sábado, 21 de junio de 2014

Serie Amigas duquesas II: Capítulo I



CAPÍTULO I
Una dama no incumple un castigo
«Seamos francos, ¿es que voy a ser la única  que eche en falta
a la señorita Rosamund Harper en este inicio de temporada?»
Christina Thousand Eyes.

Un hermano puede no ser un amigo
Pero un amigo siempre será un hermano
Demetrio de Falero.

Una dama nunca debe incumplir un castigo.
Corrección, nadie nunca debía incumplir un castigo porque las consecuencias siempre serán inesperadas… y fatales.
Rosamund Harper era perfectamente consciente de este hecho. Así como también era perfectamente consciente de que, si no lo hubiera hecho ella no sería Rosamund Harper y habría perdido parte de su encanto característico consigo misma y con quienes la conocían.
Además, también sabía sin ningún género de dudas que esta vez había ido demasiado lejos.
Nadie incumplía un castigo y mucho menos si era una orden directa y personal del antiguo general de la marina, el señor Edward Harper, marqués de Harper.
Ni siquiera aunque esta persona fuese su propia hija y ojito derecho y que a su vez fuese también la marquesa de Harper.
Sin embargo, sus motivos para actuar de la manera en que lo había hecho estaban perfectamente justificados. Y no solo según su opinión.
Cualquier persona ajena a esta situación hubiera actuado de la misma manera que ella.
Estaba convencida.
Además que según su opinión el castigo había sido tremendamente injusto y abochornante para ella; cuanto más cuando el principal perjudicado ya la había perdonado por ello y de forma pública además.
“Pero no se puede razonar con papá” pensó Rosamund dando un suspiro. Lo que se le olvidó comentar es que no se podía razonar ni con lord Harper ni con ninguno de sus vástagos, dado que la cabezonería era un rasgo del carácter que todos compartían.
Y así fue cómo, una vez terminó la pasada temporada social con el enlace de su amiga Verónica y el abuelete de Jeremy Gold, se vio confinada al exilio de su pabellón de caza en Gloucester por tiempo indefinido.
Todo aquel que conocía a Rosamund Harper sabía que no poseía un comportamiento canónico como la perfecta dama de sociedad que debería saber de acuerdo a su posición y que en más de una ocasión, su salvaje temperamento le había metido en más de un aprieto por lo que… ¿Qué había hecho?
¿Qué acción en particular había salido tan de ojo como para resultar inconcebible a ojos de lord Harper; hombre que hasta ese momento se lo había consentido todo a su única hija?
Una acción insignificante.
 Una minucia, dicho de otra manera.
Le había dado dos bofetadas en público a Jeremy Gold, delante de toda la sociedad en su fiesta de compromiso con Cassandra Cassidy.
“Dos bofetadas bien merecidas” añadió mentalmente e, inevitablemente evocó con total claridad ese momento; tal y como si lo estuviera viviendo ayer. E incluso le pareció volver a sentir el picor y el dolor en las manos como consecuencia de la fuerza que había impreso en dicha acción.
Recordó cómo tanto ella como sus tres mejores amigas habían regresado a Londres tras pasar tres meses en su pabellón de caza de Gloucestershire. Tiempo durante el cual Verónica había finalizado su embarazo y había dado a luz a una preciosa niña a la que habían llamado Francesa; tal y como su abuela o, para curarse y restablecerse por completo de una fractura en la pierna; tal y como le habían hecho creer al resto de la sociedad.
Lo cierto es que ninguna de las tres chicas tenía intención o ganas de asistir al evento que organizaban los Cassidy esa noche hacía poco menos de un año pero… las normas de etiqueta así lo exigían y ya llevaban ausentadas de la sociedad demasiado tiempo así que no les quedó otra alternativa.
Ojalá nunca lo hubieran hecho.
Aparte del hecho de quienes eran los anfitriones de la fiesta y sobre todo, quién era la hija de los mismos (alguien que podría considerarse una enemiga acérrima desde su tiempo juntas en la escuela para señoritas de Miss Carpet), la fiesta fue un tedio absoluto para ellas; muy especialmente cuando Jeremy Gold las vislumbró y visionó entre la multitud y no se dedicó a otra cosa que a pasearse y pavonearse delante de sus narices exhibiendo y luciendo siempre del brazo a la señorita Cassandra Cassidy hasta que… por fin se atrevió a revelarles su nuevo status de persona comprometida.
O mejor dicho, la susodicha Cassandra se lo restregó por la cara a las tres.
En ese momento, la pólvora estalló y todo a su alrededor se volvió rojo; tal era la ira que le consumía.  
Llegados a este punto cabría reseñar que Rosamund Harper, si bien era bastante violenta verbalmente (aunque esto era bastante normal como método de autodefensa al vivir en una familia compuesta únicamente por miembros masculinos), en ocasiones bastante contadas (además de las habituales peleas con sus hermanos cuando pequeños) había utilizado la violencia física contra otras personas siendo ya adulta.
Entonces ¿qué motivos llevaron a Rosamund a actuar de esa manera?
¿Por qué abofeteó públicamente a Jeremy Gold?
La realidad es que no había un único motivo que explicase este tipo de comportamiento para con él, sino que se debía a la conjunción de numerosos y múltiples factores tales como que, para empezar, Jeremy Gold nunca le cayó bien.
No había causa lógica que lo explicase, sino que primaba la irracionalidad.  
Bien podría decirse que fue un odio a primera vista.
Pero es que ella no soportaba la manera despótica, altiva y de menosprecio que les dedicaba cada vez que las miraba tan solo por el hecho de que fuera ocho años mayor que ellas. Ocho años no significaba que fuera más fuerte o más inteligente que ellas Y para muestras dos botones; ella le había noqueado con solo dos guantazos y su nivel intelectual palidecía al compararlo con el de Penélope.
Otra causa que bien podía explicar su comportamiento esa noche en particular fue el injustísimo trato que había dado a su amiga Verónica desde que se reencontró con ella dos años atrás tras diez años sin verse.
Una amiga a la que había seducido utilizando sus conocimientos en las artes amatorias hasta hacer de ella su amante y dejarla embarazada para, abandonarla a su suerte tras enterarse de la noticia y cuando ella ya estaba nuevamente total y absolutamente enamorada de él.
“Maldito imbécil y escoria humana…” pensó, sintiendo cómo volvía a enfadarse gradualmente y aumentaban sus ganas de golpearle otra vez.
Eso no se le hacía a una persona de la que supuestamente estabas enamorado y querías. Y tampoco nadie que hubiera estado exigiendo que volvieran juntos como él hizo se hubiera comprometido con otra; escogiendo apenas dos meses después a propósito la mujer que más inquina y comprometerse con ella; eso demostraba un nivel extremo de egoísmo e inmadurez por su parte.
Otro motivo a tener en cuenta para explicar su forma de actuar durante esa noche en particular era el cansancio. Un doble cansancio en este caso ya que,  al cansancio del viaje debía sumársele el de los días pasados con Verónica y Francesca.
En el primer caso la culpa era únicamente suya, ya que su manera de cabalgar y de conducir un carruaje podría calificarse como de, poco ortodoxa por cualquier entendido en el tema.
«Una conducción infernal» solían decirle todos debido a velocidad vertiginosa y a los numerosos peligros y riesgos que corrían aquellos insensatos que solían montarse en sus carruajes cuando era ella quien llevaba las riendas.
La réplica que Rosamund tenía que darles a aquellos que osaban decírselo a la cara era que ése era el único modo en que había aprendido a manejar un carruaje gracias a las enseñanzas de sus hermanos y que no tenía intenciones de aprender una manera distinta. Además, una segunda característica particular de su manejo de los carruajes era que no le gustaba perder el tiempo y pararse cada poco tiempo a recuperar energías, sino que si el trayecto era relativamente corto y los caballos respondían con una energía suficiente a sus demandas, prefería hacerlo de una sola vez y sin paradas.
Y, habitualmente, esa era la manera que tenía de viajar desde su pabellón de caza en Gloucestershire a su residencia familiar londinense. Lo hizo la noche en que abofeteó a Jeremy y lo había hecho esa misma noche ya que al fin y al cabo “sólo” eran once horas a caballo.
Sin embargo, al cansancio del viaje de esa noche debía sumarle también el acumulado por culpa de la pequeña Francesca ya que, pese a su pequeño tamaño era bastante ruidosa y muy especialmente por las noches, con lo cual, su habitual y placentero descanso nocturno prácticamente se había convertido en una utopía.  Una razón más que la convencía de que ella no era la persona adecuada para tener y criar hijos. Y además, por si eso no fuera suficiente, como era la chica que disfrutaba de más intimidad dentro de su propia casa de las cuatro amigas, habían acordado que seguiría quedándose en su casa hasta que hallaran una solución a la especial situación en la que se encontraba.
