Capitulo V: Joey
-
¡Gorda! – exclamó. - ¡Una rutina de
veinte veces más! – añadió. - ¡Levanta ese trasero pequeña bola de sebo! –
gritó, y lo cierto es que me imaginé que el sonido que pusiera punto y final a
esa relación fuese el restallar de un látigo.
-
¡Eh! – grité, como protesta deteniendo
mi rutina de ejercicios, encarándome hacia él. – Pero ¿qué te crees que me
estás diciendo? – le pregunté enfadada (y también sudada y tambaleante como una
gelatina siendo transportada, pero eso no venía al caso porque me restaba
agresividad)
Encantador ¿verdad?
Pues lo cierto era, aunque no me creáis, que la voz de
sargento que me trataba como a un recluta (es decir, como una mierda) era en
realidad una persona muy agradable.
¿Qué por qué lo sé?
Porque yo conocía al dueño (o dueña, aún no estaba muy bien
definido) al que dicha voz pertenecía.
Una voz que no era ni más ni menos que de amigo Joey.
Joey era mi mejor amigo gay.
Sé lo que estáis pensando, aquello que se dijo en el
programa de Snooki & Jwoow, que
también en mi caso se cumple; yo también tengo un mejor amigo gay que también
se llama Joey.
Sin embargo, si se presta atención a su aspecto físico,
jamás pensaríais que es homosexual. ¿Por qué? Porque Joey tiene más pinta de un
deportista de halterofilia profesional
que de nuestra imagen idealizada del típico gay.
Os haré una descripción física de Joey para que os hagáis
una mejor idea de cómo es: es alto, fuerte (Con bíceps del tamaño de un recién
nacido) rubio cenizo con el pelo de punta y ojos negros camuflados con unas
lentillas de color azul. Así mismo,
siempre lleva puestas (haga sol o no) sus Arnette, se broncea de forma
artificial hasta parecer de color naranja en muchas ocasiones y su estilo de
vestir suele ser… apretado, pero no apretado de me queda un poco justo, sino
apretado de, apenas puedo respirar con normalidad porque la talla de mis prendas
de vestir me queda una talla pequeña (o dos).
Entre eso y su preferencia por vestir camisetas
excesivamente escotadas… A veces me un poco de vergüenza salir a la calle con
él.
Sin embargo, tal y como he dicho antes y pese a ser todo un
personajazo es una persona encantadora y buena y yo… le debo mucho. De hecho,
que a día de hoy no podría ser como soy ni estar tan recuperada de mi ruptura
sentimental con Paul como estoy a día de hoy.
Os cuento, como habéis podido entender Paul además de ser mi
amigo gay es mi entrenador personal; ya que ese es su trabajo.
Bien, una vez rompí con Paul lo único que quería era ejercer
de Bridget Jones y estar un tercio del día borracha o llorando a moco tendido
sobriamente, a base de grandes dosis de dramas románticos de trágicos finales
o, directamente grandes tragedias griegas, otro tercio durmiendo, o
intentándolo y el tercer tercio comiendo guarradas y dulces de grandes dosis de
calorías nada sanas.
Y eso fue lo que hice.
Dos días.
Al tercer día, Joey vino a mi casa y decidió que ya había
dedicado demasiado esfuerzo pensando en Paul; un mierda que no se merecía nada
de lo que estaba haciendo y sufriendo por él.
Se puso en plan sargento del ejército, recogió un paquete
con un kit de supervivencia de mis cosas básicas, me cargó al hombro y, sin
apenas esfuerzo (no era un gran problema dada nuestra diferencia de peso y masa
corporal), me trasladó a su apartamento.
Allí fui cuidada, vigilada y mimada por él y su pareja, el
blandito de José.
Bueno mimada hasta cierto punto porque… cada vez que sentía
la tentación de comer algo poco sano, me regañaba, me daba bofetadas en el
trasero y…lo que para mí fue peor, decidió convertirme en su nuevo cliente
(gratis, eso sí)
Y así fue, como de la noche a la mañana y sin ni siquiera
esperarlo, me convertí en el epítome de la vida sana y saludable. De tal forma
que, antes de ir a trabajar, salía correr con él una hora y justo después del
trabajo, iba al gimnasio donde, durante otra hora, me machacaba para tonificar
y endurecer todos y cada uno de los músculos de mi cuerpo.
