Capitulo IX: Una noche de baile
Al día siguiente de mi no cita, aún seguía enfadada con
Dash. Y probablemente seguiría enfadada con él al menos hasta pasada una
semana.
No penséis que soy una quejica o una cría con carácter
infantil que se enfadaba con demasiada facilidad. Nada más lejos de la
realidad.
Soy una persona bastante afable y a la que le cuesta
bastante enfadarse, Quizás por eso, cuando me enfado lo hago para períodos de
tiempo, para compensar.
Y además, mi enfado estaba perfectamente justificado en esta
ocasión ya que Dash era una de las pocas personas que conocía que no me gustaba
el comportamiento dictatorial en los hombres.
Ya sabéis, por lo de mi primer novio, el controlador, celoso
y posesivo.
Y ¿cómo se había comportado Dash conmigo la noche anterior?
Justo, de la misma manera.
¿Tengo o no tengo razón?
Precisamente, mi cabreo fue que el que me llevó a ignorar
sus innumerables whatsapp (fueron tantos que tomé la drástica decisión de
eliminarlo de mi agenda de contactos). Desafortunadamente para mí, no pude
hacer lo mismo con las llamadas y mensajes a móvil traicionero, que los recibía
pese a ser un número desconocido.
Entre cuelgue y corte de llamada y llamada, me puse
pensativa y me di cuenta de que nadie había inventado aún un teléfono inteligente
que rechazaba llamadas y mensajes de personas no deseadas.
Si ese móvil existiera, estoy segura de que entraría de
inmediato en el top 10 de inventos revolucionarios.
Obstinada, no escuché ninguno de los mensajes de voz no
escuché ninguno de los mensajes de texto, pero por lo que pude entrever antes
de eliminarlos, el asunto y tema de ellos giraba en torno a si podíamos quedar
para hablar porque teníamos una conversación pendiente
Alguien dijo una vez que el silencio era la mejor respuesta
¿no? Pues esperaba que en este caso mi ausencia de respuesta le quedase claro.
Sí que debí ser bastante clara en mi ignorancia hacia él
porque desde el viernes, Dash cortó de raíz cualquier tipo este tipo de acoso
telecomunicativo que tenía hacia mí.
Tanto mejor.
Tanía mil cosas que hacer.
Entre las tesis y las reuniones que esta conllevaba, la
dirección de la exposición del museo y la noche de baile latino, apeas tenía
tiempo para tener vida social.
Ya reanudaría yo el contacto con él cuando lo creyera
conveniente y estuviera más disponible.
Y entonces llegó el jueves.
No recuerdo muy bien la hora exacta que era, solo que estaba
redactando el texto para uno de los paneles informativos de las piezas de la
era moderna de la exposición cuando llamaron a mi puerta.
Ensimismada por la satisfacción de haber conseguido una
redacción perfecta, ni siquiera miré jacia la puerta cuando di el permiso de
entrada.
Escuché como la puerta se abría pero no las pisadas de nadie
al entrar en mi despacho, así que alcé la mirada y descubrí a mi becaria Danny
(la reconocí por sus zapatos, hechos a mano, los cuales nunca repetía) plantada
en el medio de la puerta y, oculta casi en su totalidad tras un enorme ramo de
flores.
Corrección, el más enorme ramo de flores que había visto en
mi vida.
Llegaba al punto de un centro floral (los cuales
personalmente te daban mucha grima por sus connotaciones funerarias) pero sí
que era un enorme jarrón a rebosar de flores.
Alstroemenias.
Alstroemenias amarillas.
La flor de la amistad.
Primer símbolo inequívoco de quién era el remitente del
ramo. El segundo era que era una de mis flores favoritas porque carecía de
sentido romántico.
No me llaméis loca antes de tiempo, adoro los estereotipos
románticos pero, en este contexto, no venían al caso.
Dicho ramo tenía en el lateral un trozo de tela blanca a
modo de bandera de la paz. Tercer símbolo inequívoco.
-
¡No me habías dicho que tenías un
admirador secreto! – exclamó y me acusó, bastante emocionada.
-
No tengo un admirador secreto –
respondí con tranquilidad, porque era cierto. Dash no era secreto. De hecho era
el hombre menos secreto del mundo.
-
Un admirador secreto es el tipo de
hombre que te enviaría este pedazo de ramo de flores – replicó ella.
-
Son flores de la amistad – expliqué.
-
Muchas flores de la amistad como tú
dices pero estas incluyen notas románticas – ironizó.
-
¿Tiene una nota? – pregunté, extrañada
y por primera vez desde que había visto el ramo de flores, sentí curiosidad por
el regalo.
-
Notas – corrigió Danny. – Que me he
dado cuenta de que la bandera también está escrita – añadió.