¿Cómo iba a arreglárselas para esconderlos sin que los descubrieran con todo el alboroto que la pequeña organizaba?
De ahí que fruto del cansancio y del estrés que había estado acumulando durante todo ese tiempo terminase por golpear a la fuente de todos sus problemas.
O puede que también golpease a Jeremy aquella noche debido a la elección de la mujer que había de hacer competencia a su amiga Verónica; la peor elección posible. Pésima donde las hubiese.
Cassandra Cassidy.
Una mujer cuya única cualidad destacable era su belleza, ya que no resultaba atractiva o destacable en ningún otro ámbito y además, parecía desesperada por caerles bien a ellas hasta conseguir hacerse amiga suya; hecho que causó justo el efecto contrario en ellas y por eso la rechazaron desde bien jóvenes.
Inteligente y sibilino por parte de Jeremy fue el hecho de escogerla a ella precisamente como segunda prometida y rival de Verónica; sabía dónde hacer daño.
Necesitaba dos bofetadas para hacerle saber de su equivocación y ella se prestó voluntaria para hacerlo más que encantada.
Aunque… aunque… también cabría la posibilidad de que hiciera lo que hizo únicamente por lealtad.
Lealtad.
Poderosa virtud en la vida cotidiana y una de las más apreciadas dentro del mundo militar.
Al menos, así lo era en opinión de su padre ya que no dudó en escoger la virtud de la lealtad como un segundo nombre perfecto para su única hija.
“Loyalty” se dijo mentalmente.
Dicho de otra manera, desde recién nacida ya le indicaron que la lealtad para con su familia y sus amigos sería uno de sus rasgos definitorios y estaba que no había otra persona en el mundo más leal que ella por este motivo.
Maldición o bendición según la persona que lo analizase y la situación en la que se encontrase.
¿Cómo no reaccionar de otra manera que no fuera esa en semejante situación cuándo su móvil fue la lealtad hacia una de sus mejores amigas?
Fuera por una causa o por una conjunción de todas juntas el resultado fue que esa noche abofeteó en público a Jeremy Gold en su fiesta de compromiso y por este hecho se convirtió en el centro de atención en la sociedad, pese a que la temporada estaba a punto de acabar y a que ella abandonó el lugar con una gran salida triunfal tras esta acción.
Y el segundo resultado de esta acción es que ella fue castigada de manera injusta por su padre; quien la condenó al “exilio” y la retiró de la sociedad por un tiempo enviándola de nuevo a su pabellón de caza (además, para humillarla aún más, se detuvieron en todos y cada uno de los lugares que encontraron a su paso; como si de un auténtico carruaje de postas se tratase)
De nada sirvieron sus súplicas, ruegos e intentos de convicción hacia su padre. O que esas bofetadas sirvieron de estímulo y sacaran a Jeremy de su estado de aletargamiento en la lucha por la reconquista de Verónica (palabras textuales del abuelete); razón por la cual le había perdonado, ni que esa historia acabase con un final feliz; boda incluida: su padre había tomado la decisión y ésta era irrevocable.
Debía marcharse al exilio de Gloucester.
Y… ¡vaya si fue un exilio real!
Durante tres meses (el tiempo coincidente con el final de la temporada pasada y el inicio de ésta) estuvo total y completamente aislada del mundo. En esta ocasión, ni tan siquiera contó con la compañía de Penélope, quien solía acompañarla en todas y cada una de sus visitas porque, según le escribió en una carta, “su madre la necesitaba junto a ella porque iban a visitar a la familia”
“Muy conveniente” pensó en aquel momento. “Y una mentira muy grande” añadió. Conocida era por todos la nula relación entre Penélope y su madre, por culpa de la progenitora.
“¿Por qué la gente no podía ser sincera?” se preguntó mientras arrugaba la carta, formaba una bola de papel con ella, la arrojaba al fuego y contenía su rabia y su enfado sin llegar a golpear la pared. No lo hizo al final porque no quería causar destrozos en su propia propiedad y añadir una nueva causa para que el enfado de su padre aumentara para con ella. “¿Por qué no decían simplemente que no quería que se relacionaran con ella para evitar el qué dirán y porque si pasaban tiempo juntas sus posibilidades de encontrar marido se verían reducidas considerablemente?” añadió.
Aunque si era completamente sincera con ella misma y dejaba a un lado su tendencia al melodramatismo como tanto le gustaba, no estuvo completamente en el exilio ya que contaba con un reducido número de sirvientes en el pabellón de caza que se desvivían porque estuviera bien atendida.
Cierto que no era lo mismo que si hubieran estado sus amigas con ella pero, no podía quejarse del trato recibido durante su asistencia allí. Además que, al contrario que en Londres disfrutaba de una completa anarquía en lo que a horarios se refería así que no era necesario que madrugase o que se vistiese a diario con el boato de la capital. Eso por no hablar de las poco femeninas actividades que realizaba a diario. Actividades tales como carreras en su faetón o partidas de caza en las que practicaba y mejoraba su puntería.
Podría incluso haber ido a la caza del zorro; animal habitual en los alrededores, pero… al contrario que muchos de los aristócratas a ella no le gustaba en lo más mínimo tener a un perro como animal de compañía; por mucho que anhelase algo de compañía y cariño a diario. En su lugar, se conformaba con largos paseos a diario cruzando el bosque de Sedgecombe hasta Chipping Campdem para conocer en profundidad mejor sus dominios, aprovechando que lord Greyford no estaba por la zona para sugerirle qué podía y qué no podía hacer. (Aunque ya lo hacía cuando él estaba presente)
Y tampoco estaba completamente aislada de la capital británica, ya que se mantenía en contacto con Londres gracias a la correspondencia que intercambiaba con sus hermanos Joseph (quien le contaba la vida cotidiana de su familia), con su hermano Henry (las cuales solían ser mucho más interesantes al relatarle los cotilleos de los bajos fondos; los cuales no tenía ni idea de cómo se enteraba él) y de su amiga Penélope; que era quien le contaba los cotilleos de la alta sociedad pero en un vocabulario tan distinguido y elevado que muchas veces no sabía qué era exactamente lo que estaba contando y que a su vez, la descartaba a sus ojos como la cronista Christina Thousand Eyes.
Esas cartas le servían de bálsamo y le alegraban el día como un día soleado en la campiña británica tras una semana de lluvias continuas.  De ahí su enfado con el cartero, quien no entendía cuánto significaban para ella y que se las entregaba cuando le venían en gana pretendiendo que era un problema con el transporte de postas sin ser consciente que ella sabía a la perfección el tiempo que tardaba en llegar desde Gloucester hasta Londres. Quizás pensaba que el hecho de ser más maduro que ella le confería licencia para menospreciarla y burlarse de ella.
Por este motivo, todas las veces que llegaba a la puerta de su casa, se las arrancaba de las manos y le lanzaba miradas lo más amenazadoras e intimidatorias posibles; las cuales parecían no funcionar con él.
Precisamente, gracias a una de esas cartas se enteró que la temporada social ya había empezado ese año y a su vez esa misma carta sirvió para darse cuenta del tiempo exacto que había transcurrido desde que llegó a Gloucester. Sin embargo, si tuviera que destacar por importancia alguna de las cartas que había recibido durante su estancia castigada sería la que acababa de recibir esa misma mañana.
Su mañana empezó de manera muy rutinaria: se levantó tarde y, alrededor de las nueve de la mañana tocaron a la puerta.  Dado que no esperaba ninguna visita porque pocos sabían que estaban aquí y los que lo sabían tenían prohibido visitarla no quedaba de otra que la identidad del visitante fuese el cartero; un hombre del que ni siquiera se había molestado en aprender el nombre dada su pésima relación con él.
Para no concederle mayor importancia de la que tenía ni se creyese más importante que ella, se levantó de la mesa (pues estaba desayunando), dio un grito avisando de que sería ella quien abriría la puerta que sirvió para informar tanto al servicio como al susodicho  y caminó lo más tranquilamente que pudo en dirección a la puerta de entrada con una sonrisa maliciosa en el rostro y con la absoluta certeza de que el cartero estaría enfadado con ella por hacerlo esperar.