Lo ponía verde, como no podía ser de otra manera pero no
sospechaba que lo hacía con una intención muy clara: la de agotarme y distraerme
hasta tal punto, que dejase de pensar y acordarme de Paul.
Y lo hizo.
Funcionó.
De pronto un día me di cuenta de que ya no me hacía
preguntas a mí misma dudando sobre todos y cada uno de mis rasgos físicos o, la
típica en la que me cuestionaba mi propia inteligencia y ceguera ante una
situación que, mirada desde fuera objetiva y analíticamente parecía muy
evidente.
Ya no dolía.
A ver sí que dolía. A día de hoy, la herida seguía doliendo
pero…no hasta el punto de escuchar su nombre y ponerme a llorar.
Para cuando Joey terminó conmigo, no solo había superado
casi totalmente mi ruptura sentimental sino que además, había conseguido un
culo prieto para partir nueces y una figura espectacular… Para vestir santos.
En pago a sus servicios, decidí continuar ejercitándome con
él, esta vez como cliente y pagándole por sus entrenamientos y probando nuevos
deportes tales como la escalada o el kick boxing o aumentando el nivel de
dificultad y resistencia de ejercicios de nivel principiante anteriores.
En uno de esos me encontraba ahora, centrado en endurecer
mis muslos y mis glúteos, nuevamente fofos en su opinión y… me estada quedando
sin resuello.
-
¿Te paras? – me preguntó. – Añade diez
más – añadió.
-
¿Qué te ha pasado con José? – pregunté,
cansada y emitiendo un hondo suspiro.
Es un hombre encantador y educado (no en vano, su familia
procede del sur) excepto cuando ha discutido con José. Cuando eso sucede se
convierte en un grosero y en la marica más mala que te puedes encontrar.
Curiosa era la palabra que mejor podía definir a esta
pareja.
José era la antítesis física de Joey.
Era de origen latino, moreno de ojos oscuros, piel bronceada
de manera natural, con un bigote cuidado a la perfección, asquerosamente
delgado (usaba una 32) y todo un fashionista. Además de que hablaba con un
acento extremadamente marcado, de esos que te pasarías horas escuchando pero
que una vez terminabas su conversación con él, creías que habías engordado
varios kilos de tan dulce como hablaba.
-
¡No me hables de ese hombre jamás! –
exclamó, plantando la palma de su mano delante de mis narices. Contuve la risa
ante tan teatral gesto, aparté la mano y le insté a que siguiera hablando
arqueando las cejas un par de veces. - ¡quiere llevarme a bailar! – exclamó,
planteándolo como si fuera todo un drama.
-
¿Y? – pregunté sin entender dónde
estaba el problema. – Me parece un buen plan de pareja y además, es profesor de
baile, así que si vas con él a bailar a menudo por fin aprenderás a saber
moverte – añadí.
-
No lo entiendes ¿verdad? ¡Quiere
llevarme a bailar en noche de competición! – explicó, nuevamente con tono de
gravedad.
-
Dudo mucho que la competición de baile
dure toda la noche – respondí, intentando hacerle ver lo infantil de su
reacción. – Y además, sigo sin ver el problema, podéis ir allí, apuntaros a la
competición y simplemente participar para pasároslo bien. ¡Será una anécdota
divertida que contar el día de vuestra boda! – sugerí, divertida, animándole.
-
¡No va a haber boda como sigan las
cosas por ahí! – replicó, enfadado.
-
Bueno, pues entonces ve ahí para
animarlo desde el borde de la pista como su fan número uno personal – sugerí.
-
¿Y dejar que otra guarrilla le esté
manoseando toda la noche? – pregunté. –Ni de coña – afirmó con rotundidad. –
Además, ¿qué iba a hacer yo toda la noche en el borde la pista observándole?
¿Cómo voy a estar ahí yo solo? – me preguntó. – Prefiero ser yo su pareja de
baile y hacer el mayor de los ridículos – aseguró fiereza.
-
Entonces ¿dónde está el problema? –
pregunté, enfada y sin entender.
-
¿Dónde está el problema? – me preguntó,
imitando el tono de mi voz. - ¿Qué dónde está el problema? – repitió, dando
voces. – ¡Quizá debería llevarte a ti allí conmigo para que entiendas donde
está el problema! – exclamó, enfadado.
Y después sonrió.
Desde mi posición pudo escuchar cómo se hacía el ¡clic! que
indicaba el encendido de su bombilla.
Me miró desde una nueva perspectiva, como si me viera por
primera vez y me sonrió de forma maliciosa.