“¿Dos
notas?” me pregunté, aún más extrañada. Y ahí ya no pude contener ni
reprimir mi curiosidad más, así que me acerqué a ella y le quité el jarrón; el
cual era mucho más pesado de lo que había esperado al ver el delicado aspecto y
el tamaño de las flores.
“¡Menos mal que no
está aquí Joey! Me mataría, si me viera sin fuerzas” pensé, con alivio.
Deposité encima de mi mesa de trabajo y agarré el trozo de
tela blanca.
Iba a leerlo, pero en ese momento me di cuenta de que Danny
aún seguía allí y de que me estaba mirando con mucha (demasiada en mi opinión)
atención.
-
¿Danny? – le pregunté.
-
¿Sí? – quiso saber ella.
-
Márchate – le ordené, no con demasiada
firmeza.
-
Pero… ¡te he traído el ramo! –
protestó, alegando por su derecho a estar allí.
-
No te pedí que lo hicieras – le
respondí.
-
Pero… - volvió a protestar.
Y en ese momento vio mi cara de cabreo en todo su esplendor
y supo que estaba todo perdido; no la iba a dejar estar allí.
Bufó y protestó. E incluso escuché cómo me insultaba pero…
decidí ignorarla porque no iba en serio. Además, iba a contarle qué me decía en
las notas… más tarde. Tan solo necesitaba un momento de privacidad con mis
flores y mis notas, no fuera a ser que me diese por llorar. Porque,
conociéndome era muy probable que eso sucediese.
Por fin a solas, extendí el trozo de tela y leí.
No
hace falta ser un gran entendido en la historia para saber que esto es un
símbolo de paz. Y eso es lo que te pido.
Paz.
Bien, la paz se la había concedido. Y no es que el acoso al
que me vi sometida el jueves de la semana pasada me hiciera mucha gracia pero,
tampoco hacía falta que hubiera cortado toda la comunicación entre nosotros durante
casi una semana.
Le dediqué un mohín al ramo como si fuera él por su
tendencia al melodrama barato.
Según Danny había una segunda nota y por eso me puse a
buscarla mientras rezaba porque ella no la hubiera robado (en ese caso se iba a
enterar la pequeña cotilla) y movía con cuidado una a una las flores.
Finalmente, di con ella y la abrí sin necesidad de
abrecartas de tanta curiosidad como sentía con respecto a sus palabras.
Era un hombre de números y por tanto las letras no se le
daban nada bien ¿no?
Tenías
razón Georgiana.
El
miércoles me comporté como un cabezota y un dictador.
No
debía haberte obligado a asistir a esa cena con esas formas y por
eso te pido perdón.
Me
gustaría hablar contigo para explicarte esto mucho mejor que por una carta
breve, así que cuando tú quieras aquí estaré esperando.
¿Seguimos
siendo amigos?
Y también incluyó un emoticono sonriente que en teoría debía
parecerse a mí por mis gafas de señora mayor y que me provocó una enorme
sonrisa.
“Pero
¡qué tonto es!” exclamé.
Me mordí el labio, pensativa. ¿Qué debía hacer?
¡Bah! No soy rencorosa así que… le perdoné.
A mí manera, por supuesto.
Agarré mi móvil y volví a agregarle como contacto (me sabía
su número de memoria porque era uno de mis contactos habituales) y tecleé:
Eirenes.
Eirenes
que
significaba paz en griego. (Sí, así de friki soy)
Era una verdadera lástima mi apretada agenda y mi escaso
tiempo libre, sobre todo por el dichoso evento nocturno de baile porque sí que
me hubiera gustado tener esa conversación pendiente con él, más ahora que me había
explicado ligeramente cómo se sentía por haberse comportado así conmigo.
Incluso podríamos haber tomado una copa o ver una peli en mi casa pero… no, era
imposible.
Tendría que ser entrado ya el fin de semana.
Y por fin llegó el viernes
“Yupi”
pensé
con toda la energía positiva que pensaba dedicarle a este día. Es decir,
ninguna.
Normalmente, como todo hijo de vecino, estoy deseando que
llegue el viernes para dar inicio al fin de semana. Días de relax, descanso y
de descontrol en comida.
Pero este viernes en particular no me agradaba nada.
No soy especialmente coordinada ni dotada para la danza. Es
decir, que si quiero alcanzar unos resultados mínimamente decentes en una
coreografía para que no dé mucho la nota, necesito entrenar muy y mucho.
Tiempo era el concepto clave en esta situación. Y eso era
justamente lo que no tenía.
Así que, una de dos:
-
O bien, por caída en gracia a los
dioses, a Dios, o a lo que hubiera ahí arriba ,e tocaba un compañero que
tuviera ritmo en lugar de sangre en las venas y, triunfábamos esa noche.
