bajo porque lors Greyford lo escuchó a la perfección.
-          ¿Mi…mitología? – le preguntó sin entender.
-          Mitología – repitió, mostrándole los folios del escritorio. – Mitología – dijo una tercera vez.
-          ¿Esto? – le preguntó quitándole los folios de las manos. – Esto no es mitología – le explicó.
-          ¿No? – le preguntó ella, quitándole los folios a su vez. - ¿Entonces? ¿Ío? ¿Náyades?  ¿qué son sino? – añadió, con los brazos en jarras.
-          Cuerpos celestes  - explicó.
-          ¿Cuerpos celestes? – preguntó parpadeando compulsivamente.
-          Exacto – le remarcó.  Cuerpos celestes – repitió. – Porque no soy traductor, mitólogo o nada relacionado con las letras, soy científico – explicó. – Científico – dijo una segunda vez. –Astrónomo -  añadió.
-          ¿Astrónomo? – le preguntó ella con un deje de desilusión en su voz.
-          Astrónomo – repitió él. Y añadió por si desconocía qué era lo que hacían los estudiosos como él: - La persona que… -
-          Trata todo lo que se refiere a los astros y sobre todo a las leyes de sus movimientos – completó la frase. – Lo sé – añadió, satisfecha.
Y hubiera seguido pareciendo académica y petulante durante un gran tiempo sino hubiera sido porque en ese momento descubrió un objeto justo en el centro de la habitación que la obnubiló y cegó de tal manera, que fue incapaz de ver algo más allá. Insegura a la par que curiosa, dirigió sus pasos hacia él y comenzó a dar vueltas a su alrededor, sin perder un ápice de interés en cada uno de sus giros.
-          ¿Esto es…? – inició la pregunta señalándolo.
-          Efectivamente – asintió él, en respuesta. – Este es un elemento básico para realizar mi trabajo; un telescopio – añadió, como explicación por si a la joven le quedaba alguna duda. – Pero no cualquier telescopio – advirtió. – Es uno hecho a escala e imitación del famosísimo telescopio de Galileo Galilei – concluyó.
-          ¡Guau! – exclamó ella con la boca desencajada por la sorpresa mientras acariciaba el telescopio como si de una mascota se tratase. – De Galileo Galilei – repitió. – El famoso astrónomo que refutó la teoría de heliocéntrica de Nicolás Copérnico – añadió.
-          ¿Nico? – tartamudeó lord Greyford debido a la sorpresa. - ¿Nicolás Copérnico? – añadió. - ¿Es que acaso has leído…? – dejó caer.
-          ¿El De Revolutionubus Orbium Caelestis? – terminó la pregunta antes de asentir vigorosamente.
Todas las sospechas e indicios que lord Greyford había tenido antes al realizarle las mismas preguntas que al resto de aspirantes a ayudantes científicas se esfumaron justo en El momento en que reconoció a Newton Ya ni quería decir que la aceptó y consideró como tal cuando habló con vastos conocimientos de Galileo y Copérnico.
“Mira tú por dónde Mattheus” se dijo con sorna. “Buscabas y clamabas por una ayudante y aquí la tienes, agachada en tu almacén” añadió. “Como conozca al próximo hombre del que voy a hablarle, me caso con ella” añadió, con decisión.
-          Penélope… - inició, nervioso pues era plenamente consciente de la crucialidad del momento que podía vivir. - ¿Conoces a Charles Darwin? – le preguntó.
-          Charles Darwin – dijo para sí la aludida mientras se giraba. – No me suena – reconoció, - ¿Quién es? – quiso saber, curiosa.
En parte no pudo evitar sentirse aliviado ante la ignorancia de Penélope; aunque otra parte de él se sintió también bastante decepcionado. Sin embargo, decidió no concederle más importancia de la que iba a tener porque era su ayudante y si no sabía quién era Charles Darwin, él se encargaría de hacérselo saber.
“Ahora mismo además” pensó con firmeza mientras encaminaba sus pasos a la biblioteca sin previo aviso y era seguido por Penélope quien clamaba y exigía furiosa conocer la identidad del mencionado Charles Darwrin; pues no había cosa en el mundo que la fastidiara más que quedar como una estúpida en público e insatisfecha en su nvel de conocimientos.