En efecto, tras echarle una ojeada breve aunque hambrienta a sus pechos (la parte más sobresaliente de su anatomía) le dedicó una mirada de odio contenido y con desgana le entregó una misiva. O mejor dicho, casi se la entregó porque extendió el brazo solo a media altura y la carta se quedó a media distancia entre ambos. En consecuencia, y como venía siendo habitual, ella tuvo que quitarle la carta de las manos de mala manera; hoy incluso de peor manera de cómo acostumbraba ya que no solo forcejearon, sino que también tuvo que clavarle las uñas en el dorso de la mano para conseguir que la soltara.
Sin despedirse de él y cerrarle con la puerta en las narices, volvió a dirigirse a la mesa del comedor donde había estado desayunando y comenzó a leer la carta con atención.
No hizo falta que la carta incluyese un remitente pues, en cuanto observó la perfección de las líneas del sobre y la pulcritud de su escritura supo que la misiva procedía de su amiga Penélope; quien, por otra parte era la persona que solía escribirle de forma más habitual.
Una vez abrió el sobre, se dirigió directamente a la parte final de la misma. Sabía que estaba mal, que podía ser considerada una falta de respeto a su amistad y que seguramente se enfadaría con ella si descubría su manera de actuar pero… solía dejar la información más interesante para el final. Además, solía escribir con excesivo detallismo y concentrarse en temas que a ella le parecían insulsos puesto que a ella le gustaba ir al grano y por eso, siempre actuaba de la misma manera.
No se equivocaba, ya que el reverso del tercer y último decía lo siguiente:
“Lamento profundamente ser tan escueta y parca en palabras pero… ya estamos imbuidas de lleno en la temporada social (…)”
“¿Ya ha empezado la temporada social?” se preguntó sorprendida levantando la mirada de la carta con gesto extrañado. “Pero ¿en qué día exacto vivimos?” añadió. 
Sacudió la cabeza y volvió a concentrarse en la carta de su amiga agarrando con más fuerza el papel de la carta y causando que crujiese ligeramente.
“Sabes que este tipo de actos me aburren soberanamente pero mamá dice que sólo en este tipo de ocasiones tendré alguna mínima posibilidad de que algún pretendiente viejo o ciego consiga sentirse atraído por mí y por este motivo, me veo obligada a asistir”
“Siempre siendo tan cariñosa Victoria” pensó con desagrado manifestando el grado real de aprecio que sentía por la madre de su mejor amiga.
“No temas o te preocupes por mí puesto que, la experiencia no me resulta tan aciaga como puede parecer en un principio y de hecho, para nada me siento solitaria ya que los autores de los libros que llevo en cada una de las ocasiones me entretienen proporcionan una fiel compañía; justo como tú harías. Y sí, justo tal y como tú estás pensando en este momento, tan excéntrico e intelectual comportamiento público para nada es del gusto de mi progenitora”
Rosamund rió ante la malicia involuntaria de su amiga en este comportamiento; quien no sospechaba el grado de disgusto que causaba en su madre únicamente con la realización de una de sus actividades cotidianas.
“Sin embargo, te confieso que hay eventos a los que sí que estoy expectante y deseosa por asistir; y no hablo ya de la famosa lady Mushroom, sino que me refiero a un evento mucho más inmediato. Tan inmediato como es que sucederá esta noche.
Espero haber captado tu atención en este punto porque el evento al que me estoy refiriendo no es otro que la fiesta que lo duques de Dunfield han organizado en su residencia.
  Llegados a este punto podrás preguntarte a qué viene este súbito interés en un evento que se organiza anualmente. Te respondo: este año se ha añadido una novedad. En realidad es un cambio fundamental ya que, los actuales duques, en un alarde de cortesía y confianza hacia los próximos duques y sobre todo, para callar de una buena vez los comentarios malintencionados que aún circulan por ahí, han decidido ceder su posición y permitir que sean los próximos duques los encargados de organizar y ejercer de anfitriones de la cena y el posterior baile de esta noche.
Te pido disculpas por mi enrevesada manera de expresión escrita así que lo volveré a explicar sin artefactos; lo que he querido decir en el párrafo anterior es que no serán los actuales duques de Dunfield los anfitriones del evento sino que ese lugar lo ocuparán hoy su primogénito Jeremy y sobre todo, nuestra querida Ronnie.
Estoy profundamente disgustada con tu padre; quien es un egoísta tremendo y, si esta noche y los nervios, la timidez y la voz no me fallan defenderé tu causa y se lo diré personalmente ya que me parece bastante injusto que, personas como las señoras Meadows y la familia Cassidy estén invitadas y tú no solo por su tozudez extrema.
Es una verdadera lástima que te lo vayas a  perder porque estoy segura de que pese a que tu relación con Jeremy no es óptima, a Ronnie le hubiera agradado mucho que estuvieras aquí para apoyarla en tan complicada y estresante noche. Cuanto más cuando contará con un numeroso público hostil y sobre todo porque tú y solo tú eres la única que puedes poner freno a una más que segura intervención triunfal de Katherine en busca del afán de protagonismo… (…)
Rosamund no siguió leyendo porque a partir de esas últimas palabras comenzaba una retahíla de párrafos incesante como despedida y fin de la carta. En su lugar decidió concentrarse en lo que había leído y su mente seleccionó por sí misma las palabras clave:
Verónica-Jeremy- anfitriones- esta noche.
Verónica y Jeremy iban a ejercer por primera vez como anfitriones ante la sociedad esa noche.
“Y yo no voy a estar ahí para verlo” pensó con tristeza.
El silencio se hizo en la sala y éste  permitió a Rosamund observar con detalle y detenimiento lo que había a su alrededor. Y por primera vez en toda su vida, nada de lo que había en su pabellón de caza le agradó. E incluso odió a su padre y se quejó de su amargo destierro.
Agachó la cabeza, permitiendo que el cabello suelto le ocultase el rostro. Un rostro que reflejaba su estado de ánimo en ese momento; de derrota y humillación.
Pero Rosamund Loyalty Harper no era una mujer que se rendía fácilmente y por eso, pese a que el tiempo en que agachó la cabeza fue bastante breve, fue tiempo más que suficiente para que una idea acudiese y le rondase la mente.
Una idea que, como no podía ser de otra manera en ella, tenía más carácter de locura que de plan real. Sin embargo, si quería que se llevase a cabo y resultase exitoso debía actuar con rapidez.
Corrección, inmediatez.
Ya.
Y de nuevo, la palabra que había marcado su vida desde que fuera utilizada como segundo nombre resonó en su momento; con tal intensidad que le provocó un momentáneo dolor de cabeza.
“Lealtad”
Lealtad, lealtad, lealtad, lealtad, lealtad y… lealtad.
Lealtad.
Si pensaban que ella no iba a asistir a la fiesta organizada por los Gold esa noche estaban muy equivocados. Puede que existieran algunas pequeñas dificultades en su propósito tales como el hecho de que estuviera castigada y a once horas de camino en carruaje hasta el centro de Londres pero… no había nada imposible cuando se trataba de la realización de sus objetivos. Y también puede que su relación con algunos de miembros de la familia Gold no fuera la más óptima pero… una amiga suya la necesitaba.
Y ella haría lo que fuera por ayudar a una amiga; incluso cuando ella misma no le había escrito personalmente para explicarle su situación.
“Debo marcharme ahora” pensó con rotundidad.
Y aunque lo había meditado durante un brevísimo periodo de tiempo, la decisión de marcharse fue tan repentina que la silla donde había estado sentada se tambaleó ostensiblemente durante una decena de segundos hasta que por fin cayó provocando un gran estruendo (normal por otra parte ya que estaba realizada en roble macizo)
El primer impulso Rosamund fue gritar los nombres de algunos de sus empleados mientras corría para que le ayudase a prepararse, aunque momentos más tarde lo descartó ya que en estaba escapándose de casa y tampoco quería que alguno de ellos recibiese un duro castigo por su parte.
Por este motivo, aunque continuó haciendo mucho más ruido del que un tránsfuga debería hacer cuando está huyendo, no pidió ayuda a la hora prepararse para su fuga sino que se dirigió a la cocina y cogió un cuchillo, un poco de queso, diferentes tipos de embutidos, pan y algo de fruta así como varios jarros con agua que le ayudaran a abastecerse durante el camino. (También cogió un pastel recién horneado, aunque esto último no lo necesitaba).