-
O bien haría el ridículo más espantoso
en la pista de baile por muy dotado que estuviera mi compañero de baile, hecho
que era mucho más probable que sucediera.
Supe que había sido una mala idea haber aceptado asistir al
evento de baile desde el mismo momento en que puse un pie allí. En realidad,
supe que había sido una mala idea desde que había salido de mi casa esa misma
noche y mi llegada a La Pollera Colorá (el nombre del sitio, igual que la
famosa cumbia colombiana)
Nada más entrar la música estaba a un volumen tan alto que
me provocaba dolor de cabeza. Miré hacia el interior y vi cómo las parejas
bailaban y giraban a tal velocidad mientras bailaban Pa’arriba de Descemer que
el hecho de mirarlas me mareó.
Por si eso no fuera suficiente, las luces dejaron se der de
colores para pasar la luz blanca incandescente que parpadeaba y que convertía
en superficie de plastilina todo aquello que con las otras era rígido. Esa luz
también me mareaba.
Y me hacía sentirme como si estuviera borracha como una cuba
cuando no había probado una gota de alcohol. No sé si habéis sentido esa misma
situación pero no es nada agradable.
Por último, una última cosa que me hizo ver clarísimamente
que ese no era mi sitio era la enorme diferencia entre la manera de vestir de
las mujeres que estaban allí y la mía. En otras palabras, mi manera de vestir
me deshacía destacar.
Si me preguntaba mi opinión a mí misma, no iba nada mal con
mis shorts negros ajustados y mi
camiseta básica de color blanco. Me gustaban ese tipo de camisetas porque
realzaban mis pechos, sobre todo cuando como hoy, llevaba un sujetador push up. Remataba el conjunto de mi
atuendo mis pocos usados zapatos de baile. Además, me había ondulado el cabello y me había puesto una
enorme flor roja en el cabello (a conjunto con mis labios) porque pensé que
casaría con el ambiente festivo latino de ahí.
Una chica recatadamente sexy. Sí, eso es lo que era.
Insuficiente si me comparaba con el resto de mujeres allí
presentes, estaba claro.
De entrada, tenía que competir con las latinas de
exuberantes curvas (esto es, grandes pecho y grandes traseros) Pero además, a
esta desventaja inicial, debía añadir el vestuario de ellas, las cuales sí
sabían sacarse partido mediante corsés, minifaldas o faldas largas de vuelo con
enormes aberturas que apenas dejaban lugar a la imaginación y vestidos
brillantes y vibrantes de color de confección específica para el baile.
Estaba claro que jugábamos en ligas diferentes.
Ya he dicho que el
sonido de la música era ensordecedor pero eso no significaba que no disfrutase la música y por eso, de manera
inconsciente comencé a cantar todas y cada una de las canciones que el DJ
vestido de mariachi pinchaba. No es que fuera una fanática de este tipo de
canciones pero, una de las características de estas canciones era su letra
fácil que provocase que con tan solo escucharlas un par de veces te supieras
todas las canciones. Y a eso, el ritmo provocaba que quisieras iniciar una
danza por tu propia cuenta.
Precisamente, eso fue lo que a mí me pasó y para evitar que
al final lo hiciera, me dirigí a la zona donde estaban las sillas, muy cercana
a la propia pista de baile. No me importó que esas sillas estuvieran destinadas
o no a los bailarines “profesionales” (es decir, los que no dejaban de moverse,
bailar y sudar) porque yo me hice la tonta y ocupé una de esas sillas.
Concretamente la central de la primera fila.
¿Por qué? Pues porque necesitaba que Joey me viera y que
presentara a mi pareja de baile de esa noche; el sufridor que debería hacerme
compañía porque no estaba yo para muchas celebraciones.
Sin embargo, me había jurado y perjurado cara a cara, por
teléfono, Whatsapp y mensaje de texto que iba a pasar una buena noche después
de lo sucedido con Dash. Y eso incluía a un hombre heterosexual de su elección,
reservada y perfecta a mi lado a su entender.
El problema era que parecía bastante difícil que me viera
allí, dado el estado de ocupación de esa noche pues estaba realizando su papel
de reina consorte dado que su novio, si bien no era el dueño de La Pollera
Colorá sí que era el profesor de baile de todas las parejas de baile allí
presentes.
Aún así, estaba convencida de que me vería ¡claro que lo
haría! ¡Era mi mejor amigo gay! Y dada su condición, teníamos una conexión
mental indisoluble.
En ese momento, sonó una canción lenta, una que no conocía y
por eso, aburrida como una ostra como estaba, suspiré y me di cuenta de que
creí volver a estar mareándome por la combinación del exceso de luces de
colores, el sonido y el humo que olía como algodón de azúcar y que sin duda
debía ser tóxico.