Ya en la biblioteca, lord Greyford se detuvo de manera igual de repentina en que comenzó a andar y por tanto, Penélope chocó contra un altísimo muro de acero.
-          ¡Penélope! – le regañó él. – Ten – añadió, inmediatamente entregándole un libro.
Ella observó con detenimiento el paquete que tenía en las manos y leyó que en la portada aparecía el nombre de Charles Darwin.
“El origen del ser humano de Charles Darwin” leyó para sí. “Así que es escritor…” pensó.
-          Si realmente quieres conocer quién es Charles Darwin, lee este libro y de que lo termines, ven a verme de nuevo – le dijo.
-          Muchas gracias milord por el libro – respondió ella de manera educada y realmente agradecida, pues sabía que no todo el mundo se dedicaba a prestar sus libros a prácticamente desconocidos. Especialmente cuando se poseía una extensa biblioteca como la del duque de Greyford.
-          Penélope, creo que ha llegado el momento de que nos tuteemos – estableció. – Más que nada porque llevas el vestido de mi difunta cuñada – añadió.
“¿¡¿Difunta?!?!?!” gritó, horrorizada en grado sumo y tragando saliva. “¿Cómo difunta?” añadió con preocupación.
-          ¿Di…di…difunta? – tartamudeó y balbuceó.
-          Difunta – repitió él. Penélope frunció el entrecejo ante su respuesta. - ¿Cómo? ¿No sabes lo de mi tragedia familiar y mi acceso al ducado? – añadió, sorprendido y sarcástico esbozando una triste sonrisa. – Si salió en todas las crónicas sociales… - dejó caer.
-          Es que yo no leo las crónicas sociales – explicó ella.
“Y menos ahora, cuando soy el blanco de las iras y críticas de Christina Thousand Eyes” añadió.
-          ¿Tú tampoco? – preguntó, nuevamente sonriente aunque esta vez de alegría. – En resumen… hubo un trágico accidente de carruaje en el trayecto de ida a las grandes propiedades ducales de Greyford en Gloucestershire y el coche cayó por un precipicio. Murieron todos los ocupantes: mi padre, mis hermanos mayores y su esposa – explicó. – Y esa es la historia de cómo un tercer hijo se convirtió en duque – concluyó.
-          Lo lamento milord – dijo Penélope de manera sincera.
-          Gracias – respondió él. – Y tutéame – le recordó. – Porque yo no he dejado de hacerlo un instante – concluyó.
“¡Maldición!” protestó ella para sí, pues tenía la vana esperanza de que se le hubiera olvidado.  “A ver Penélope…”inició, intentando serenarse. “Eres inteligente y has visto una y mil veces a este hombre en todos los actos sociales así que… ¿cómo se llama el duque de Greyford?” se preguntó.
-          Prefiero que no milord – respondió, ante la total evidencia y su incapacidad de recordarlo. – Es que soy bastante despistada y me temo que si os tomo familiariedad en privado acabaría también por hacerlo en público – se inventó, siendo perfectamente consciente de la estupidez que acababa de decir mientras que por otro lado continuaba estrujándose el cerebro para recordar el nombre.
“Así que no lo sabe” pensó con satisfacción lord Greyford. “Muy bien, continuemos con la burla un rato” añadió con malicia.
-          ¿Te gusta mi nombre Penélope? – le preguntó.
-          Claro – afirmó ella al instante con rotundidad. – Es un nombre muy bonito, corto…muy masculino – añadió, diciendo las últimas palabras con más énfasis. – Y un homenaje a alguien famoso – añadió, inventándose la última frase.
-          Exactamente como el 90% de los nombres – dijo él, desbaratando su hilo argumental de un plumazo. - ¿Cómo me llamo? – volvió a preguntar acercándose cada vez más.
“Vamos…” se animó. “Si seguro que lo has oído infinidad de veces” añadió “¡Recuérdalo!” se ordenó, pasado un instante.
-          Eh… eh… eh… - respondió ella mirando a todas partes y agitando las manos de manera compulsiva, síntomas claros de su nerviosismo.
-          ¿No lo sabes? – le preguntó.
-          ¡Claro que lo sé! – protestó ella indignada. - ¿Cómo podéis si quiera dudarlo? – le preguntó.