Tras coger un paño con el que envolver todos los alimentos y preparar un hatillo con todo, abandonó la cocina (cocina que parecía haber sufrido un terremoto debido a la precipitación con la que se preparó el avituallamiento) y se dirigió a las caballerizas en busca del transporte más adecuado para una fuga y un incumplimiento de un castigo en toda regla con la sensación de que una mirada en las sombras no perdía detalle de todo lo que estaba haciendo; lo cual era imposible porque  no se había encontrado con nadie que la detuviese a su paso.
Eso sí, lo hizo justo después de hacerse con un par de botas, ya que no encontraba las suyas por ningún lado. Sospechaba que la razón por la cual había sucedido esto era para evitar que saliera al exterior y que saltara en todos los charcos hasta conseguir estar llena de barro.  En cualquier caso, este pequeño detalle no la detuvo y, finalmente encontró un par de botas de montar masculinas un par de números más grandes que su pie, pero que eran perfectamente válidas para la función que les había encomendado. Y lo hizo precisamente de la forma en que habían evitado que realizase; es decir, corriendo y saltando por entre los charcos, sin importarle lo más mínimo que se estuviera ensuciando.
Una vez en las caballerizas, agradeció la inusual educación a la que su padre les había sometido ya que, una dama normal no sabría cómo ensillar por sí misma a su caballo y uncir un carruaje sin permitir que el carruaje se desenganchase y ella no tuvo ningún inconveniente a la hora de hacerlo. De hecho, el único pequeño problema con el que se encontró a lo largo de la idea de su escapada se produjo a la hora de abrir la puerta del carruaje para meter dentro sus provisiones; la cual únicamente se abría con llave.
Y ni tan siquiera ahí lo pasó mal ahí ya que lo solucionó de una manera rápida pero brutalmente eficaz: lo rompió tirándole una piedra justo al centro del mismo que lo rompió en su gran mayoría. En cuanto al resto de los cristales que permanecieron en el cuadrado destinado para el cristal de la puertecilla los quitó o arrancó (dependiendo del grado de incrustación con el que estaban situados) tapándose el brazo con tela de esparto.
Una vez solventado el obstáculo, arrojó sus provisiones al interior sin ningún tipo de delicadeza y se sentó al frente de su carruaje robado (aunque en realidad uno no se puede robar a sí mismo, por lo que queda mucho más adecuado carruaje que tomó prestado), ocultó buena parte de su cabello pelirrojo identificativo bajo un sombrero que, providencialmente encontró en el interior de dicho carruaje y ordenó y fustigó a sus caballos para que corriesen lo más rápido posible y alejarse cuanto antes del pabellón de caza. De ahí que cuando cruzó la puerta principal de dicho lugar, no pudo refrenarse por mucho tiempo más y un grito exultante de alivio y felicidad a partes iguales salió de su boca; tan poderoso y potente que Rosamund Harper creyó que lo habían escuchado incluso en el propio Londres.
Y así fue cómo exactamente once horas y media después Rosamund Harper llegó a Londres. Su retraso en el tiempo estimado se produjo porque no viajó a la misma velocidad durante todo el trayecto y sobre todo, al entrar en Londres y muy especialmente al enfilar la calle Albermale Street, redujo considerablemente su marcha; debía evitar causar demasiado ruido antes de entrar en el interior de la residencia Gold, dado que quería ser descubierta una vez fuera ya asistente a la fiesta y no antes ya que así tendría muchas más posibilidades de no ser enviada de vuelta a Gloucester.
Una vez detuvo su carruaje, volvió al interior del mismo para engullir y devorar más que comer las provisiones que allí dentro había desde la hora de su comida sin ni siquiera usar el paño que envolvía los alimentos como servilleta y eructando satisfecha por tener el estómago lleno después de un largo día (ambas acciones terminantemente prohibidas para una dama)
Una vez terminó su cena, se recostó contra el respaldo del carruaje (el cual no era precisamente cómodo ni excesivamente grueso) cerró los ojos y se frotó su barriga; la cual al estar llena había incrementado su tamaño y ahora estaba ligeramente curvada, exactamente del mismo tamaño que tenía una mujer embarazada de tres o cuatro meses.
Hecho imposible ya que aún era soltera, virgen y en contra de lo que pensaban sus amigas, no era muy experimentada con los hombres. De hecho, tan sólo un hombre le había besado en su vida. Y había sido tan horrible que prefería no pensar en él.
De manera consciente ahí, justo en ese momento se relajó y suspiró hondamente para expulsar de una buena vez toda la tensión  y el miedo acumulados durante tan largo período de tiempo.
Demasiado tiempo porque, al parecer la tensión se había acumulado en la zona del cuello y los hombros que, justo en ese momento le dolían como si le estuvieran pinchando con varias agujas grandes a la vez y, no se le ocurrió otra forma de aliviar esta tensión que, el de ejecutar movimientos circulares con los hombros de manera repetida hasta conseguir reducir esa sensación de dolor.
-          Ha salido bien – dijo, incapaz de creérselo. – Ha salido bien – repitió.
Y escuchó lo que había a su alrededor.
No se oía nada.
Y el silencio era un sonido (en realidad una ausencia de ruido) maravilloso.
A punto estuvo de llorar, tal era la sensación de libertad y felicidad que la embriagaba. Sin embargo, no lo hizo porque justo en ese momento, un mechón de su cabello suelto pelirrojo cayó justo frente a su nariz.
Abrió los ojos de inmediato, se sorbió la nariz y se limpió las lágrimas que habían amenazado por brotar de sus ojos.
“Una dama no llora” pensó, rememorando una de las enseñanzas que miss Carpet y el resto de profesoras les repetían una y otra vez durante su tiempo allí.
De manera frenética se palpó el cabello y fue plenamente consciente de que llevaba el cabello suelto. Completamente inaceptable a no ser que tuvieses un cabello excepcionalmente largo para poder lucir o demasiado difícil de controlar. Pero la revisión de su aspecto no se quedó ahí; fue una inspección exhaustiva.
Gracias a ella fue consciente de que no era el cabello lo único que fallaba en su atuendo para la fiesta, también lo hacían su vestido (sobre todo desde la rodilla hacia abajo, donde las salpicaduras fruto de sus saltos en los charcos habían dejado manchas cuyo tamaño iba desde pequeñas motas a verdaderos trozos de tela completamente teñidos de suciedad) y sus botas (aunque en realidad no eran suyas), las cuales estaban completamente manchadas de barro y habían cambiado su color del negro al marrón claro.
En realidad, no estaba preocupada por su aspecto ya que, como había dicho antes, las botas no eran suyas y el vestido, pese a que era blanco, era uno de los que solía utilizar para pasear por el interior de su pabellón de caza. En otras palabras, era simple y barato y por tanto, era fácilmente reemplazable por otro nuevo.
Otra cuestión era su cabello… Del mismo modo en que no le importaba lo más mínimo presentarse en público de esa guisa (y es más, estaba deseando hacerlo para desafiar públicamente a su padre y demostrarle que ella también era una Harper con carácter) no podía presentarse en público con el cabello suelto llevándolo tan corto (apenas superaba los hombros) Podía intentar peinarlo a oscuras en el interior del coche de cabellos pero…no tenía ni idea de cómo peinárselo más allá de hacerse una trenza lateral. Eso por no hablar de que siempre solía llevar algún postizo en sus elaborados peinados en sociedad. En otras palabras: necesitaba la ayuda de una profesional
Se encontraba en una encrucijada:
¿Debía ir a su casa para arreglar el despropósito que tenía como cabello y ya de paso aprovechar para asearse y cambiarse de ropa o debía dejar a un lado los convencionalismos y aparecer en el interior de la fiesta con su aspecto actual?
Tras numerosas repeticiones y empleando más tiempo del que había creído necesario para un tema en apariencia, insustancial decidió que la prudencia gobernase su vida una sola vez. Por tanto, iría a su casa a cambiarse de ropa.
“Y como Joseph se atreva siquiera a burlarse mí por una conducta tan femenina, le golpearé sin piedad hasta hacerle un chichón” pensó, decidida. “Y le obligaré a acompañarme a este evento” añadió, asintiendo con la cabeza regodeándose en la malicia de su plan.
Era lo más sensato por otra parte ya que en la oscuridad solo había sido capaz de apreciar las manchas de su ropa pero, dada la manera en que había conducido estaba segura que había acumulado polvo, suciedad y sudor tanto en sus manos como en su cara; manchas más visibles gracias al blanco de su piel. Además, había llegado relativamente pronto a la fiesta por lo que aún podía perder algo más de tiempo e incorporarse directamente al baile cuando éste hubiera dado su inicio y si había de hacer una nueva reaparición social, lo más lógico y razonable sería que lo hiciese vestida con sus mejores galas; dando un doble motivo para dejar a todos con la boca abierta.