Antes de que comenzara a sufrir sofocos y terminara de
marearme por completo, comencé a balancear las piernas sin que mis pies alcanzaran
a tocar el suelo (cosa difícil debido a los tacones).
Mientras lo hacía,
comencé a pensar que algo parecido a lo que yo estaba sintiendo en ese
momento debía ser lo que sentirían aquellas chicas adolescentes que habían sido
rechazadas o no invitadas al baile de final de curso.
Algunos de vosotros podéis pensar que por mi historial
amoroso actual y mi profesción que yo podría haber sido una de esas chicas
frikis rechazadas que no fueron al baile. Pues dejadme deciros que si lo habéis
pensado os habéis equivocado por completo.
Sí, soy una friki ahora y también era una friki en el
instituto pero… pese a mis rarezas y chifladuras, era una persona muy abierta y
simpática y caía bien a todo el mundo. En términos hormonales adolescente, sí
que tuve propuestas de chicos para que fuera con ellos al baile. Y no, ninguno
era miembro de ningún equipo deportivo. Mi popularidad no alcanzaba esas cotas
tan altas.
Mi pareja de baile fue… Joey.
Un Joey ya gay confeso por aquellos tiempos, aunque con
mucha menos pluma que ahora. El mismo Joey al que su novio del instituto dejó
plantado una semana antes del baile.
Una maricona mala reprimida en toda regla.
Sin embargo, aunque no recibí beso ni me acosté con mi
pareja de baile, fue una de las noches más divertidas de mi vida (además de
emborracharme por primera vez por querer ayudarle a superar sus penas de amor
con alcohol)
El grito de DJ mariachi anunciando un descanso me devolvió a
la realidad.
Ese era mi momento.
Debía acercarme a Joey y exigirle que me presentara a mi
pareja antes de que el sueño se apoderase por completo de mí.
Me levanté, me tomé un chupito de tequila de una bandeja
que, casualmente pasó delante de mí y me encaminé todo lo directa y firme que
mis tacones me dejaron.
No hizo falta que caminara mucho tiempo más porque m mitad
de camino, Joey me distinguió entre la multitud y salió a mi encuentro. Se colocó frente a mí sin saludarme y tan
solo mirándome fijamente, hasta que me sonrió ampliamente, aplaudió a rabiar mi
elección de vestuario, me abrazó y me cubrió de besos.
En ese momento descubrí el grado de embriaguez exacto que
Joey tenía esa noche, supongo que para celebrar la buena marcha del evento de
su novio o, para armarse de valor por tener que salir a bailar de manera más o
menos profesional; aunque fuera conmigo de momento
No tuve mucho más tiempo para cerciorarme porque, después me
llevó a la pista de baile. Justo en ese
momento, y, como si nos hubiera visto llegar allí y hubiera estado
esperándonos, el DJ mariachi volvió a la cabina.
-
Joey, ¿es que vas a ser tú mi pareja de
baile? – le pregunté, temerosa y vaticinando una caída.
-
¿Yo? – peguntó él, sorprendido. – Pero
¡si apenas me tengo en pie! – exclamó, y yo sonreí porque era completamente
cierto. Iba a ser cierto que los niños y los borrachos decían siempre la
verdad. Chasqueó los dedos delante de mí y volví a mirarle. – Puede que ahora
mismo esté borracho pero nada nos librará mañana de salir a correr una hora por
la tarde – me advirtió. Al principio no le creí, pero al recordar lo de la
sinceridad de los bebidos, mi sonrisa desapareció.
-
Y si no vas a ser tú mi pareja de baile
¿quién va a ser el afortunado? – pregunté, recelosa, temiendo que todo esto no
hubiera sido más que un engaño.
-
Yo – dijo Dash apareciendo de la nada y
agarrándome de las manos, sin darme tiempo a reaccionar de ninguna de las
maneras posibles. Y es por eso por lo que, aprovechando mi enorme grado de
sorpresa, me giró en su dirección y me tomó de la cintura. Joey desapareció en
ese momento, de manera muy oportuna. – Te dije que vendría y nunca rompo una
promesa – me susurró, provocándome escalofríos.
-
¿Qué haces aquí? – pregunté, aún
incapaz de creer que estuviera delante de mí.
-
Ya te dije que vendría contigo a lo del
evento de baile – explicó.
-
Pero… hemos discutido – le recordé,
avergonzada por este hecho.
-
Sí, pero hemos hecho las paces ¿no? –
me preguntó. Asentí. – Bien – dijo con un asentimiento. – Pero la próxima vez
que decidas perdonarme por algo que haya hecho mal, comunícate en un idioma que
el resto de los mortales o al menos, un friki matemático pueda entender… como
el élfico, el klingon o el dothraki. ¡No sabes lo que me ha costado
averiguar que Eirenes era paz en
griego! – exclamó.