-          Pues dímelo por favor – le pidió, educadamente.
-          ¿Vuestro nombre? – le preguntó. – Pues vuestro nombre es… es… es…- tartamudeó y actuó como en la vez anterior. Tras un rato de titubeos y tartamudeos, al final Penélope acabó por confesar su verdad; temerosa a que se enfadara: - Debería hacerlo, pero no lo recuerdo – murmuró.
Lord Greyford para sus sorpresa no se enfadó, sino que comenzó a reír a carcajadas antes de decirle con satisfacción:
-          ¡Lo sabía! – exclamó. Penélope puso gesto de confusión. – Lo sabía – repitió más calmado. –Quizás no te hayas dado cuenta pero tu rostro es excepcionalmente expresivo – le informó.
-          ¿Gracias? – le preguntó ella insegura.
-          Me llamo Mattheus Richard Kendrick Appleton – explicó al fin.
-          Encantada de conocerlo – respondió. – Penélope Ann Storm – se presentó ella a su vez, estrechándole la mano que le ofreció.
-          - Aunque puedes llamarme Grey – apostilló.
La sonrisa de Penélope se borró de su rostro de un plumazo y su piel adquirió un tono blanquecino cuando escuchó estas palabras.
“¿Grey?” se preguntó. “¿Ha dicho Grey?” volvió a preguntarse. “No es posible” pensó con horror. “De ninguna manera” dijo negando con la cabeza. “Grey es nuestro mote secreto hacia él y como secreto, no puede saberlo” concluyó.
Intentó no parecer nerviosa o reveladora cuando volvió a abrir la boca pero sus impulsos nerviosos la traicionaron.
-          ¿G…Gr…Grrey? – tartamudeó aunque fingió cara de sorpresa mayúscula mientras lo hacía para disimular algo de la situación.
-          Sí Grey – repitió. Y no finjas cara de sorpresa porque ambos sabemos que tú y tus amiguitas me llamáis así – añadió, señalándola con el dedo.
“¿Qué?” se preguntó ella a voces. “Pero…¿cómo?” pensó para sí. “¿Nos espía o algo parecido?” se preguntó atónita mientras se despejaba el flequillo de la frente para intentar con ese gesto pensar con más claridad.
Pero no vio nada más claro. En absoluto. Al contrario, cada vez estaba más y más confusa al respecto. Tanto que, al final acabó rindiéndose ante la evidencia  terminó por preguntarle entre resoplidos: - ¿Cómo lo sabes? –
-          ¿Bromeas? – le preguntó él con cierto tono de incredulidad. - ¿Grey? – recalcó, arqueando las cejas para reseñar lo evidente que resultaba - ¿Cómo no iba a saberlo? – la acusó. - ¡Sois bastante obvias cada vez que habláis de mí! – exclamó. - ¡Grey! – volvió a decir, agarrando su chaqueta y sus pantalones grises, reseñando lo obvio. – Déjame decirte que estoy profundamente decepcionado contigo, señorita – agregó, caminando a su alrededor sin perderla de vista ni un instante.
-          ¿Conmigo? – preguntó ella parpadeando compulsivamente, abriendo mucho los ojos y llevándose la mano al pecho. - ¿Qué he hecho? – quiso saber.
-          Esperaba un apelativo de mofa o mote mucho más elaborado por tu parte le explicó. - ¿Grey? – le preguntó con desdén. - ¿Por el color de mis ropas? – agregó, con cierto desprecio. - ¡Por favor! – exclamó.
-          ¡Yo no te puse el mote! – se defendió Penélpe herida en su intelecto.
-          Es como si yo, a partir de ahora, me dirigiese siempre a tu amiga Katherine Gold como la chica dorada tomando en base su apellido – explicó él, ignorándola.
-          ¡Fue ella quien lo hizo! – exclamó nuevamente Penélope, desesperada por salvar su orgullo e intelecto. – Fueron ella y Rosamund Harper – se chivó, arrepintiéndose inmediatamente de haberlo hecho.
“¿Rosamund Harper?” se preguntó, perplejo ante la inesperada novedad. “¡Vaya!” añadió. “Así que piensa en ti…” concluyó, con un suspiro.