Estaba decidido: iría a su casa.
Una casa que por otra parte no estaba lejos del lugar donde se hallaba ahora mismo, con lo cual se le volvía a plantear un nuevo dilema: ¿debía ir en carruaje, cansando aún más a su caballo y arriesgarse a que cuando regresase alguien le hubiera robado el sitio o por el contrario, debía ir andando?
Su tiempo de reflexión para con esta segunda duda fue menor que con la primera pues, prácticamente había terminado de cuestionársela cuando ya conocía la respuesta: iría andando.
Estaba harta de estar sentada durante tanto tiempo, no quería cansar a su caballo más de lo necesario pues tampoco era un espécimen joven y vigoroso en cuanto a la seguridad de las calles y un posible robo del carruaje…  estaba convencida de que no tenía nada que temer ya que, si conocía mínimamente a su hermano mayor (el cual era también el jefe de los 8 de Bow Street, los encargados y responsables de la seguridad de Londres) éste, aunque invitado y asistente a la fiesta, seguro que habría dispuesto a un hombre (sino dos) para que rondase la mansión y sus aledaños a fin de evitar cualquier tipo de incidente o infracción de la ley.
Y si alguien decidía robarle su carruaje…tampoco sería una gran pérdida ya que había escogido a propósito el menos lujoso de cuantos tenía, sin escudo o blasón familiar bordado en él pues nadie debía enterarse antes de tiempo de su presencia allí esa noche antes de tiempo. Por otra parte, ella misma había robado el carruaje de sus caballerizas y decía el saber popular que quien robaba a un ladrón tenía cien años de perdón; por mucho que éste robo hubiese sido a sí misma.
“¡Al carajo!” exclamó, antes de incorporarse y tantear la parte exterior de la puertecilla del carruaje en búsqueda del tirador para abrirla.
Una vez dio con él, abandonó el carruaje y saltó en la acera de un salto; tal y como solía hacer cuando nadie la observaba.
Ya en la acera fue consciente de la escasa iluminación existente en la calle; apenas un par de farolas en cada extremo de la calle, ambas situadas al menos a treinta pasos de donde ella se encontraba justo en ese momento. Un hecho chocante dado que esa noche se celebraba una fiesta en la mansión justo casi frente a ella y este tipo de nimiedades bien podían ser utilizadas como hecho a criticar.
Claro que, un motivo que podía explicar la ausencia de iluminación era el hecho de que ella hubiera sido la única persona que había aparcado en la parte trasera de la mansión y no en la parte delantera como el resto de grandes carruajes pues así pasaría más desapercibida. De hecho, era su carruaje el único objeto que rompía la simetría de la desierta calle.
Una ráfaga de viento helado se creó de repente y provocó que la falda de su vestido se balanceara y ella tiritase de frío ante el repentino cambio brusco de temperaturas. Entonces ella se fijó en que la calle estaba casi completamente oscura y desierta.
“Bien pudiera ser el escenario para que un perturbado actuase por muy segura que fuese la zona” pensó, y un escalofrío le recorrió la espalda al imaginarse esa posibilidad.  “Rosamund, estás perdiendo un tiempo precioso” se dijo. Y echó a andar antes de que tuviese más frío y se regodease una y otra vez en tan macabros pensamientos.
Fuera el miedo, fuera el frío, ambos o ninguno, el caso es que Rosamund apenas fue consciente del trecho que había caminado hasta que se halló justo frente a la puerta del jardín trasero de la mansión de los Gold. No quería detenerse en ese punto precisamente porque la tentación de entrar era demasiado grande pero, no le quedó de otra porque el daño y el dolor que le hacía una pequeña piedra que se le había metido en el zapato comenzaba a ser bastante incómodo y doloroso.
Se detuvo echando pestes mientras se quitaba la bota.
“¿Cómo es posible que una piedra minúscula se haya metido en una bota que me llega por la rodilla?” se preguntó incapaz de creerlo. “¿Es que tengo un agujero en la suela?” añadió, extrañada mientras inspeccionaba la suela de la bota y se convencía de que era absolutamente imposible ya que, si hubiera tenido algún agujero en la suela, hubiera notado el agua de los charcos o los restos de barro acumulados en la misma.
Al cerciorarse de que su bota (que no era suya) no tenía ningún agujero en el suelo y por tanto, la piedra debía haberse metido por arte de magia, la sacudió durante varios minutos seguidos hasta que no le quedó duda alguna de que ya no habría piedras en su interior y volvió a calzársela.
Y fue ahí, justo en el momento en que volvió a apoyar los dos pies en el suelo, cuando lo escuchó por primera vez de forma muy lejana.
“¡Clic!”
Rosamund se giró en búsqueda de la posible fuente de origen del ruido; primero hacia atrás y luego hacia delante.
No se veía nada.
“¡Clic!” volvió a escuchar, acrecentando su extrañeza y, su temor, aunque esto último le costaba más reconocerlo. Y en esta segunda ocasión, se giró hacia la izquierda y hacia la derecha… con idéntico resultado; nulo.
-          Me estoy volviendo loca – murmuró. – Y estás perdiendo un tiempo precioso – añadió, instándose de nuevo a reanudar su marcha.
“¡Crack!” escuchó una tercera vez y esta última ocasión el sonido fue mucho más fuerte y sonó más cercano que las otras dos. Tanto, que detuvo su marcha.
Eso por no hablar de que, para fortuna de Rosamund, la dirección de donde provenía quedó mucho más clara y a la vez mucho más preocupante pues… venía directamente del jardín trasero de los Gold.
Con una mezcla de interés renovado y temerosidad a partes iguales dirigió su mirada nuevamente hacia la puerta del jardín trasero de los Gold; la cual no sabía si estaba abierta o no. De hecho, ni siquiera se lo había planteado hasta ese momento.
No obstante, su cerebro comenzó a bullir de actividad desde que fijo su atención en tan inmenso y plúmbeo objeto.
¿Estaría o no estaría abierta la puerta? ¿Debería ir a comprobarlo?
Así mismo, una segunda pregunta rondaba su mente:
¿Qué era lo que estaba provocando ese ruido tan extraño en el jardín trasero de su amiga?
Pero sobre todo, la tercera y más importante pregunta del lote que cruzaba a toda velocidad su mente en ese instante era:
¿Se atrevería ella a comprobarlo a pesar de que eso la retrasaría de su objetivo principal de la noche y de que podría estar poniéndose en peligro corriendo un riesgo completamente innecesario?
-          ¡Al carajo! – exclamó envalentonada y sus gritos de ánimos hicieron eco en toda la calle al no haber ningún otro objeto que lo camuflase.
Acto seguido, con la decisión de quien camina en mitad de un desfile militar, enfiló sus pasos hacia la puerta del jardín trasero de los Gold.

Serie Amigas Duquesas IV: capítulo I



CAPÍTULO I
El sorprendente matrimonio de la señorita Katherine Gold
Mediados de mayo de 1819
Una oscuridad y penumbra casi totales eran las dueñas de la residencia Gold situada en la calle Albermale Street. Éstas hubieran impregnado todas y cada una de las estancias de dicha mansión sino hubiera sido porque los últimos resquicios  de la hoguera de la chimenea del señor Gold, demasiado testarudos y desafiantes al frío que comenzaba a inundar todas y cada una de las habitaciones, decidían plantar batalla al inusual frío de las noches primaverales londinenses y mantenerse encendidos.
Estas mismas minúsculas llamas que permanecían ardiendo eran las responsables de que el silencio tampoco fuera total y absoluto en dicha casa, ya que, muy de vez en cuando, éstas crepitaban y hacían saltar alguna pequeña chispa que, dado a la inexistencia de ruido a su alrededor, amplificaba su apenas imperceptible ruido en cualquier otra circunstancia.
La permanencia e incluso podría decirse la existencia de dichas llamas no se debía a un descuido por parte del servicio de la familia Gold; los cuales sin duda ya se habían ido a dormir dadas las altas horas de la madrugada que eran, no. El motivo o la razón por las cuales dichas llamas permanecían activas era porque había alguien despierto en la casa a esas horas y además, estaba sentado justo enfrente de dicha chimenea; ocupando un asiento y un espacio que no le pertenecían y que nunca llegarían a pertenecerle pese a ser miembro de la familia.
Un alguien que no era otro que el único vástago femenino de los duques de Dunfield; además de incomparable de su generación, la señorita Katherine Gold.
La eterna solterona incomparable según las palabras de Christina Thousand Eyes.