-
Lo siento – susurré, con los hombros
encogidos.
-
Casi tanto como encontrar una ropa de
bailarín decente – añadió, al parecer sin haberme escuchado. - ¿Cómo estoy? –
me preguntó.
Iba a responderle, pero en ese momento la música comenzó a
sonar. Era más o menos lenta, aunque sabía que canción era: Ingenuidad de Maía.
“Otra canción que describe
mi relación con Paul” pensé entre resignada y asqueada.
-
Esto Dash… debes saber algo de mí –
anuncié, con voz temblorosa.
-
¿Te duelen los pies por los tacones? –
me preguntó, conteniendo a duras penas una sonrisa.
-
No – respondí. – Bueno sí – rectificó.
– Pero… no soy buena bailando – expliqué.
-
Eso es porque, como en tu vida, aún no
has dado con tu pareja perfecta – explicó él.
-
Hablo en serio, no se me da bien –
explique, seria.
-
¡Déjate llevar mujer! – exclamó,
acercándome más a él.
-
No puedo, haré el ridículo – expliqué,
comenzando a sentir el inicio de un ataque de pánico y sin dejar de mirar mis
pies.
-
Confía en mí – me pidió, alzándome el
rostro. – No soy Chayanne pero so si sé bailar ritmos latinos y esta es una
lenta – añadió.
Bufé. No obstante, acepté.
Sorprendentemente, mis pasos se acompasaron al ritmo que
marcaba la canción sin cometer errores. Seguí las indicaciones y órdenes de
Dash de manera muy obediente de tal forma que llegó un punto en que podía
seguir la música sin fijarme en los pasos de los demás o las órdenes que éste
me decía.
-
No sabía yo que bailaras – expliqué.
-
¡Oh! – exclamó, como si acabara de
darse cuenta de este hecho. – No es más que otra de mis habilidades secretas no
relacionadas con las ciencias o las matemáticas – me explicó.
-
Hablo en serio – dije. – No muchos
hombres saben bailar de manera casi profesional – añadí.
-
¿Llamas semiprofesional a haber
recibido unas cuantas clases de baile en el instituto? – me preguntó,
sorprendido.
Primero, nadie que bailara como él lo llamaría un par de
clases del instituto. Lo de Dash era mucho más.
Y segundo, ¿clases de baile? ¿En un instituto? ¿En serio?
-
¿A qué tipo de instituto ibas? – le
pregunté, sorprendida. - ¿A uno privado? – añadí.
-
Shhh – me dijo, pidiendo que guardara
su secreto. Y me guiñó un ojo, cómplice.
La canción acabó.
Íbamos a abandonar la pista pero… sin tiempo para
recuperarnos, comenzaron a sonar las notas de una nueva canción; esta mucho más
movida, aunque tampoco desconocida para mí: The
Dark of the Matinee de Buena Vista Social Club y Coco Freeman.
-
¿Quieres descansar o prefieres intentar
una un poco más difícil? – me preguntó.
Le tomé la mano de nuevo y me dejé llevar al torbellino de
la pista de nuevo.
Parece ser que el ritmo de la canción y la sensual letra de
la canción me poseyeron porque, de repente me volví atrevida y descarada y, tal
y como la canción sugería, deslicé mis dedos con lentitud, aunque de manera
malintencionada tanto por el pecho como por la espalda de Dash.
Era evidente que él, se puso tenso al sentir este tipo de
caricias por mi parte y en vez de detenerme y preguntarme qué estaba haciendo o
si me había vuelta, decidió seguirme el juego y la tensión sexual entre ambos
se disparó entre giros, movimientos de caderas y juegos de piernas que se
rozaban.
En consecuencia, comencé a sentir unos calores que no debía
sentir por la temperatura del lugar ni porque estuviera borracha (no solía
beber pero eso tampoco significaba que me subiera el único chupito de tequila
que me había bebido en toda la noche)
Y tampoco podía ser que tuviera un sofoco premenopáusico
porque distaba bastante de la edad para comenzar a sentirlos.
Entonces, por eliminación solo podía ser…
¡Era un calentón!
¡Estaba cachonda!
¡Por Dash!
Pero… ¡eso no podía ser!
El hecho de que llevara bastante tiempo en el dique seco, no
tenía por qué convertirme en una mujer hambrienta que se fijara en cualquier
hombre cercano y disponible a mí. Tampoco quiero decir con estas palabras que
Dash no estuviera guapísimo y atractivo esa noche, como para provocar un
calentón en cualquier mujer pero…
Conmigo no.
¿Por qué?
Porque no.
Porque yo no estaba interesada en hombres.
Y porque… ¡Porque era Dash por el amor de Dios!