-
Querida Georgiana, tú vas a venir
conmigo a ese evento de baile y bailarás con José siempre que yo no esté bailando
con él, así dejaremos fuera de juego a las guarrillas ajenas.
-
¿Yo? – pregunté. - ¡Pero si yo no tengo
ningún sentido de ritmo! – exclamó. – Sbes que me echaron de clases de Zumba y
de Batuka porque no acertaba ningún paso – le recordé.
-
Y por eso eres perfecta para esa noche.
Contigo allí, todos se fijarán en ti y harás que me siente un Barishnikov[1]
. ¡Eres perfecta! – exclamó, resumiendo
y dándome una palmada en el trasero.
Y así fue como terminé aceptando y confirmando mi
asistencia. Prefería hacerlo antes de que pusiera ojos de cordero degollado y
me recordara todo lo que él había hecho por mí antes porque se ponía más pesado
de lo que realmente pesaba su masa corporal indicaba.
-
¡Cuida esa flacidez! – exclamó
horrorizado. Y siguió tocándome el trasero como un cirujano plástico cuando
toca unas tetas antes y después de estar operadas. Porque sabía a ciencia
cierta que era gay, sino pensaría que me estaba metiendo mano sin cortarse un
pelo. - ¡Ah! – gritó. – Tú ayer comiste helado – me acusó.
“¿Cómo
lo había descubierto? ¿Es que se me había puesto cara de cucurucho? ¿Mi trasero
había adquirido forma de tarrina de helado?” me pregunté.
-
¡No lo hice a propósito! – confesé.
(Así habéis descubierto que no tengo ningún tipo de resistencia a los interrogatorios,
por eso nadie me cuenta secretos o noticias en primicia)
-
Así que lo reconoces ¿eh? – me
preguntó. -¡Desobediente! – me acusó. - ¡Sacrílega desobediente!- remarcó. –
Eso se merece un castigo bíblico. Quince subidas al plinton de un metro de
altura y diez sentadillas de que estás arriba – me ordenó, indicando mi nuevo
método de tortura. – Así vamos a eliminar cualquier exceso de grasa de ese
trasero tuyo – murmuró.
Comencé a hacerlo, concienciándome de que podía hacerlo.
Y aguanté medianamente bien y con dignidad las tres
primeras.
A partir de ese número, mi ira y enfado hacia Dash fue
aumentando hasta tal punto que en la octava, no pude resistirlo más y grité:
-
¡Me cago en la madre que parió a Dash!
–
Y juro que completé el ejercicio con algo más de alegría.
Esto de focalizar la rabia en alguien ajeno realmente funciona.
-
¿Dash? – me preguntó Joey. - ¿Quién ese
Dash? – exigió saber. - ¿El hombre ese que te has inventado para escaquearte de
mis planes saludables? – preguntó, burlón.
-
Perdonad, pero ya se os ha acabado el
tiempo… ¿Georgiana? – me preguntó una voz que me resultaba tremendamente
familiar. Era Dash.
“Hablando
del rey de Roma…”
El problema es que me lo preguntó en mitad de una sentadilla
y entre que estaba la sorpresa y la sorpresa de su aparición, me colapsé y… caí
de espaldas desde la plataforma.
-
¡Georgiana! – exclamaron ambos,
corriendo junto a mí preocupados de que me hubiera pasado algo grave.
Los tranquilicé de inmediato con gestos de las manos.
Claro que no estaba bien del todo. Me moría de vergüenza de
que Dash me hubiera pillado en postura de cagar en el campo, sacando culo y…
sudando y oliendo como una cerda revolcada en el estiércol.
No obstante, no debía oler tan mal como creía porque ambos
me ayudaron a ponerme de pie sin hacer referencia a mi pestilencia.
-
¿Dash? – pregunté insegura e incrédula,
incapaz de creer que estuviera allí. Sobre todo porque no sabía que fuese al
gimnasio.
-
¿Dash? – preguntó José, con los ojos
abiertos como platos.
-
Dash – confirmó el susodicho. – Hola –
saludó, a mí con un (sudoroso gracias a mí) beso en la mejilla y a Joey dándole
la mano.
-
¿Qué haces aquí? – pregunté.
-
¿Vienes mucho al gimnasio? – preguntó
Joey, realmente interesado y sin disimular un ápice su interés.