Una Christina Thousand Eyes que no hacía otra cosa que poner en papel las palabras que su propia madre le dedicaba a diario tanto en privado y, cada vez más a menudo en sus apariciones públicas.
Lo que ninguna de las dos sabían (y en realidad, nadie de la alta sociedad británica, ni tan siquiera sus amigas más íntimas) era que estaban completamente equivocadas. Ella no era la eterna solterona Gold puesto que estaba casada desde hacía poco más de un año.
De hecho, se había casado justo la misma noche en que su amiga Rosamund organizaba su primera fiesta social como la marquesa de Appleton y a su vez, la misma noche en que su amiga Penélope se había comprometido con William Crawford; el duque de Silverstone.
William Crawford.
El ya mencionado duque de Silverstone y a su vez, uno de los mejores amigos de su hermano mayor Jeremy; por no decir que era el mejor partido de su generación en cuanto a su riqueza, buena posición social por su amistad con el regente y, por qué no decirlo también, por su gallardía.
Dicho de otra manera, estaba cantado que era el perfecto partido como marido para ella. Y por si no le había quedado claro prácticamente desde que su nombre comenzó a hacerse notar en los círculos sociales, de nuevo, su propia madre se había encargado de recordárselo y, cual si de una vidente se tratase, antes de que marchase a la guerra contra Napoleón, había comenzado a entrenarla de forma intensiva para llamar su atención y que él cayese rendido a sus pies la primera vez que fueran presentados.
Ni siquiera se molestó en preguntarle su opinión al respecto; era su deber porque descendía por parte materna de una línea de mujeres que siempre habían conseguido a los mejores partidos y en consecuencia, habían tenido las mejores bodas de sus contemporáneos, desde siete generaciones atrás.  Y hubieran sido el mismo número de generaciones de incomparables sino hubiera sido porque miss Carpet le hubiera arrebatado este título a la propia lady Dunfield una generación atrás.
Desde ese mismo momento de bochorno familiar, Justine Gold se prometió a sí  misma que si algún día tenía una hija, la situación no volvería a repetirse y ella devolvería la gloria y restauraría el honor perdido a las mujeres Matthews.
Y así sucedió.
Esa fue la historia como a base de privaciones, mano dura, esfuerzo sobrehumano y sobre todo, mucha infelicidad al carecer de una infancia similar al del resto de las niñas  la alta sociedad, ella, la señorita Katherine Gold, se convirtió en la incomparable de su generación.
“Objetivo conseguido” pensó mientras esbozaba una mueca de falsa felicidad.
No podía decirse lo mismo de su segundo objetivo vital ya que, no solo no consiguió atraer la atención de William Crawford (aunque en realidad sí que lo hizo, solo que de una manera equivocada) sino que éste pasó por delante de ella y decidió escoger como su esposa a la más tímida y poco llamativa físicamente de sus amigas, la señorita Penélope Storm.
Cuando Katherine se enteró de la noticia fingió sentirse profundamente herida y dolida pero, en su fuero interno, se alegraba enormemente por su amiga; la cual se merecía algo de felicidad en la vida después de vivir con la arpía de su madre y la secuaz de su hermana menor; la cual no tenía mucha personalidad propia, en su opinión.
Ella sabía cuál sería la reacción de su madre cuando descubriese esta noticia y, en efecto, no quedó decepcionada con el modo de actuar de su madre; la cual la desairó públicamente (dando a entender que le avergonzaba el hecho de que fuera su hija) en un salón de baile abarrotado de gente.
Lejos de abatirse, y dado que, si algo le habían enseñado toda una vida de duro entrenamiento y doce temporadas en sociedad era que si mostrabas tus emociones delante de otros, sería la comidilla y el blanco de todas las críticas durante al menos dos temporadas como mínimo, decidió abandonar la fiesta con toda la dignidad posible mientras su interior bullía de furia y su mente planeaba un acto de rebeldía y descontrol que tan aleatoria y puntualmente llevaba a cabo.
Momentos de rebeldía como cuando pisó a propósito y en consecuencia rasgó el vestido de Rebecca; su primera cuñada, cuando ésta llamó bastarda a la cara a su amiga Verónica. O como cuando robó las botellas de champán francés destinadas al consumo de la pareja matrimonial formada por su hermano y su primera esposa (la ya mencionada Rebecca) en su noche de bodas para más tarde, emborracharse en dicha ceremonia nupcial.
Otro de sus actos de rebeldía más sonados se produjo cuando puso en riesgo a propósito su virtud y su buena reputación al ir a visitar a plena luz del día la residencia de lady Jane Hurley; la condesa de Oxford y Mortimer y una de las mujeres de peor reputación de la última centuria.
Tanto ése como el momento en el que mostró su apoyo en público (desobedeciendo las órdenes familiares al respecto) a su amiga Rosamund Harper en la falsa acusación de robo por parte de Cassandra Cassidy podrían considerarse como sus últimos actos de rebeldía en público.
No obstante, su rebeldía y su temperamento no se reducían a actos de pleno conocimiento público ya que también realizaba actos de rebeldía de manera mucho más íntima y por tanto, de mucha menor resonancia social. Debido al “anonimato” de los mismos, éstos eran realizados de manera mucho más continuada y solían ser siempre los mismos; de ahí que le resultase difícil de asimilar la idea de que no la hubieran descubierto. Entre esos actos se encontraban precisamente las dos transgresiones de buen comportamiento que estaba realizando en ese preciso instante:  desobediencias que consistían en el robo de la botella de whisky escocés de mayor antigüedad de la bodega personal del duque de Dunfield para  cual había ido a la bodega personal de su pare y había escogido a propósito la botella abrirla y degustar  y brindar con un par de vasos frente al fuego de la chimenea; justo como todo buen noble masculino (y nunca una dama)  haría. Hubiera acompañado su licor con un buen tabaco de pipa pero e incluso a que hoy se sentía especialmente rebelde, decidió finalmente no encenderla, pues no quería provocar un incendio y su correspondiente tragedia al quemar los valiosos documentos que dicha estancia poseía.
En su lugar, decidió reemplazar tan masculina costumbre por su nueva y más reciente manera de transgredir las normas teniendo un comportamiento excéntrico y poco habitual; decidió ir a la cocina, pelarse una piña, partirla en pequeños trozos y degustarla como si de una delicada preciosa se tratara, es decir, sin masticarla y dejando que cada uno de los pedazos se deshiciese en su boca al apretar la lengua contra el paladar.
Dicha acción en sí contenía un doble acto rebelde, con lo cual si era descubierta, el castigo sería aún más severo. Ya no solo se debía a que hubiera ido a la cocina y hubiera utilizado sus utensilios e instrumentos para prepararse ella algo para comer, acción que tenia terminantemente prohibida  pues para eso tenían servicio contratado y viviendo de forma permanente en la casa (aunque su madre se escandalizaría si supiera que ella se manejaba de forma independiente en esos menesteres desde sus tiempos en la escuela para señoritas de Miss Carpet gracias a la propia directora); no.
La verdadera razón por la cual sería duramente reprimida era precisamente por el tipo de comida que estaba degustando en esos instantes. No era porque se tratase de fruta ya que si bien podía ser considerada como postre (y de hecho era incluida en numerosos postres) no era la comida más adecuada para los miembros de la aristocracia, especialmente porque era alimento básico de la dieta de los miembros de los grupos sociales inferiores. El problema en este caso estaba relacionado con la fruta en cuestión; sí, con la piña.
Los miembros de la aristocracia no comían piña aunque estuviese en la mesa.
Los miembros de las clases inferiores no comían piña.
En resumen, nadie comía piña; por mucho que se tratase de una fruta.
Y ¿por qué?
Porque aunque la piña fuese una fruta[1], la consideración principal que ésta tenía era la de ser un artículo de lujo. Y como otros productos de lujo, éstos debían ser utilizados para la ostentación y no para el uso real y habitual que éstos podrían tener.
Katherine entendía este pensamiento para otros objetos de lujo como las sedas o determinadas porcelanas decoradas, pero no para las piñas; mucho menos desde que se enteró de las pequeñas fortunas que los aristócratas despilfarraban[2] en tan exótica fruta y su cultivo solo para pasearlas en público como si de una mascota se tratase o incluso peor, para ser colocadas en el centro de las mesas de los banquetes de sociedad rodeadas de (ironías de la vida)  otras frutas y sus primas las hortalizas; todas ellas menos afortunadas ya que iban a acabar en el interior del estómago de algún noble (probablemente obeso).