Quizás fuera su carácter rebelde, su tendencia a desobedecer normas pese a tener un hermano en Bow Stret, su extremada franqueza y sí, ¿por qué negarlo también? Su curvilíneo cuerpo; con el cabello rojo fuego y ojos verdes… pero a lord Greyford le caía bien.
Era sin duda diferente y mucho más refrescante que el resto de aburridas y homogéneas mujeres de la alta sociedad. De hecho, era la mujer menos mujer de todas las que conocía y había visto en su vida y como tal; tenía su respeto.
-          Por favor, no les digas que te lo dije – rogó Penélope a punto de echarse a sus pies.
-          Tu secreto está a salvo conmigo – le aseguró él, cómplice.
-          Muchas gracias mil… - inició, más aliviada. - ¿Cómo debo llamaros entonces? – le preguntó confusa. -¿Mattheus? ¿Robert? ¿Kendrick? ¿Ken? ¿Appleton? ¿Apple? ¿Manzano? ¿Greyford? –
-          Llámame Greyford – le interrumpió él.
-          ¿Grey? – preguntó ella, aún más confusa que antes si cabe. – Pero ¿no habías dicho…? –
-          No – le interrumpió él. – Me disgustaba porque pensaba que eras tú quien me lo había puesto pero aclarado este punto, ya no importa – explicó. – Es más, es mucho mejor para todos y sobre todo para ti, pues te evitará confusiones y meteduras de pata – añadió.
Penélope analizó la situación en silencio antes de reconocer la fuerza de sus argumentos y asentir; manifestando su acuerdo.
-          Sin embargo, mi silencio tiene un precio – le advirtió.
-          ¿Qué? – preguntó ella nuevamente nerviosa. – Pero no me habías dicho que…
-          Un precio en forma de pregunta – continuó él, ignorando las reacciones de Penélope.
“¿Una pregunta?” murmuró. “¿Qué pregunta?” quiso saber. “Ay madre!” exclamó, temiéndose lo peor.
-          ¿Me concederías el inmenso honor de permitirte…? –
“¡Ay madre! ¡Ay madre! ¡Ay madre! ¡Ay madre!” repitió. “No puede ser, no puede ser, no puede ser, no puede ser…” añadió, mordiéndose el labio. “¿Se me va a declarar?” se preguntó. “¿Se me va a declarar?” repitió angustiada. “¿Solo porque conozco a Newton y Galileo?” añadió, quejándose en su vida por primera vez de sus conocimientos. “¡Pero si somos el punto y la –i!” exclamó. “¡Absurdo!” añadió.
Palideció ante la perspectiva de tener que decirle que no a tan imponente hombre.
Carraspeó e inició:
-          Esto…Grey…lo siento mucho pero me temo que voy a tener que decirte que no – le dijo.
-          ¿No? – preguntó él sorprendido a la par que decepcionado.
-          No - repitió ella, algo más rotunda. – Eres un hombre erudito, simpático y encantador pero lamento decirte que me niego – explicó, escogiendo las palabras menos dolorosas ara un rechazo.
-          Pero…pero… pero… - dijo lord Greyford, tartamudeando por primera vez en toda la conversación. - ¡Te di el libro! – exclamó, acusándola con el dedo.
-          ¿El libro? – preguntó ella extrañada, estrechando aún más contra su cuerpo el objeto mencionado sin entender la acusación en un principio hasta que….la realidad le hizo ser consciente de lo que pasaba.
“¡Claro!” exclamó. “¡El libro!” añadió. “¡El libro es una especie de regalo de cortejo oficial!” se informó a sí misma. “La próxima vez señorita que veas un libro no te abalances sobre él y lo tomes como algo de tu propiedad sin preguntar primero” se regañó con disgusto. “¡Estúpida!”
Con mucho más esfuerzo del que pensaba, ya que acababa de recibirlo y lo había tenido muy poco tiempo en sus manos, Penélope le devolvió el libro.
-          En ese caso, tómalo. Es tuyo – le dijo.
-          ¿Tú no querías conocer a Charles Darwin?  Preguntó lord Greyford irritado.
-          Claro – respondió ella.
-          ¿Y cómo piensas conocerlo y convertirte en mi ayudante si no lo lees? – le preguntó con tono paternal.