Me horroricé por el hilo de pensamientos que pasaba por mi
mente en ese momento.
Debía ser culpa de la música.
Sí, eso es, la música.
Ahora entendía bien lo de los prehistóricos y demás
primitivos actuales que entraban en trance al escuchar determinados ritmos. Yo
acababa de hacerlo.
Por suerte para mí, la canción que me había puesto por las
nubes, terminó.
Aunque no terminó del todo para mí porque juro por todas las
cosas que conocía que vi cómo Dash me dedicó una mirada idéntica a las que
Marco me había dedicado el día que estuvo flirteando/ligando conmigo.
Solo que, del mismo modo que las miradas de Marco, o bien no
tuvieron mucho efecto en mí (bueno sí, quizás un poquito), la de Dash me dejó
sin aliento.
Sentí como de repente me quedaba sin aire y me olvidé de
respirar.
Dash se dio cuenta de que algo me pasaba, aunque no sabía
muy bien qué. Sin embargo, eso no fue impedimento para que se preocupara por mí
y me preguntase si estaba cansada y si me apetecía tomar una copa.
Acepté sin dudarlo.
Todo fuera por romper este clima sexual creado de forma
artificial y repentina.
Desafortunadamente para mí, no fui capaz de evitar que
colocase su mano en la parte posterior de mi espalda (justo por encima de mi
trasero) para guiarme y que el calentón reapareciese.
Nos pareció increíble a ambos pero, a pesar de la cantidad
de gente que abarrotaba el local, no tuvimos problemas para encontrar sitio en
la barra.
Aún acalorada por este nuevo contacto y por ende, con
problemas de respiración, me sentí en un taburete y suspiré.
-
¿Estás bien? – me preguntó preocupado.
“¿Qué
si estoy bien? ¿En serio me estás preguntando eso?” le
pregunté enfadada.
Pero ¿es que no lo había notado? ¿ Es que él no sentía
calores? ¿No le había afectado mínimamente nuestro baile?
¡Hombres! ¿Quién los entendía?
-
Sí, todo bien – mentí.
-
¿Qué quieres beber? – me preguntó.
-
Agua – respondí de inmediato. Nada más
fresco y seguro para bajarme la temperatura.
-
¿Agua? – preguntó sorprendido. – No es
por nada pero… van a pensar que estás hasta arriba de coca - explicó.
Abandoné la idea de que probar alcohol desataría mi parte
más salvaje y me convertiría en una yegua desbocada y, antes de que la gente
pensara que era una drogadicta, dije: - Un mojito –
-
Que sean dos – le dijo al camarero.
Nos sirvieron al momento, Y solo cuando di el primer sorbo a
mi copa y comprobé que estaba en el punto y proporción justa de alcochol me di
cuenta de que el momento, si en verdad hubo alguno, había pasado.
Se fue.
Adiós.
Falsa alarma.
O no, porque…
-
Y bien ¿qué opinas de mi disfraz de hoy?
– me preguntó, sonriente.
-
¿Disfraz? – le pregunté, tragando
saliva.
-
Mi disfraz de bailarín ¿qué te parece?
– quiso saber.
Presté atención a su atuendo.
Llevaba unos pantalones de tela ajustados que le marcaban un
trasero prieto y duro.
“Joder ¡qué culo le hacen esos pantalones!” pensé, a punto de
salivar.
También llevaba una camisa ajustada que reafirmaba los
músculos de sus brazos y su torso. Aunque su torse se veía mucho más gracias al
amplio escote que ésta tenía.
“Pero… ¿y ese cuerpo?”
me pregunté. “Sí que estaba bien
oculto entre camisetas frikis y camisas amplias que, obviamente no eran de su
talla” añadí, algo enfadada.
“Bueno…”
volví
a pensar mientras notaba cómo volvían a subirme la temperatura y los colores y comenzaba a abanicarme con la mano de
manera disimulada para que él no se diera cuenta.
No quise mirarle más por su seguridad y la mía propia.
-
Sé lo que me vas a decir – advirtió,
provocando que volviera a mirarlo.
“¡Gracias a Dios!” exclamé
mentalmente, mirando hacia el techo. Él también se había dado cuenta de lo que
estaba pasando y era mucho más fácil negarlo que explicarlo con mis propias
palabras.
– Hay un error – anunció. Le miré desconcertada. – El pelo –
anunció.
Continué callada porque no podía decir nada sobre un tema
que me era desconocido en absoluto. Lo único que podría decir aquí era que a mí
me gustaba más con su habitual look despeinado, como el que llevaba ahora así
que no entendía la referencia al cabello.