-
Eh… no, en realidad acabo de descubrir
que por trabajar en la universidad tienes una membrecía en este gimnasio así
que… decidí utilizarlo – explicó. – Así
que tú eres Joey – añadió, centrándose en él.
-
¿Sabes quién soy? – preguntó,
sorprendido y sonrojándose.
“¡Oh
por favor! ¿Realmente le está poniendo ojitos?” me
pregunté, pensando cuán patética me parecía su actuación.
-
¡Claro! Georgiana habla muy a menudo de
su mejor amigo Joey. Espero que no la estés castigando por comerse un helado
anoche porque toda la culpa es mía – dijo, disculpándose. – Pero es que
consiguió que el museo del automóvil le prestase la foto y los apuntes del
diseño y construcción de los primeros guantes quirúrgicos –
“Si
todas las personas me prestasen la misma atención que Dash, sin duda me
dedicaría a la docencia” pensé.
-
Tenía que invitarla a un helado de
celebración para que se diera cuenta de que estoy orgulloso de mi chica –
añadió, haciéndolo evidente e intentando ganarse su empatía.
“Un
momento ¿su chica? ¿Su chica en qué sentido de su chica?” me
pregunté, seriamente preocupada por ese artículo posesivo que había utilizado
para referirse a mí.
-
¿Castigarla? ¿Yo? – preguntó,
sorprendido. – Eh… no – respondió, comenzando a masajearme los hombros. – Este
ejercicio forma parte de su rutina habitual – explicó.
“Embustero”
protesté
mentalmente, porque realmente estaba disfrutando del masaje no sugerido.
-
Además, ya quemará el resto en el
evento de baile de dentro de dos semanas al que vamos a ir – anunció.
-
¿Georgiana también va a ir a un evento
de baile? – preguntó, y aunque lo hizo en tercera persona, en realidad me lo
estaba preguntando a mí, incrédulo de que hubiera aceptado de tan buena gana.
-
Sí – respondí gruñendo.
-
Suena interesante ¿puedo ir? –
preguntó.
-
¿Sabes bailar? – preguntó Joey, con el
mismo tono de entontecimiento de una persona que idolatra a otra.
-
Algo sé, sí – respondió Dash. - ¿Qué me
dices? ¿Quieres que te de una masterclass de bailes latinos? – me pregunté.
“Si no
queda más remedio…”
-
¡Claro! – exclamó, empujándome en su
dirección. Tan fuerte, que a punto estuve de caerme, aunque Dash me sujetó y lo
impidió. – Estará encantada de ser tu pareja – añadió, y yo le miré con furia
por la manera en que había pronunciado las dos últimas palabas de la frase. –
De baile – especificó, con una nueva sonrisa malévola.
-
¡Estupendo! – exclamó Dash. – Ya me
dices los detalles de que los sepas con seguridad ¿vale? – me preguntó. Asentí.
-
Nos vamos – dijo Joey agarrándome por
la cintura. – Te dejamos que ejercites esos músculos ocultos – añadió, tocando
(y deteniéndose en exceso en mi opinión) y palpando sus antebrazos y su
abdomen.
Y abandonamos la sala, dejando allí a Dash ejercitándose.
Un Dash que nos saludó al comprobar que le estábamos
mirando.
-
Georgiana – me llamó Joey antes de
separarnos para entrar en vestuarios y duchas diferentes (una oportunidad de
ver chorras ajenas sin que crean que eres un salido y sin que tu novio te monte
una escena de celos, según Joey). Me giré y le miré. – Ten mucho cuidado con
ese Dash – me advirtió
“¿Cuidado?
¿Cuidado por qué? ¿Es que sabía algún secreto sucio y oscuro del pasado de Dash
que yo desconocía?” comencé a preguntarme con preocupación.
Y dicha preocupación se trasladó a mi rostro.
-
Mi madre dice que hay tener mucho
cuidado con un hombre que sabe bailar – me explicó.
-
¿Por qué? – pregunté, esperando una
burrada o una rima malsonante por su parte.
-
Porque según ella, los hombres que
saben bailar son los únicos de los que no te puedes fiar porque son el tipo de
hombre del que te puedes enamorar para siempre – dijo. Sonreí ante la
“sabiduría” de la señora Pultner. – Hablo en serio Georgiana, a mí me pasó con
José – añadió.
[1]
Mikhail Barishnikov: Es un bailarín,
coreógrafo y actor letonio. Al que a menudo se le conoce como el mejor bailarín
del mundo.
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