-          ¿A…a…ayudante? – preguntó finalmente Penélope, insegura de haber escuchado bien. ¿Ayudante de qué? – preguntó frunciendo el entrecejo.
-          ¡Pues mía y de Charles Darwin! – explotó Grey. Tomó aire, lo expulsó de forma sonora y lo hizo acompañado de un movimiento de brazos para serenarse. – Penélope, ¿tú has escuchado alguna palabra de lo último que te he dicho? – le preguntó con una sonrisa falsa.
Ella miró nerviosa a todo lo que había a su alrededor en dicha estancia antes de mirarle directamente a los ojos y negarlo.
-          ¿Qué tu no…? – preguntó él mordiéndose la mano con fuerza para evitar golpear a algo, a ella o romper cualquier objeto cercano a ambos.
Penélope observó el esfuerzo de Grey por intentar controlar sus impulsos y ganas asesinas para con ella. Algo, el asesinato, o por lo menos las heridas y el dolor, que no les serían nada difícil infringirle dada su diferencia de altura. Por este mismo motivo, intentó que los reprimiese de manera definitiva de la única manera que se le ocurrió.
-          Paz y tranquilidad – le dijo poniendo distancia entre uno y otro mientras retrocedía. – Paz y tranquilidad – repitió. – Y serenidad – añadió.
Solo cuando la “protección” de la distancia y de estar escondida tras un enorme sillón orejero le proporcionaban, Penélope le preguntó de forma compasiva:
-          No tienes mucha paciencia ¿verdad? -
-          ¿Que yo no…? – inició autoseñalándose indignado, - Quizás es que tu agotas mi paciencia – dejó caer con tono infantil.
-          Está bien – se rindió finalmente. – Mea culpa – añadió agitando un pañuelo blanco como símbolo de paz. ¿Qué es lo último que me has preguntado? – le preguntó. – Por favor – concluyó, esbozando una enorme sonrisa.
-          Que si te gustaría ser mi ayudante en la refutación de una teoría científica planteada por Charles Darwin – repitió, aunque esta vez de manera mucho más brusca que la anterior y sin ser tan educado con ella, ya que obviamente continuaba enfadado.
-          Científica – repitió para sí. – No sé yo – añadió dubitativa. – Es que yo soy una mujer de letras y como tal, dudo que la ciencia sea lo mío y se me vaya a dar bien – le explicó.
-          Lo sé. Te comprendo y entiendo perfectamente Penélope – le dijo él. Y sabía por lo poco que te conozco y sobre todo por las respuestas que has dado a mis preguntas que dirías algo así – le dijo él.
-          ¿Ah sí? – preguntó ella, preguntándose si al final iba a tener razón y su cara fuese perfectamente fácil de leer.
-          Sí – repitió. – Y por eso, sé exactamente qué es lo que tengo que decirte para convencerte de que te unas a mi causa – afirmó.
“¿De veras?” se preguntó mentalmente. Repentinamente interesada en el giro de la conversación. “Inténtalo” le retó.
-          Es cierto que eres más de letras que de ciencias. Sin embargo, creo que estarás bastante interesada en este proyecto que voy a proponerte porque no es olo teórico, sino también práctico; porque también es muy revolucionario y sobre todo, porque es altamente secreto y confidencial. Calló un instante para añadir: - De hecho, es tan secreto y revolucionario que en Gran Bretaña solo lo sabemos el propio Charles Darwin, Lamarck; un amigo científico suyo, el editor del libro y yo – añadió. – Y bueno tú, si finalmente decides acompañarnos – rectificó.
Penélope escuchó atentamente las palabras de Grey mientas estaba indecisa acerca de cuál sería la mejor decisión y opción a elegir: por una parte, ya había explicado las razones de su negativa; que ella no era científica y más cuando le habían dicho que incluiría una parte práctica; pues ella era patosa por naturaleza.
En cambio…
En cambio estaba la otra parte. Otra parte representada y materializada en la figura de lord Greyford; quien estaba ahí parado frente a ella pero que le evocaba una y otra vez a su padre, lord Charles Storm, quien ahora mismo estaba felizmente ubicado en la Provenza francesa junto a su nueva y católica esposa, Madeleine.