-
Sé que debería estar peinado como un
niño bueno que asiste a un colegio privado y llevar el pelo lleno de gomina
pero, después de leer que Bruno Mars se lo engominaba con mantequilla y ese era
el único producto para fijar el cabello que tenía en casa… me lo pensé mejor –
explicó. – Además creo que con la purpurina es suficiente – añadió.
-
¿Purpurina? – pregunté. Y me atraganté
con la garganta, dándole un pequeño baño alcohólico. - ¿Dónde? – quise saber.
Mala idea.
Pésima idea.
La peor idea que pude haber tenido en una conversación como
esa.
¿Por qué?
Porque me tomó la mano y la posó sobre su pecho, justo a la
altura del corazón, y comprobé cómo… efectivamente eso era cierto.
También comprobé cómo, desde que sintió el roce de mi mano,
los latidos de su corazón se aceleraron.
“Quizás
sí que se estaba dando cuenta después de todo” pensé,
con satisfacción.
Descarté esa línea de pensamientos sacudiendo ligeramente la
cabeza porque volvía a adentrarme en terrenos y senderos peligrosos.
-
No soy una experta en el tema pero creo
que vas bastante bien – me miró, sonriente por el inesperado cumplido. Y yo le
sonreí.
-
¿Por qué dices que no eres una experta?
– me preguntó, contrariado. – Eres la experta en disfraces – añadió.
-
¡Mírame Dash! – exclamé, riendo. – No
voy vestida como una profesional – añadí.
Nueva mala idea.
Y ya había perdido la cuenta del número de veces que había
metido la pata esa noche.
¿Por qué?
Porque volvió a dedicarme una de esas miradas que me hacía
hervir la sangre.
-
O mejor, no me mires – pedí, al volver
a sentir de nuevo el calentón.
-
¿Por qué no? – preguntó.
-
¿Por qué contentarme conmigo cuando
puedes fijarte en mujeres que van enseñando mucha más carne que yo? – repliqué.
-
No es tu estilo de ropa para nada pero…
estás muy guapa – dijo, evaluándome ahora él a mí.
-
Gracias – respondí, con la cara roja
como un tomate. Pero él no dejó de mirarme aún cuando el cumplido y el
agradecimiento significaba poner punto y final a esa manera de fijarse en mí y
eso me ponía tremendamente nerviosa.
-
Georgiana… El motivo real por el que no
querías verme no será porque te has operado las tetas ¿verdad? – me preguntó,
con suavidad.
-
¿Qué? – grité entornando los ojos y
mirándome los pechos sin disimulo. - ¿A qué viene semejante gilipollez? – quise
saber, mirándole a los ojos.
-
¿Gilipollez? – me preguntó él en
respuesta. - ¡Tus tetas estás más grandes y altas desde la última vez que las
vi! – exclamó.
-
¿Me miras las tetas normalmente? –
pregunté escandalizada, que no horrorizada. - ¡Deja de mirarme las tetas! –
ordené.
-
¡Soy un tío! – exclamó, a modo de
explicación. - ¡Claro que te miro las tetas! – confirmó.
-
¡Eres mi amigo! – le acusé.
-
¡No puedo dejar de mirártelas cuando
las plantas frente a mí! –explicó exasperado.
-
Dash… - le advertí.
-
De acurdo, vale, lo siento – dijo, con
las manos en alto en señal de rendición.
– Pero que sepas que hasta Joey, que es el hombre más femenino que
conozco, te las mira cuando no te das
cuenta – apostilló.
-
¿Podemos volver a mantener una
conversación de adultos por favor? – le pregunté.
-
Como tú quieras, Georgiana –
claudicó. – Pero si alguien viene a
interrumpirnos atraído por tu sexy atuendo. No me hago responsable de mi
reacción – me advirtió.
-
¿Sexy? – pregunté, descreída. – Dash,
yo no soy sexy – dije, señalándome. – Ellas son sexys – dije, señalando a las
latinas sugerentes que se contoneaban en la pista de baile.
-
Oye, solo porque Paul no te considerase
suficiente sexy no significa ni que no lo seas ni que no lo estés – respondió.
-
Está bien – cedí yo ahora. – Estoy
recatadamente sexy pero no voy a llamar la atención física de nadie, al menos a
propósito – expliqué.
-
Mejor, porque no me apetece tener que
pelearme con nadie esta noche – respondió, sonriente con total tranquilidad. –
En tal caso ¿por qué te has vestido así esta noche? – me preguntó.
-
Bueno, porque… ¿y si por alguna
casualidad está en mi destino que hoy sea una gran noche para mí, suena la
flauta y llamo la atención de un amante latino con el cual tener una aventura
inolvidable? – le pregunté. – Dicen que los latinos son muy apasionados… - dejé
caer.
-
No – negó él.
-
¿No? – pregunté, confusa. - ¿Por qué
no? – quise saber.