Ahora comprendía perfectamente las exacerbadas críticas que hacía la escritora Jane Austen en algunas de sus obras con respecto a este asunto. [3] E incluso llegaba a entender mínimamente el hecho de que era dicha fruta formase parte del lenguaje cotidiano aristocrático en frases hechas como “Una piña del mejor sabor”  y que tan vegetal y metafórico hubiese terminado por sustituir a las frases originales cuyo significado estaba mucho  más claro para los no ductos en términos de lenguaje y vocabulario.
Katherine tenía claro la primera que probó la piña que la tenía terminantemente prohibido como alimento desde que algún erudito le dio ese cariz político y por eso, desobediente y rebelde a su manera, se apresuró a probarla. Sin embargo, una vez la paladeó, se enamoró de la dulzura de su sabor y podría decirse que se volvió una adicta del mismo.
Desde entonces, cada vez que tenía ocasión (y antes de que las frutas fuesen devueltas en perfecto estado de conservación) se aseguraba de guardarse (o al menos comerse) una. No le había ido mal hasta lo de ahora ya que, aparte del hecho de que se pasaba buena parte de la mañana en el excusado orinando cada vez que ingería una de estas frutas la noche anterior, su vida no había sufrido cambios sustanciales.
Katherine miró con tristeza y compasión al último pedazo de fruta que le quedaba de la pila que había troceado antes de pensar que debía terminarse su cena de una manera poco convencional, acorde a su exótico postre.
Tras un corto período de deliberación, decidió que el método por el cual se terminaría su cena sería lanzando al aire y capturándolo con la boca. Parecía una manera fácil e incluso algo infantil, pero debía añadírsele un plus de dificultad y entretenimiento ya que el fuego de la hoguera se acababa de apagar.
Y así lo hizo.
Solo que cerró la boca antes de tiempo y en consecuencia, el último trozo de fruta rebotó contra su boca cerrada antes de caer al suelo y perderse en la penumbra de la estancia.
Katherine hizo un mohín y pronunció una palabrota para expresar su desagrado con la situación antes de mirar hacia el suelo e intentar visualizarlo; tarea imposible porque la habitación carecía de alguna iluminación ya que para más inri, llovía a cántaros esa noche y las pesadas y oscuras nubes impedían la filtración de algún rayo de luna que le facilitase la identificación del pedazo.
“Otra opción sería agacharse y palpar el suelo en su búsqueda” pensó. “No debe haber ido muy lejos porque no es redondo” añadió y se dispuso a comenzar su búsqueda. Sin embargo, cuando sus rodillas estaban a punto de tocar el suelo, una pregunta cruzó su mente y se preguntó si debería comerse ese último resto de comida. No porque dudase de la eficiencia en los trabajos de limpieza de sus empleados sino porque, si su madre llegaba a casa y la descubriese en la posición que tenía que ejecutar para dar con él no pensaría nada bueno de ella, ya que una dama jamás se arrodillaba por nada o nadie que no fuera de la familia real o algún otro par del reino que tuviera un título superior al de su familia. Cuanto menos por comida.
¿Debía correr ese riesgo innecesario?
“¡Por supuesto!” exclamó envalentonada antes de agacharse en su búsqueda.
Apenas llevaba un par de tanteos cuando su mano dio con algo.
Un algo que por supuesto, no era su trozo perdido de fruta ya que para empezar, se trataba de algo redondo o mejor dicho circular y, aunque su valor monetario pudiera ser menor que el de la fruta que estaba buscando, para ella tenía un valor personal mucho más elevado ya que se trataba ni más ni menos de su alianza de boda.
Se reprendió a sí misma duramente ante la posibilidad de la pérdida de la joya antes de colocárselo inmediatamente en el dedo anular de su mano izquierda.
Una cosa era haberse casado en secreto y otra bien distinta era perder la única prueba (momentánea) que confirmaba tal hecho y que sería el pasaporte directo hacia su libertad.
“Estoy casada” se dijo mientras jugueteaba con la circunferencia del anillo y se ajustaba para que no se moviese ni un milímetro de su dedo. “Estoy casada” se repitió hasta colocar el diamante central que su alianza poseía justo en el centro del dedo. “Estoy casada” dijo una tercera vez seguida, como si intentase grabarse este hecho en su memoria; aunque era totalmente innecesario porque ella no se había olvidado de este hecho en ningún momento.
¿Cómo podía olvidarse de este hecho cuando las circunstancias de su enlace fueron especialmente peculiares?
Habían pasado nueve meses desde aquel hecho y aunque durante ese tiempo habían sucedido muchos cambios (como el nacimiento de los gemelos de Penélope y William) ella recordaba perfectamente y con todo lujo de detalles la manera en que conoció al que hoy día era su marido; el señor Ian MacReed.
Su primer (y hasta ahora único) encuentro se produjo en el primer baile que organizaba su amiga Rosamund como duquesa de Greyfor y que casualmente (entendiendo casualmente como todo lo contrario, es decir, a propósito) fue el evento en el que William decidió pedirle matrimonio a Penélope en un gesto tan romántico que le asqueaba.
Precisamente fue el conocimiento de esta noticia momentos antes a que la acción se produjese fue la causa determinante  por la cual desobedeció las órdenes de Rosamund y se alejó en dirección completamente opuesta lo más rápido  que sus piernas y la gente que abarrotaba la mansión esa noche, le permitieron mientras refunfuñaba y maldecía entre dientes a la par que pensaba en métodos de disculpa para su madre.
Finalmente, decidió que la mejor idea y opción para distraer la atención de su madre acerca de este tema era la realización de un acto de rebeldía y desobediencia lo suficientemente grave como para desviar la atención sobre este otro tema que estaba segura que sería considerado como uno de los eventos de la década. En otras palabras: debía emborracharse hasta tal punto que fuese el alcohol y no la mente lo que la terminase por controlar y dejar que fuere este el dueño de su comportamiento futuro hasta que perdiera la consciencia.
Tan concentrada caminaba con el objetivo mental de ubicar la bodega de lord Greyford para beber lo más fuerte que tuviera y comenzar su estado de embriaguez cuanto antes que no vio al señor mayor  que apareció de la nada frente a ella y por tanto, como no podía ser de otra manera, chocó contra él.
Ahora que lo analizaba con el ojo crítico de la retrospectiva se dio cuenta de que su comportamiento con él fue muy rudo, maleducado e incluso condescendiente,  ya que no tomó en serio ni una sola de las palabras que le dijo en su escueta conversación. O al menos, no le prestó atención hasta que mencionó la posibilidad de una boda que le convertiría de inmediato en duquesa.
Duquesa.
Justo el título nobiliario que estaba deseando obtener debido a un estúpido e infantil pacto que realizó con sus amigas doce años atrás y que casualmente, era el mismo título que todas ellas o bien poseían o poseerían cuando los actuales duques falleciesen.
En ese punto prestó toda su atención a la conversación; máxime cuando esa posibilidad podía convertirse en realidad esa misma noche. Además, su ducado estaba situado en las Highlands escocesas (un lugar que no tenía intención de visitar nunca) y su futuro marido; el actual duque era un señor mayor (o un anciano en otras palabras) y por muy robusto, jovial y sano que pareciera estar y a no ser que ocurriese una desgracia, moriría antes que ella y le dejaría una buena parte de su herencia (sino toda) para su total disfrute y gasto.
Hecho que la convertiría en una mujer libre.
O si bien no totalmente libre, sí que más independiente de lo que había sido en sus pasados casi veintinueve años.
No se lo pensó dos veces.
Ni siquiera leyó el contrato matrimonial que Ian (su esposo) le ofreció para que firmase y tampoco se casaba por amor como sus amigas pero al final de su viaje matrimonial sería tan feliz o más que ellas; solo que ente caso su felicidad sería individual y no se la proporcionaría una realidad como una familia. Lo  harían dos sensaciones intangibles aunque no por ello más desdeñables como eran la libertad y la independencia.
De ese hecho hacía ya más de ocho meses.
Ocho meses desde que no tuviera más noticias de su esposo.
En ningún momento puso en duda las palabras que este le prometió acerca de que le retornaría los documentos firmados una vez que los hubiera examinado y firmado el abogado de su familia para darle plena total validez legal. Mucho mejor para ella porque si algún abogado de Londres hubiera sido el encargado de tratar el asunto de su licencia matrimonial, el secretismo que la había caracterizado se esfumaría en un abrir y cerrar de ojos. Ventajas e inconvenientes de ser la hija del duque de Dunfield.