Un padre que había sido el culpable de inculcarle e iniciarle; transmitiéndole su propio amor por los libros y el conocimiento en general a ella.
“Un conocimiento en el que se incluyen las ciencias…” se recordó.
Hacía tanto que no aprendía nuevos conocimientos…
Y eso para una mente tan curiosa y ávida como la suya era un entumecimiento cerebral lento y progresivo.
Además, si tal y como Grey le había asegurado, accedía a colaborar como su ayudante en el proyecto, sería una de las privilegiadas conocedoras de esta información antes de que se hiciera de dominio público y general o incluso se pusiera de moda.
Ese era un dato demasiado jugoso y un argumento de suficiente peso como para ignorarlo.
Por tanto, ¿qué debía hacer?
¿Qué debía hacer?
Obviamente, aceptar.
-          Tú ganas – le dijo. – Acepto – añadió, por si acaso no le había quedado claro.
Hasta ese momento, incluso cuando le había estado tomando el pelo a Penélope, la expresión de Grey permaneció seria. O si no, lo máximo que había hecho por sonreír era un esbozo en las comisuras de sus labios. No obstante, al escuchar esas palabras de la boca de Penélope, la sonrisa de Grey hizo acto de presencia iluminándole la cara y dando opción a su invitada a que le visualizara su completa y blanca dentadura.
“Debería sonreír más” se dijo Penélope con rotundidad. “Su sonrisa es matadora” añadió.
-          Perfecto – dijo, chocando las manos y sonriéndole aún más (Si es que eso era posible) – Entonces, momentáneamente esto es tuyo – dijo, entregándole de nuevo el libro. Un libro que Penélope acogió y tomó con rapidez y un marcado instinto de posesividad hacia él.
En ese instante, un rayo de sol se filtró por el cristal de la casa, causando sorpresa en ambos.
Este hecho y fenómeno de la naturaleza solo podía significar una cosa: que Penélope podía irse y abandonar Appleton Mansion. Y Penélope, temerosa de la reacción de su madre para con ella fue precisamente lo que hizo. Eso sí, no sin antes pedir su vestido de vuelta.
-          ¿Me devuelves mi vestido por favor? – le preguntó ella amablemente.
-          ¿Bromeas? – le preguntó él, sorpredido. – Penélope no puedo devolverte tu vestido – explicó. – Aún está mojado – añadió.
-          Lo sé – dijo ella. – Pero este vestido me está grande y lo arrastro cuando camino. Por tanto, en el trayecto de vuelta a mi casa como las aceras continuarán mojadas, tu vestido se ensuciará y empapará – explicó. – Y nada me gustaría menos que uno de tus vestidos quedase inservible porque eso significaría que tendría una deuda contigo – añadió. – Y no me gusta tener deudas con la gente – concluyó.
-          No me importa lo que le ocurra al vestido porque no es mío – explicó él. – Así que si se mancha y se estropea puedes tirarlo – le dio el permiso.
-          ¡No! – exclamó con fiereza.
-          ¿Por qué no? – preguntó él, sorprendido por la preocupación de Penélope que no era suya. – Por mí puedes ensuciarlos y tirarlos todos. Es más, si los deseas son tuyos – agregó.
-          No puedes tirarlo porque es muy bonito – dijo, tocando la seda con la que estaba confeccionado. – Y caro – agregó, imaginándose la remota posibilidad de vestir siempre así.
-          ¿Quieres que uno de mis carruajes te acerque a casa? – le preguntó. – Así no tirarías el vestido- explicó.
-          ¡No! – gritó ella, aún más horrorizada que antes si cabe.
-          ¿Por qué no? – preguntó con un bufido-
-          ¿Estás loco? – le preguntó ella. – Me fui andando de casa ¿qué va a pensar mi madre cuando me vea llegar en un carruaje si no llevaba dinero encima? Le preguntó. - ¿En un carruaje con vuestro blasón y me vea descender de él? – añadió a la pregunta para reformularla.
Por una vez, Penélope tenía razón.
Sin embargo, a lord Greyford se le habían acabado ya las posibles soluciones a la situación
-          Entonces solo te queda la opción del principio – estableció. – Y más vale que te des prisa si al final la eliges porque hay amenaza de lluvia de nuevo – dejó caer asomándose a la ventana.