-
Porque te conozco Georgiana y tú no
eres así – explicó. – Eres una romántica empedernida y no buscas aventuras de
una noche – añadió.
-
A lo mejor he cambiado desde Paul… - dejé
caer.
-
¿Cuántas citas de una noche has tenido?
– me pregunté. No respondí, porque no había habido, básicamente. – Lo suponía –
asintió. – Tu patrón de relaciones es una regla sumatoria básica y significa
que eres una de esas mujeres de relaciones estables. De las de toda la vida, se
podría decir – explicó.
Bufé y me crucé de brazos.
-
Odio cuando te pones en plan científico
y tienes razón – protesté.
-
Ahí regresa la Georgiana que me gusta –
incidió.
-
Ahí regresa la Georgiana que me gusta –
remedé.
-
Aclarado el tema de tus tetas y tu
atuendo sexy recatado ¿podemos volver al propósito inicial de la noche? – me
preguntó.
“¿Propósito
inicial?” me pregunté. “¿Qué
propósito inicial?” añadí, mirándole sospechosa. “¡Sabía que tramaba algo!” exclamé, enfadada.
-
¿Tomar una copa y charlar como buenos
amigos que somos? - me preguntó,
explicándolo todo mejor para suavizar mi expresión.
-
Ese es un propósito que sí me gusta –
expliqué, sonriente.
-
¿Por qué brindamos? – me preguntó.
-
Por la amistad – respondí sin dudarlo.
-
Por el perdón – respondió él.
-
Por no ser testarudos – añadí.
-
Oye, esto no es una partida de
apalabrados de la que por cierto, aún espero mi revancha – me recordó.
-
Perdona, señor mal perdedor – le acusé,
burlona.
-
No, perdóname tú a mí por mi
comportamiento en la cena del otro día. Estuvo completamente fuera de lugar cuando
yo lo único que quería era invitarte a cenar para celebrar mi éxito contigo –
explicó.
-
Si me lo hubieras dicho de esa manera,
hubiera ido encantada y elegante a esa cena – respondí.
-
Lo sé, pero… es que apareció Marco y…
es un conquistador nato – explicó. – Georgiana, yo no quería que te hicieran
daño – aseguró.
-
Es muy amable por tu parte – le dije,
acariciando su barbilla, enternecida por su preocupación por mí, - Pero no
debes preocuparte por mí, yo escojo muy bien mis partidas y ya no pueden crearme
nuevas ilusiones cuando no tengo corazón – aseguré.
-
¿Me perdonas entonces? – me preguntó.
-
Ya está olvidado, friki de los números
– aseguré, abrazándole, dándole un beso en la mejilla.
Tuvimos que apartarnos, porque nos dio calambre.
Un calambre doloroso.
Frente a frente, nos miramos sin saber muy bien qué decir
para explicar ese calambre entre ambos.
-
Me voy – anunció.
-
¿Ya? – pregunté sorprendida. Asiente. -
¡Es muy pronto y la noche es joven! – exclamé, animada.
-
En realidad, yo solo he venido porque
te había prometido unas bailes porque mañana tengo un vuelo a Manchester a
primera hora – explicó.
-
¿A Manchester? – pregunté,
boquiabierta. - ¡Dash! – exclamé, golpeándolo. – Deberías estar durmiendo – le
regañé.
-
Lo sé pero… ¿qué tipo de amigo sería si
rompiera mi promesa? – me preguntó.
-
Un amigo que hace que me sienta mal y
muy culpable – le respondí.
-
Ven aquí, tonta – dijo, abrazándome. –
No te sientas mal, ¡quédate y diviértete! – me pidió. – Pero nada de ligues de
una noche – me advirtió, hablándome como si fuera su hija. – Y si te portas muy
muy bien, prometo acercarme a la tienda de regalos del museo de Manchester y
traerte un souvenir friki histórico
de esos que tanto te gustan – aseguró.
Mi cara se iluminó.
-
¿Puedo hojear en el catálogo de la
página web y escoger yo el que más me guste? – me pregunté. – Será barato –
prometí.
-
De acuerdo – asintió. – Envíame el link
cuando lo hayas escogido – añadió.
Chillé.
-
¡Gracias! – exclamé, aplaudiendo.
-
De nada, Georgiana – sonrió.
Me abrazó una segunda vez, pero esta vez era de despedida. Aunque
para mí era mitad de agradecimiento, mitad de despedida y… volví a sentirla. La
corriente eléctrica, más fuerte y dolorosa. Volví a chilar.
-
Interesante – musitó él.
-
Doloroso – corregí. - ¿Qué es
interesante? – quise saber.
-
Saltan chispas entre nosotros –
respondió guiñándome el ojo. Y después se marchó, dejándome total y
absolutamente desconcertada.