No sabía mucho de Escocia y su opinión acerca de los escoceses no era la mejor pero… si de algo estaba plenamente convencida era de que cuando un Highlander daba su palabra, ésta era de fiar pues en ella iba su honor y el de su clan.
Por tanto, sus papeles y su contrato matrimonial no tardarían en llegar. Eso si el abogado encargado de llevar este asunto decidía ponerse de una vez por todas manos al asunto ya que, sin duda, él debía ser el responsable único y máximo del retraso que este asunto llevaba.
Pero no, su vida iba a dar un giro radical muy pronto gracias a esos papeles; tenía una corazonada al respecto.
Y el descubrimiento de su matrimonio secreto tendría tantas consecuencias y positivas derivaciones que su corazón se aceleraba y su cerebro se abrumaba al pensar en tantos cambios inmediatos.
Serían numerosos pero, sus pensamientos se concentraban en dos:
1.      El primero de ellos sería una mudanza de la residencia familiar de la calle Albermale. Se acabó el vivir bajo la atenta mirada y el escrutinio crítico continuo de su madre. Desde el mismo instante en que tuviera el contrato matrimonial en las manos, saldría a buscar una residencia donde pudiera vivir ella sola.
¿Sola?
Sí, sola.
Su contrato matrimonial le amparaba legalmente para adquirir una nueva residencia; ya se había encargado ella personalmente de añadir esa cláusula al documento. Un documento en el que su marido la amparaba legalmente y ponía a su disposición su fortuna para la adquisición de una vivienda que sería el hogar conyugal del matrimonio MacReed en la ciudad de Londres.
2.      Y el segundo y más importante aspecto sobre el cual sus pensamientos post mudanza estaban más centrados no era otro que el de la consecución de un amante.
Puede que fuera la primera de sus amigas que tuviera el “honor” de recibir un beso de manos de un jovencito; un mozo de las caballerizas de la escuela para señoritas de Miss Carpet pero, desde que fuera presentada en sociedad y por tanto formara parte del mercado matrimonial femenino, no había recibido ni un solo beso.
Eso no quería decir que no hubiera sido protagonista indiscutible de al menos varias tentativas durante sus doce temporadas en sociedad, lo que ocurría era que ella había sabido muy bien cómo manejarse en ese tipo de circunstancias.
Debido a su buen hacer, se había ganado a propósito el sobrenombre de la “la fría rosa de Inglaterra” entre el sector masculino. Una referencia que a ella no le molestaba demasiado ni se tomaba demasiado en serio pese a que en algunas ocasiones el tono con el cual era pronunciado contenía toda la sorna y el desdén que tan solo un rechazo mal sobrellevado podía provocar.
No era ninguna frígida o calientabraguetas como otros se habían atrevido a llamarla, lo que ocurría era que ningún hombre le había atraído hasta el punto de volverse loca de deseo y por tanto, de  permitirle que la tocara. Además de que, al contrario de lo que muchos pensaban, no era tan estúpida como para poner en entredicho su buena reputación y que por un momento de estupidez se viera encadenada a un matrimonio permanente con el “oscuro objeto de su deseo”.
No.
Para eso mejor estar sola y viviendo un extenso periodo de celibato sin ser monja.
Pero, como todo en la vida, dicho período de celibato también iba a concluir muy pronto. Concretamente en el mismo momento en que tuviese su propia vivienda comenzaría su búsqueda seria para la consecución de un amante.
En realidad, su búsqueda ya había comenzado y de ahí que pasase tanto tiempo en compañía de lady Hurley; pues nadie mejor que ella para orientarle y darle los mejores consejos en ese tema.
Era demasiado tarde para formar una familia propia según el propio desarrollo corporal femenino (en realidad era demasiado tarde para iniciarse en terrenos sexuales según comentarios jocosos y ofensivos de su propia mentora) pero no había nada que no recomendase un poco de diversión y ratos agradables en ese mismo terreno así que ¿por qué no?
¿No decían que nunca era tarde si la dicha es buena?
Pues ella estaba segura que esta dicha sería mejor que ninguna anterior de las que hubiera tenido.
¿No estaba preocupada de que esos rumores de infidelidades y díscolo comportamiento traspasaran las fronteras británicas y alcanzaras las altas tierras escocesas?
Lo cierto era que no porque ella sería la discreción personificada (y antítesis de la mujer de la que se hacía acompañar en público recientemente)  en ese terreno y en el improbable de que este hecho sucediera, bastaba con que lo negase con la suficiente vehemencia como para que su esposo terminara por creerla.
Por último, si su esposo resultaba ser uno de esos habituales ancianos desconfiados y se presentaba en Londres exigiendo explicaciones (e incumpliendo el voto matrimonio matrimonial de la confianza que le había prometido) en la puerta de su casa, ella se encargaría de utilizar todas sus estrategias persuasorias para convencerlo de lo contrario. Era una de las ventajas de haberse criado junto a tres varones en casa de caracteres diametralmente opuestos entre sí, que había tenido toda una vida de práctica acerca de cómo controlar manejar a los hombres a tu antoja hasta la consecución de tus objetivos. Y no dudaría en poner en práctica esos conocimientos para parecer una devota esposa ante los ojos del señor MacReed y convencerlo de que lo escuchado no eran más que habladurías de personas envidiosas de su peculiar matrimonio. O incluso podía apelar a la más que segura vida de escarceos amorosos y amantes varias que había debido llevar antes de que conocieran en búsqueda de comprensión y entendimiento mutuo para volver a sus malos hábitos en el mismo momento en que cruzara el primer pueblo limítrofe al norte de Londres.
Su vida futura no pintaba mal.
Pero para ponerla en práctica debía tener en sus manos el dichoso y esquivo contrato matrimonial.
Ese contrato matrimonial era la llave de su libertad y su independencia.
Una libertad e independencia que, como pensamientos abstractos que eran no tenían olor, color o sabor pero si llegaran a tenerlos, se parecerían mucho al whisky que su padre poseía en sus bodegas y de cuya botella ella se había servido un nuevo vaso sin ser muy consciente de la realización de dicha acción.
“Por la libertad” dijo de manera mental mientras alzaba el vaso y lo apuraba de un solo trago, antes de arrojar el vaso contra la pared para que se rompiera en pequeños pedazos, pues comenzaba a sentir los efectos de una súper ingesta de alcohol y en consecuencia había llegado el momento de detenerse y de irse a dormir.
Ya tendría tiempo de cometer excesos cuando se revelase como una mujer casada de pleno derecho frente a todo el mundo.
“Libertad… ¡Qué bien más preciado eres!” pensó mientras suspiraba e hipaba. “Ahora entiendo por qué hay gente que da su vida por conseguirte” añadió.
¿Cuándo conseguiría ella su libertad?
¿¡¿¡¿Cuándo demonios iba a llegar su contrato matrimonial?!?!?
 




[1] El propio nombre en inglés “pineapple”  lo denota. Aunque sería mucho acertado reseñar que es el sufijo de la propia palabra; “Apple”  el que le daba la consideración de fruta.
[2] En el siglo XVIII, el duque de Oxford pagó una guinea (la moneda de mayor valor del sistema monetario británico al estar realizada enteramente de oro) por dos guineas. Y de hecho, a finales del mismo siglo (1793), Sir Richard Steele, un político y escritor irlandés fundador de la revista literaria de cotilleos The Tatler (De la basura) bajo el pseudónimo de Isaac Bicksrstaff calificó a la piña como “El príncipe de las verduras” y además recomendaba lo siguiente: “Un pinar es aquello que todo hombre de rango y fortuna debería poseer”. Opiniones como esta reforzaban el carácter extravagante y exótico de la fruta.
[3]  N. Aut: La obra a la que hago referencia a través de los pensamientos de Katherine, no es ni más ni menos que La abadía de Northanger; obra publicada en 1817 y por tanto de forma póstuma. En dicha obra,  la piña tiene connotaciones políticas incluso: dado que esta fruta era conocida popularmente como  el rey o el príncipe de la fruta ya que sus hojas verdes tenían forma de corona, su asociación con las figuras del monarca y la monarquía eran innatas.  Así mismo en algunas partes de la obra, ésta adquiría el carácter simbólico del poder absoluto y hacía hincapié en la fortaleza de la monarquía en una época de la historia donde se habían sucedido numerosas revoluciones. Por tanto,  el hecho de comer la piña o no implicaba para la autora la manifestación de su pensamiento político: comerla significaba que eras favorable a las revueltas y a la revolución y el hecho de no comerla y conservarla como objeto de lujo implicaba un patriotismo conservador.