“Otro vestido mojado y calada hasta los huesos no” pensó tragando saliva y con un escalofrío recorriendo su espalda ante tan aciaga perspectiva.
Por este motivo, se apresuró hacia la puerta de salida seguida muy de cerca por Grey. Ya allí, éste se despidió de ella con estas palabras:
-          Disfruta de la lectura y cuando lo hayas terminado, házmelo saber regresando a mi casa –
-          No dudes de que lo haré, Grey – respondió ella, sonriéndole de manera amables.
-          Que pases un buen día de lectura Penélope – le dijo él a su vez mientras le cerraba la puerta sin dejar de sonreír porque imaginaba que se enfrascaría en la lectura de Darwin en cuanto se refugiase en el calor de su hogar.
Penélope no abandonó de inmediato Appleton Mansion, situado en el número doce de Savile Row; si no que aguardó un momento más en la entrada de la puerta principal reflexionando acerca de la gran cantidad de acontecimientos que le habían sucedido esa mañana (una costumbre muy suya, por otra parte)
Una serie de acontecimientos sorprendentes e inusuales, pero que habían devuelto una faceta a su vida: la aventurera.
Hoy no solo había podido conocer de cerca y algo más en profundidad a lord Greyford; Grey (hombre al que hasta ese día había considerado poco menos que un asesino en serie, influida sobre todo por los comentarios de Rosamund y Katherine) sino que encima se había mostrado más que dispuesta y encantada a ayudarle en su poryecto científico.
¡Ciencia!
¡Ella!
¡Toda una mujer humanística y del Renacimiento!
Con todo este cúmulo de cosas ¿qué se podía concluir?
¿Se había hecho amiga de Mttheus Robert Kendrick Appleton, duque de Greyford?
¿Ese mismo hombre que le había autorizado para llamarle formalmente Grey?
¿Realmente?
Aún no lo asimilaba.
“¡Menudo día más raro!” pensó con un resoplido aunque sin dejar de sonreír.
Acto seguido miró al cielo y le pareció que una pequeña gota de lluvia aterrizaba sobre su nariz. E incluso creyó ser testigo de cómo, en muy poco tiempo el cielo se iba oscureciendo cada vez más.
Por eso, antes de que la lluvia volviese a descargar con toda su rabia e ira sobre la ciudad de Londres, apretó el libro contra ella y echó a andar a paso ligero (sin ser una carrera) en dirección a su casa; situada en Brook Street, arrastrando con todos y cada uno de los pasos que daba un magnífico vestido brocado de color crema y confeccionado con seda y tafetán.








[1]  N. Aut: Licencia literaria pues el libro se escribió en 1871 y no en 1815 como indico aquí.
[2]  Carrara: Municipio italiano de la región de la Toscana. Era el centro de una importante industria marmolística gracias al famoso mármol blanco que se extrae de sus proximidades.
[3]  Concretamente 98 años.
[4] Náyades: Ninfas de los cuerpos de agua dulce: fuentes (Creneas), pozos, manantiales (Pegeas), arroyos , pantanos (Heleades), lagos (Limnades) y riachuelos (Potámides) y encarnaban la divinidad del curso de agua en que habitaban. En astronomía es una luna de Neptuno.
[5] Ménades: Seres mitológicos femeninos relacionados con Dioniso. Fueron las primeras ninfas que se encargaron de cuidarlo y ya en la edad adulta las poseyó y les inspiró una locura mística.
[6] Pléyades: Eran las siete hijas del titán Atlas y de la ninfa marina Pléyone, nacidas en el monte Cileno. Eran las ninfas del cortejo de Artemisa. Eran siete: Maya, Celeno, Alcíone, Electra, Estérope, Taigete y Mérope. En astronomía son un cúmulo de estrellas situados a un costado de la constelación Tauro.
[7] Titania: Reina de las hadas en las leyendas medievales y en la obra de El sueño de una noche de Verano de William Shakespeare. Casada con Oberón. En astronomía es el mayor satélite de Urano.
[8]  Ío: Era una doncella de Argos y sacerdotisa de Hera que fue amada por Zeus. En astronomía era una luna de Júpiter descubierta por Galileo Galilei en 1610